25 de octubre de 2025

Ford Frank

 



Daba la impresión de que Richard Ford terminaba sus narraciones sobre Frank Bascombe en forma de trilogía: El periodista deportivo, El Día de la Independencia, Acción de gracias. Tres novelones publicados uno cada diez años (he leído los dos últimos) con vocación de gran retrato de los Estados Unidos de su tiempo, vistos a través de un lacónico protagonista enfrentado con moderna resignación y cierta introspección divergente a los tiempos. Pensar que la trilogía terminaba el ciclo venía reforzado también por la publicación de una más que apreciable novela titulada Canadá, tras Acción de gracias. Pero esa impresión ha sido equivocada: esas tres novelas tuvieron, a los diez años de nuevo, continuidad en un libro de relatos protagonizado por este peculiar personaje. Si los relatos se deben a que no quiso esperar más tiempo y aprovechar que a los diez "tocaba ya publicar el nuevo Bascombe", o a que quiso dar la sensación de publicar algo menor, una especie de  epílogo sin clímax (la ausencia de construcción de clímax es característica de Ford, por mucho que en sus novelas abunden los infortunios) que no turbase el prestigio de la hasta entonces trilogía, no lo sé. Me inclino más por la tentación de retomar un personaje fascinante que crece en matices y experiencias con la edad. El caso es que ahora ya se puede hablar de pentalogía, pues en 2025, de nuevo diez años después, ha aparecido un quinto Bascombe, personaje ya de 78 años de edad...

El título Francamente, Frank procede de la imposible traducción, especialmente al español, de Let Me Be Frank With You, y aunque la traducción no es tan traidora como la de Acción de gracias (original: The Lay of the Land), obviamente hace pensar en que Ford es juguetón con sus títulos. El libro consta de cuatro narraciones independientes, aunque el título de cada una se anticipa entre las últimas frases del cuento anterior, dando así una continuidad literaria a un ligero hilo narrativo: todas las historias transcurren en la misma Navidad (de nuevo un periodo concreto de celebración, como antes lo fueron el 4 de julio o el día de Acción de gracias, en las historias previas de Ford con Bascombe de protagonista), la de 2012, esto es, apenas mes y medio después del paso del huracán Sandy por Nueva Jersey; Frank Bascombe vive ahora algo más al interior con su tercera mujer, Sally, y no se ha visto afectado. Sin embargo, su antigua casa junto al mar, que él mismo vendió como agente inmobiliario que era, ha sido arrancada de cuajo por el temporal.


Efectos del huracán Sandy en la costa de New Jersey en 2012 (foto de la US Air Force recogida de The Nature Conservancy)

Esta potente imagen metafórica de lo inmobiliario y vital preside el primer relato y proyecta su sombra sobre todo el libro, a veces de una manera muy sutil (la bastante ausente Sally, por ejemplo, está siempre ayudando en grupos de afectados por el huracán). Desde el anterior libro, publicado en 2006, han pasado algunas cosillas en el mercado inmobiliario, y ahora Bascombe está jubilado, lo peor de la crisis parece superado, pero sus reflexiones y recuerdos sobre el "arte" y el "entorno" de vender casas están intactas en su pensamiento. Sandy, el huracán, parece una forma de sublimar el espanto de la crisis, de hablar de ello y de parte de sus consecuencias sin tener que entrar en su detalle, convertida en un deus exmachina.

Los cuatro relatos son encuentros individuales de Bascombe con una persona en un lugar definido, un lugar de interés inmobiliario en todos los casos. En el primero de ellos, con el actual dueño de su antigua casa junto a la vivienda ahora arrancada por el temporal. El frío reinante, la extrañeza distópica del lugar, y la casa que un día le dio calor que ahora enseña sus tripas al mundo abaten al solitario y resignado Frank e introducen hábilmente al lector en la atmósfera de su estrenada vejez.

En el segundo relato, Frank recibe en su propia casa a una mujer vecina de la zona y víctima del huracán, que sin embargo vivió en esa casa hace cuarenta años y que ha pasado a intentar verla y a recuperar un extraño suceso que aconteció en la casa. A pesar de la fuerza del suceso, éste sin embargo no es seleccionado por Frank en sus obsesiones posteriores. Pero se va construyendo la idea de un lugar donde vivir y aspirar al refugio último de la experiencia vital. La mujer, obviamente actúa como en un espejo del relato anterior. Si antes Bascombe visitaba su casa del pasado que está en ruinas, la mujer ahora porta las ruinas de su vida a la visita de su propia casa anterior.

En el tercer episodio se convierte en evidente la idea de la residencia última. Frank visita a su primera exmujer, la madre de sus hijos aún vivos, que se ha trasladado a veinte minutos de su casa, a una residencia de lujo especializada, para tratarse de Parkinson. El recuerdo de la ruptura y de sus motivos (la muerte de Ralph, el hijo común de ambos cuando era niño), el reflejo de la exmujer enferma pero no demasiado, la residencia de espacios inmensos, luces suaves y personal amabilísimo, pero situada en una colina llamada Carnage Hill, devuelve las mejores páginas del libro, intensas y emocionales con la mirada ya bascombiana de la vida.

El último episodio parece la devolución en forma de farsa del anterior, cumpliendo así una estructura que se refleja en el capítulo previo, como sucede con los dos primeros. Bascombe se ve obligado a visitar a un amigo al que no ve, ni tampoco quiere ver, desde hace años, multimillonario, al que un cáncer fulminante está destrozando. Ha llamado con cierta desesperación pidiendo a Frank que le visite, y éste finalmente accede a ir a su bizarra mansión descuidada y anacrónica. El amigo le quería contar un incidente del pasado relacionado con Frank que lo cierto es que ya no venía demasiado a cuento, pero que Frank acepta como una especie de tasa a pagar ante un congénere moribundo.

Francamente, Frank solo tiene una dificultad para mí, que es irresoluble; tiene que ver con la presencia de programas de televisión en segundo plano e interjecciones populares que Bascpmbe escucha o usa y con los que Ford le integra en su cultura, intereses y edad. Pero la traducción no explica demasiado sus difíciles opciones en algunos casos en este apartado, y no es siquiera posible entrever si los episodios en que esto aparece indican ausencia del mundo real (lo más probable es que se trate de elementos ya no de moda) o cierta insospechada integración. Entiendo que un lector norteamericano o más habituado lo podrá discernir. Eso sí, como novela está magníficamente construida y estructurada, y deja un pozo de sabiduría narrativa que se combina con el retrato de evasión y resignada paciencia de su protagonista, en lo que parece una novela testamentaria, en la que la muerte ronda metafórica y directamente de manera evidente; pero no, porque la quinta novela tiene un argumento peculiar: Bascombe, a sus casi ochenta años, debe trasladarse a casa de su hijo, enfermo, para cuidarle. Esa progresión de vida deberá ser una aventura posterior.



8 de octubre de 2025

A fuer de liberal


Me he cruzado varias veces con las ideas de John Rawls en textos recientes de otros. Le he visto ensalzado como modelo del que inferir la predistribución
en los textos de Borja Barragué, y minusvalorado por considerar idealista la capacidad reformadora de su concepción de la justicia en Javier Muguerza. No es extraño citarle en textos de teoría política y en aquellos que buscan los equilibrios entre libertad e igualdad. Todo ello se debe, en mi opinión, a que Rawls es un filósofo sistemático que partiendo de posturas liberales propone una teoría de la justicia con implicaciones fuertemente sociales, lo cual sirve a la controversia. En cierto modo, utiliza la ética kantiana para proporcionar al modelo liberal (más al de John Stuart Mill que al de Adam Smith, pero también serviría) una integración política liberal de la justicia social. Todo esto en el siglo XX, en su segunda mitad, conocido el desastre de las guerras mundiales, pero también los resultados del socialismo real.

La obra principal y más reconocida de Rawls se titula precisamente Teoría de la justicia (1971). Su impacto debió ser relevante en el mundo de la filosofía política, casi se puede decir que generó una serie de relevantes contestaciones y análisis, que el propio Rawls consideró con seriedad, y que integró, o bien descartó razonadamente, en el volumen que nos ocupa hoy: El liberalismo político, publicado en 1993, que, basado en la "Teoría", reformula algunas de sus partes y asienta mejor, si le creo, sus conceptos. Y digo que “le creo” porque no leído la Teoría. No obstante, no es estrictamente necesario haberlo hecho para seguir y entender El liberalismo político, que anota prolijamente las diferencias con la Teoría, expresa de continuo su deuda con todos los autores y académicos con los que ha contrastado sus ideas, y recoge los matices con rigor.

Para Rawls los principios de justicia son:

a) cada persona tiene un derecho igual a un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades para todos.

b) las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones. En primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de equitativa igualdad de oportunidades; y, en segundo lugar, las desigualdades deben ser a mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad.

Rawls concibe al ser humano como capaz de realizar dos principios de la moral: tener un sentido del bien (que en Rawls se asimila a la “vida buena” de la tradición aristotélica, apegada al desarrollo personal y a los conceptos habituales de la libertad individual, el principio de lo “racional”) y tener un sentido de la justicia (donde asoma el universalismo kantiano y el principio de igualdad y equidad entre los seres humanos, el que precisamente permite la vida en común, el principio de lo “razonable”). El modelo que Rawls defiende para conseguir realizar los principios de justicia es consensualista: los seres humanos tienen diferentes doctrinas del bien de carácter religioso, político y moral: las llamadas "doctrinas comprehensivas". Los representantes de estas “racionales" doctrinas comprehensivas deben llegar unos con otros a un "consenso entrecruzado" en el que aunque defiendan de partida que las doctrinas comprensivas que representan no sean totalmente negadas (algo que el liberalismo político no podría admitir), deben hacerlo volviendo a una "posición original", en la que actúa un "velo de la ignorancia", para acabar ofreciendo una sociedad razonable (esto es, justa), estable, que evite los peligros que acechan al sistema. Cada representante en el proceso ideal del consenso entrecruzado debe realizar su propuesta de sociedad buscada desconociendo cuál sería su estatus o posición de partida en la misma. Eso sí, esta sociedad nueva debe ser aceptable para cada una de las doctrinas comprensivas presentes, y además Rawls pone los "deberes" a cumplir por la sociedad propuesta: una serie de bienes primarios:

a) derechos y libertades básicos, que también pueden presentarse en una lista

b) libertad de movimientos y libre elección del empleo en un marco de oportunidades variadas

c) poderes y prerrogativas de cargos y posiciones de responsabilidad en las instituciones políticas y económicas de la estructura básica

d) ingresos y riqueza;

e) las bases sociales del autorrespeto

El estudio se extiende a partir de aquí a cómo articular el modelo, a entender cómo deben encajarlo las doctrinas comprehensivas, y a cuáles son las características de la concepción política resultado del consenso entrecruzado: la primacía de lo justo, la razón pública, la necesidad de la publicidad (hoy diríamos mejor transparencia), etc. A veces es difícil decir si Rawls se mueve en cierta ambigüedad o si su compromiso con la idea liberal que en sentido estricto debe considerar todo tipo de opiniones y sus postulados obliga a mantener posturas en el filo. Así, mientras el principio 2.b) de la justicia apunta a impulsar el sistema a la equidad social incluyendo a las rentas más bajas, considerando la injusticia de que circunstancias de nacimiento y entorno impidan alcanzar el propio sentido del bien, por otro lado postula que las políticas redistributivas no deben estar entre los bienes primarios por ser divisivas, que dependerán además de factores en ocasiones difícilmente predecibles. De modo que en esas condiciones es mejor que se regulen por leyes posteriores a que previsiblemente impidan el consenso entrecruzado. Y hay algún ejemplo más. No es extraño de todos modos que el énfasis en el consensualismo y en que "la desigualdad favorezca a los más desfavorecidos" hagan que parezca un quintacolumnista en las entrañas del liberalismo contemporáneo norteamericano. Pero Rawls no es tampoco marxista ni tiene veleidades socialistas. Un ejemplo es que opina que las desigualdades suponen también un incentivo en el fomento de la innovación. Otro: su explicación objetiva de las doctrinas comprensivas sobre la propiedad privada en su relación con cómo la consideran las doctrinas comprensivas liberales o marxistas a la hora de favorecer a los más desfavorecidos en el acceso a la vivienda. Y el velo de la ignorancia, como método, impediría afrontar la decisión desde el dogmatismo o la unilateralidad que las diferentes doctrinas comprensivas podrían tratar de imponer.

Muguerza crítica el consenso entrecruzado de Rawls porque no cree que este acuerdo razonable sobre la concepción de lo justo funcione, ni haya funcionado nunca, en la lucha por los derechos humanos, que para Muguerza se basa en la historia de los individuos y de los grupos de individuos que califica de disidentes. Esta disidencia y la pluralidad de luchas a que da lugar desbordaría los límites de la razón pública de Rawls, al que cree muy sometido al principio de legitimidad y a la preeminencia del poder judicial.

Pero, aunque se pueda entender a Muguerza y su ética de la disidencia, Rawls nunca niega que el consenso entrecruzado no sea sino un ideal, y siempre habla del modelo de sociedades bien ordenadas como aquellas a las que daría lugar ese ideal (de lo que se deduce que una sociedad ordenada realmente no existe en el mundo actual, y, en cierto modo, que es imposible). Aunque Rawls es un pensador insistente y constante en la presentación de sus principios, es cierto que también reconoce las dificultades de los mismos en varios puntos, cuando por ejemplo avanza que es difícil determinar cuándo una cuestión puede ser resuelta satisfactoriamente por la razón pública cuando existen "problemas de extensión" de difícil resolución para la concepción política. Y cita cuatro:

- extender la justicia hasta cubrir nuestros deberes hacia las generaciones futuras, que incluye el problema del ahorro justo.

- extender la justicia a concepciones y principios que se aplican al derecho internacional y a las relaciones políticas internacionales entre los pueblos

- fijar los principios del cuidado sanitario normal

- extender la justicia a nuestras relaciones con los animales y con el orden natural

Varios de estos puntos, sin embargo, hoy son esenciales en nuestra concepción y debates política (falta probablemente especificar el género), y su inserción en principios legales es incluso común, excepto tal vez el relacionado con el derecho internacional. Y entre ellos los hay que hoy se podrían postular como parte insoslayable de los bienes primarios actuales. La discusión 30 o 50 años después con Rawls sería interesante: ¿estos problemas de extensión son tan divisivos? ¿Las leyes que los han regulado los han elevado a derechos humanos pero sin quedarse solo ahí, si no llegar a la posibilidad de que las doctrinas comprehensivas hoy las admitan entre los bienes racionales de sus propios miembros? O... ¿tal vez nos están dividiendo y rompiendo nuestros consensos establecidos? En su lenguaje analítico, Rawls es preclaro al concebir problemas como la falta de transparencia o la rigidez de las doctrinas comprehensivas en aceptar consensos como problemas que pueden potencialmente desordenar la sociedad y terminar en totalitarismos o en revoluciones.

Leer a Rawls ha sido una aventura apasionante, y creo que lo sería para cualquier interesado en los sistemas políticos y sociales y su relación con la ética social actual o la polarización y pérdida de niveles de democracia en las sociedades occidentales actuales. Pero ha sido también una labor de cierta abnegación, ya que el edificio se imbrica en autorreferencias de continuo, dado el carácter sistemático del mismo, en un tono algo monótono con abundancia de reiteraciones matizadas. Rawls es un autor analítico, poco dado a los ejemplos extensos, y un tanto desapasionado, de aire y tono casi científicos en su estilo. La profusión de conceptos varios de acuñación propia y no poco éxito es grande, y la concentración lectora es necesaria. Sin embargo, se alcanza una extraña satisfacción en la convicción kantiana de Rawls en el reformismo pausado y reflexivo, integrador del otro y deseoso (liberalmente) de recoger sus aportaciones válidas, pero que exige mínimos de dignidad sin los que no existiría condición moral del ser humano y entiende que no son evitables. Tampoco es que Rawls sea ingenuo, pero propone un mundo como debería ser, en el que el incapaz de practicar el velo de la ignorancia sería aislado en su necesariamente intolerante minoría.

John Rawls, en 1971, año de publicación de la Teoría de la Justicia, en foto de su hijo Alec recogida en Wikipedia


12 de septiembre de 2025

Los ídolos

 


Llego al primer Mujica Lainez que leo por un camino inesperado: en vez de caer en la lectura de Bomarzo, obra tan resonante, me encontré con Manucho en la antología del Canon de la literatura gay en español, de Augusto F. Prieto, donde se recoge Los ídolos, su primera novela publicada después de algunas colecciones de relatos. Pertenece a su etapa de novelas porteñas.

En cierto modo, se nota que el escritor se maneja bien en formatos cortos, al menos en esa parte inicial de su carrera. Los ídolos consta de tres partes bien diferenciadas y bastante autónomas, con finales dramáticos internos propios de cada una, aunque tienen una lógica narrativa en continuidad en el conjunto. El desencadenante es un poemario titulado precisamente Los ídolos, escrito por el poeta Lucio Sansilvestre, y que la tía Duma regala a su sobrino nieto Gustavo en su adolescencia. El narrador es el mejor amigo de Gustavo, y ambos caen rendidos y fascinados ante los poemas de Sansilvestre, que aprenden de memoria y les obsesionan y leen continuamente. Gustavo pertenece a una familia noble venida a menos, cuya matriarca fría, impertérrita y etérea es la mencionada Duma. La familia del narrador, que apenas aparece, pues este pasa gran parte de la novela en las casas de la familia de Gustavo, es de clase media, y la creciente amistad preocupa a la madre, que se encarga de que ambos muchachos estudien carreras diferentes y así se separen en sus caminos vitales. El narrador será médico. Gustavo, con su obsesión sobre Sansilvestre en aumento, se dedicará a escribir. A su familia esa obsesión no le es extraña: dos tías se dedican a algo tan inabarcable como replicar el tapiz de Bayeux sin más utilidad que llenar sus horas, y un hermano de Duma lleva toda la vida escribiendo páginas y páginas de una inabarcable biografía de Juana de Arco.

Los amigos, que pasan veranos juntos mientras son chicos en el castillo de la tía Duma, se separan físicamente, pero años después coinciden casualmente, pero nada menos que en Stratford Upon Avon. El narrador está en Europa por trabajo y ha viajado a ver una obra de Shakespeare en unos días libres. Gustavo ha encontrado que cerca de Stratford Upon Avon, en Warwick, vive el mismísimo Lucio Sansilvestre que le obsesionó de adolescente, y que nunca volvió a publicar nada tras el éxito y reconocimiento enorme de Los ídolos. Está cas recluido y apartado del mundo. Los dos amigos reencontrados deciden visitarle, juntos, al día siguiente...

Mujica Lainez dispone de un vocabulario exquisito, un manierismo controlado y un conocimiento amplio de su campo de trabajo, cruzando la fascinación de su narrador de clase media con la conciencia de la decadencia de una clase social. La musicalidad de la prosa es envolvente, y la trama, un conjunto de idolatría sin espiral, está completamente adornada de subtextos diversos. El narrador vive arrobado por Gustavo (con quien se prometió una amistad que nunca terminaría), Gustavo lo hace por Sansilvestre (o por la idea que se ha construido de Sansilvestre, tal vez), que a su vez lo hace por un amigo joven poeta que tuvo y murió. Encontrarse en la ciudad de Shakespeare tampoco suena gratuito: un autor de autoría discutida, con personajes con inversiones sexuales y de género en sus obras. Otros detalles: un retrato de la tía Duma, que cuelga de varias paredes durante la novela y aparenta cierta maldición, trae ecos de Dorian Gray, cuyo autor, un dandy retratista de lo decadente de su tiempo, comparte espíritu con Mujica Lainez (que también se casó, también tuvo hijos, y nunca obvió su querencia por jóvenes con quienes de continuo se hacía acompañar). ¿Más? El hermano soltero de Duma, que tiene su propio arrobamiento en otra figura equivoca (Juana de Arco), se llama Sebastián, reflejo de un martirio propio y de representación homófila cultural. Todo esto, y más detalles imposibles de consignar, otorgan a esta narración el derecho a figurar en el canon de Prieto que mencionamos arriba. Pero todo este uso de referencias sutilmente homosexuales deviene en un tono irónico en sus dobles lecturas, que no se alejan del aparente tema central, sino que simplemente ayudan a su desarrollo.

Como lectura, el primer episodio, que sucede fundamentalmente en Europa, resulta fascinante e hipnótico, que es así mismo la propia sensación del narrador tanto al ser capaz de conocer al escritor cuyos poemas llenaron su juventud como al ir recibiendo después las cartas de Gustavo, que permanece en Warwick mientras el narrador debe continuar viaje por Europa. En el segundo la historia se centra en Duma, como señora que aún vive en un mundo perdido pero que constituye el ídolo propio de todo el clan. La hipnosis literaria aquí se va reduciendo, pues el absurdo de la decadencia social que refleja la historia impone poco a poco su poder. Ambos capítulos, no obstante, tienen un cierre evasivo, algo dado al enigma, a lo que no es ni podría ser nunca explicable: encontrar las motivaciones últimas del ser humano. El tercer capítulo resulta algo disonante; el narrador se fascina de nuevo con un miembro de la familia, una sobrina natural de Gustavo, y reflexiona introspectivamente sobre todo lo vivido con una familia que no es la suya, pero a la que siempre regresa. Si bien estilo y forma siguen siendo exquisitos, sucede que la introspección sirve apenas para subrayar lo que ya era claro, y dejar en bandeja de plata, eso sí, un final espléndido sobre la añoranza de los tiempos en que teníamos ídolos. Parece, así lo cuenta Prieto, que inicialmente sólo existía el primer relato, y que el editor pidió a Manuel Mujica Lainez que alargara el asunto y llegara por fin a una novela.


Manuel Mujica Lainez en 1974, según foto de Sara Facio en Wikipedia


27 de agosto de 2025

Mística en el siglo XX

 


Confieso no saber bien cómo afrontar la reseña de un libro como La gravedad y la gracia, de Simone Weil, porque no estoy acostumbrado a este tipo de pensamiento. En su breve ensayo sobre esta autora francesa, Susan Sontag afirma básicamente que no hay por dónde coger las ideas de Weil, y que es incomprensible su apuesta por el dolor y el sufrimiento sin consuelo como opciones de desarrollo personal, a partir de la ascesis/vacío a la que llevan; pero que, por otro lado, su fuerza y convicción junto con la potencia de su expresividad merecían una defensa, dando así valor de necesidad a la existencia de una obra que obliga a estudiar un modo distinto de vivir.

Creo que la principal extrañeza que supone leer a Weil, al menos por primera vez, procede de la falta de costumbre (mía, aunque imagino que es habitual) y el consiguiente choque cultural respecto a la lectura de autores místicos modernos en los que esta experiencia se relacione con lo religioso, y no con lo lisérgico, los estados alterados de conciencia, o con otras espiritualidades. Weil habla de Dios, habla de Cristo, con frecuencia alejada de la doctrina, y lo hace con lenguaje y preocupaciones del siglo XX, de su primera mitad, las de alguien que vivió, brevemente, entre 1909 y 1943, y en las que la guerra, el trabajo, el marxismo, la revolución y el peso de la historia están muy presentes. Digamos que los temas que ejemplifican sus asertos no son los de Teresa de Ávila o Juan de Yepes, cuya imagen de la noche oscura evoca Weil con asiduidad. El lector actual de los místicos castellanos tiene además otros mecanismos para la suspensión de la realidad con ellos: la lejanía del lenguaje, el momento histórico donde Dios lo era todo, la existencia de una organización social permeada por lo religioso y hasta lo sagrado en la que, por ejemplo, resulta tan extraño las cuitas entre órdenes religiosas y la delgada línea con el poder civil. Etc…

La gravedad y la gracia se compone de treinta y nueve capítulos breves, entre dos y seis páginas cada uno, en que Weil expone su pensamiento, que se resume en el primer párrafo del libro:

“Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia.”

Cada capítulo va dando luz sobre varios de los conceptos esenciales del pensamiento de Simone Weil, y el aparataje es importante. Un resumen de estos apuntes lo proporciona la excelente y apasionada introducción de Carlos Ortega, quien por cierto también transmite un entusiasmo relevante por la autora en este programa del podcast de Radio Nacional de España, A la luz del pensar, conducido por Carlos Javier González Serrano). Algunos extractos que me han impresionado, sin necesariamente estar de acuerdo, se anexan al final de esta entrada, por su luminosidad, su belleza o su sorpresa. E “impresionado” es poco, la lucidez de varias de las aportaciones de Weil es abrumadora, y su estricto constructo filosófico y ético se anuda en el pensamiento con un aura de mensurables envidia por su inalcanzabilidad y escepticismo por su cumplimiento. Pero sucede que a veces hay hombres y mujeres que sí parecen haber cumplido en vida las exigencias que expone su obra. Con los místicos esto parece más frecuente, con la experiencia del vacío llenándolo todo, con cierta inevitabilidad. ¿Hay alguno desde la razón? Sabemos que Sócrates, todo testimonia que también Kant. Weil con frecuencia recuerda al pensamiento estoico, con sus renuncias a personas, familias y bienes, y el desapego a la materia y a la propia vida. Su concepción de la naturaleza es mecanicista, de inspiración expresamente cartesiana, si bien aplicada a lo fenoménico en exclusiva, pero incluyendo los actos psicológicos.

El caso es que Weil tiene el refrendo de su biografía, que es cercana y referenciada: decidió trabajar en una fábrica manufacturera y sintió así en su propia carne el gran agotamiento que suponía además de la imposibilidad física de compatibilizar trabajo real y actividad intelectual, tan importante para ella y con las implicaciones que ello tiene (¿cómo va a articular argumentos quien físicamente no puede pararse a pensar?); también combatió en la Guerra Civil Española nada menos que en la Columna Durruti. Se exilió a Estados Unidos desde Francia, pero decidió volver a Europa para combatir al nazismo, aunque la muerte le sorprendió probablemente por no considerar relevantes las necesidades que su cuerpo le requería. Muerta con 34 años, en un martirio casi postmoderno: desprecio de la salud física, abrazo de la obligación y el trabajo sin fin; dejó una ingente cantidad de artículos y cuadernos, ajustados a los problemas de su tiempo y, a su vez, al desapego metodológico de buena parte de su actitud en la vida:

“Cuando el placer que estábamos esperando llega y nos deja defraudados, el motivo de esa decepción es que lo que esperábamos era el futuro, y ese futuro, una vez aquí, ya es presente. Sería preciso que el futuro estuviera aquí sin dejar de ser futuro. Absurdo del que solamente cura la eternidad.”

Dice Carlos Ortega en el programa arriba mencionado que la obra de Simone Weil se asemeja a, o se puede confrontar con, la de los filósofos griegos, en el sentido de que los textos recogen un pensamiento y modo de vida de carácter holístico, que al escribirlo está muy depurado en la mente de la autora y que se encarna en frases lacónicas, de significados múltiples -de ahí su ocasional brillantez connotadora-, y de gran convicción; las interpretaciones pueden ser dispersas y hasta catalizadoras de nuevos modos y formas. Estoy de acuerdo con esta idea. A mí la lectura de La gravedad y la gracia me ha hecho rememorar literariamente el Tractatus de Ludwig Wittgenstein, contemporáneo 'lógico' de Weil, pero por una extraña concomitancia lectora que me apetece expresar: la sensación de haber leído un largo poema estructurado sobre la trascendencia de según qué explicaciones humanas de la realidad del mundo.

Le escuché en cierta ocasión a Javier Gomá que por las mañanas leía textos de teología, creo que antes de empezar el día, como una especie de preparación a la actividad que con sus obligaciones mundanas le obligaría a navegar el caos, tal vez consuetudinario, de la vida. Yo como lector he variado de serlo de noche y madrugada a serlo de mañana y despertar, consecuencia también del cambio de costumbres al dormir que traen los años, así que Weil ha sido lectura también previa al "caos del día". ¿También estoy de acuerdo con Gomá? No me atrevo a decir que Weil sea teología dado que no soy lector ducho en esta disciplina, si bien su idea deísta del Dios Creador pero ausente me atrae, pero entiendo mejor ese sentimiento de extraña paz obtenido de la convicción vital en un edificio conceptual bellamente cerrado, a pesar de lo inevitable -tan claramente en el caso de Weil- de la influencia de los tiempos en que vivió en su escritura.

 

Simone Weil en la Columna Durruti (foto tomada de conversacionsobrelahistoria.info)

  

ANEXOS: textos extractados de los diferentes capítulos de La gravedad y la gracia


Quien sufre trata de comunicar su sufrimiento, ya sea zahiriendo a otro, ya sea provocando su piedad (...). A quien está abajo del todo, al cual nadie compadece, ni tiene poder para maltratar a nadie, el sufrimiento se le queda dentro y le envenena. (Vacío y compensación)

 

Cualquier ser ejerce siempre, por un requisito natural, todo el poder de que dispone (Tucídides) (...). No ejercer todo el poder de que se dispone es soportar el vacío. Ello va en contra de todas las leyes de la naturaleza: solo la gracia lo puede conseguir. (...) Aceptar un vacío en sí mismo es sobrenatural. ¿Dónde hallar la energía para un acto sin contrapartida? Ha de venir de otra parte, sin embargo, primero ha de producirse un desgarro, algo de índole desesperada: Primero ha de producirse un vacío. Vacío: noche oscura. (Aceptar el vacío)

 

Rechazar las creencias colmadoras de vacíos que endulzan las amarguras. La de la inmortalidad. La de la utilidad de los pecados. La del orden providencial de los acontecimientos, en una palabra: los consuelos que comúnmente se buscan en la religión. (...). El apego es forjador de ilusiones, y sea quien sea el que pretenda lo real debe ser un despegado. En cuanto se sabe que algo es real, ya no se puede estar apegado a ello. (Desapego)

La miseria humana resultaría intolerable si no se hallara diluida en el tiempo (Desapego)

Cuando Dios llega a estar tan lleno de significación como el tesoro para el avaro, hay que repetirse intensamente que no existe. Advertir que se le ama aunque no exista (...). Si se ama a Dios pensando que no existe, él hará manifiesta su existencia. (Desapego)

 

La imaginación trabaja continuamente tapando todas las fisuras por donde pueda pasar la gracia. Cualquier vacío no aceptado produce odio, acritud, amargura, rencor. El mal que se desea a quien se odia, y que imaginamos, restituye el equilibrio. (La imaginación colmadora)

Se soporta mejor morir por una causa que sea victoriosa antes que por una causa que resulte derrotada (...). El pensamiento de la muerte requiere un contrapeso, y ese contrapeso -con la omisión de la gracia- no puede ser más que una mentira. La imaginación colmadora de vacíos es fundamentalmente mentirosa. (La imaginación colmadora)

 

Era difícil serle fiel a Jesucristo. Se trataba de una fidelidad en vacío. Mucho más fácil serle fiel hasta la muerte a Napoleón. Mucho más fácil para los mártires, más tarde, ser fieles, porque ya existía la Iglesia, una fuerza con promesas temporales (...) morir por lo que es fuerte hace que la muerte pierda su amargura. Y, al mismo tiempo, todo su valor. (Desear sin objeto)

 

Nada en el mundo puede quitarnos el poder de decir yo. Nada, salvo la desgracia extrema. Nada y peor que la extrema desgracia que desde fuera destruye el yo, puesto que luego resulta ya imposible destruírselo uno mismo. (El yo)

Cuando se presta servicio a seres desarraigados y se reciben a cambio malos modos, ingratitud y traición, se está padeciendo simplemente una leve parte de su desgracia. Tenemos el deber de exponernos a ello hasta un cierto punto, igual que tenemos el poder de exponernos a la desgracia. Cuando eso ocurra, debe soportarse como se soporta la desgracia, sin achacarlo a personas determinadas, porque eso no es atribuible a nadie. Hay algo impersonal en la desgracia cuasi infernal, igual que en la perfección. (El yo)

Quien, sin tener fe ninguna, se siente orgulloso de haber mantenido una "gran entereza" en circunstancias difíciles no tiene mejor juicio que el adolescente que se enorgullece de que se le dan bien las matemáticas. Quien cree en Dios corre el peligro de caer en un espejismo aún mayor, es decir, en atribuir a la gracia lo que es simplemente un efecto de naturaleza esencialmente mecánica. (El yo)

 

Aquello a lo que no se renuncia se nos escapa. (Descreación)

Hemos de vaciarnos de la falsa divinidad con la que hemos nacido. (Descreación)

Encontrar una dificultad extraordinaria para realizar una acción ordinaria es un favor por el que hay que estar agradecido. No hay que pedir la desaparición de esa dificultad; hay que implorar la gracia de utilizarla. (Descreación)

La renuncia exige pasar por angustias equivalentes a las que causarían realidad la pérdida de todos los seres queridos y de todos los bienes, incluidas las facultades y adquisiciones en el ámbito de las creencias sobre lo que está bien o lo que es estable. (Descreación)

 

Todas las cosas que veo, oigo, huelo, como y toco, todos los seres que conozco, a todos les privo del contacto con Dios, y a Dios le privo del contacto con todo ello en la medida en que algo en mí dice yo. (...) Debo retirarme para que Dios pueda entrar en contacto con los seres que el azar pone en mi camino, a los cuales ama. Mi presencia es indiscreta, como si me hallara en medio de dos amantes o dos amigos. (...) Ojalá desaparezca para que las cosas que veo se vuelvan perfectamente hermosas por no ser ya cosas que veo. No deseo que este mundo creado ya no me sea sensible, sino que no sea por mí por lo que sea sensible. (Desaparición)

 

El bien real no puede venir más que de afuera, nunca de nuestro trabajo. En ningún caso podemos fabricar algo que sea mejor que nosotros. (La necesidad y la obediencia)

 

Transposición: creer que uno se eleva porque mientras conserva las mismas bajas inclinaciones (por ejemplo: el deseo de imponerse sobre otro), las ha asignado fines elevados. Muy al contrario, uno se elevaría atribuyendo a objetos bajos unas inclinaciones elevadas. (Ilusiones)

Dios y lo sobrenatural se hallan ocultos y sin forma en el universo. (...) El cristianismo, católicos y protestantes, habla en exceso de las cosas santas. (Ilusiones)

 

 Amar a un extraño como a sí mismo entraña como contrapartida amarse a sí mismo como a un extraño (El amor)

Desear la amistad es un grave error. La amistad debe ser un goce gratuito como los que proporcionan el arte o la vida. Hay que repudiar la amistad para ser digno de recibir ese goce: Forma parte de la órbita de la gracia (...). Desear escapar de la soledad es una cobardía. La amistad no se busca, ni se sueña, ni se desea; se ejerce, es una virtud. (El amor)

El favor es cosa permitida porque constituye una humillación aún mayor que el dolor, una prueba de independencia aún más íntima e irrecusable. Y el agradecimiento está prescrito por esa razón, porque es el uso que hay que hacer del favor recibido. (...) El benefactor tiene la obligación de estar completamente ausente del favor. Y el gran agradecimiento no debe suponer en grado alguno un apego (El amor)

 

Lo que es directamente contrario aún mal no pertenecen nunca a la esfera del bien superior. ¡Generalmente, apenas está por encima del mal! Ejemplos: robo y respeto burgués a la propiedad; adulterio y "mujer honrada"; caja de ahorros y despilfarro; mentira y "sinceridad". (...) el bien considerado a la altura del mal y opuesto a él como un contrario a su contrario es un bien de código penal. (El mal)

El acto malvado supone un traspaso al prójimo de la degradación que uno lleva en sí mismo. Por eso se inclina uno por él, como si lo hiciera por su liberación. Todo crimen es un traspaso del mal de quien actúa a quien padece. Desde el amor ilegítimo al asesinato. (El mal)

El verdadero remedio no es el sufrimiento que uno se impone a sí mismo, sino el que se sufre de fuera. Aunque sea injusto. Cuando se ha pecado por injusticia, no basta sufrir justamente, hay que sufrir la injusticia. (El mal)

 

Decir que el mundo no vale nada, que esta vida no vale nada, y poner como prueba el mal, es absurdo, porque si esto no vale nada, ¿de qué nos priva entonces el mal? (...) Concibiendo la plenitud del goce, el sufrimiento sigue siendo a la alegría lo que el hambre al alimento. (La desgracia)

 

El deseo es imposible; destruye su objeto. Ni los amantes pueden ser uno, ni Narciso, dos. Puesto que desear algo es imposible, se hace preciso desear nada. Nuestra vida es imposibilidad, absurdo. Cada cosa que queremos resulta contradictoria respecto de las premisas o las consecuencias que lleva aparejadas, (...) y es así porque, al ser criaturas, al ser Dios y ser infinitamente distintos de Dios, somos contradicción. (Lo imposible)

Cuando algo parece imposible de obtener, se hagan los esfuerzos que se hagan para ello, significa que se ha llegado a un límite infranqueable en ese plano, e indica la necesidad de un cambio de plano, de una ruptura del techo. Esforzarse hasta el agotamiento en ese plano degrada. Más vale aceptar el límite, contemplarlo y saborear toda su amargura. (Lo imposible).

 

No poseo en mí el principio de ascensión. No puedo trepar por el aire hasta el cielo. Solo orientando mi pensamiento hacia algo mejor que yo se consigue que sea algo me atraiga hacia arriba. (Contradicción)

 

La distancia entre lo necesario y lo bueno es la misma que entre la criatura y su creador. (La distancia entre lo necesario y lo bueno).

Del límite no se escapa si no es subiendo hacia la unidad o descendiendo hacia lo ilimitado. El límite es el testimonio de que Dios nos ama. (...) La ausencia de Dios es el testimonio más maravilloso del amor perfecto. Y por esa razón es tan hermosa la pura necesidad, la necesidad manifiestamente distinta del bien. Lo ilimitado es la 'prueba' de lo uno. El tiempo, la de lo eterno. Lo posible, la de lo necesario. La variación, la de lo invariado. El valor de una ciencia, de una obra de arte, de una moral o de un alma, se mide por su grado de 'resistencia' a dicha prueba. (La distancia entre lo necesario y lo bueno).

 

El único bien que no está sujeto al azar es el que está fuera del mundo. Esa vulnerabilidad de las cosas valiosas es hermosa porque la vulnerabilidad es una marca de existencia. (...) Saber que lo más valioso no está enraizado en la existencia es hermoso porque proyecta el alma fuera del tiempo. (Azar)

 

De dos hombres sin experiencia de Dios, aquel que le niega es quizás el que más cerca está de él. (El ateísmo purificador)

La religión como fuente de consuelo constituyó un obstáculo para la verdadera fe: en ese sentido el ateísmo es una purificación. Debo ser atea en aquella parte de mí misma que no está hecha para Dios. De entre los hombres que no tienen despierta la parte sobrenatural de sí mismos, los ateos tienen razón y los creyentes se equivocan. (El ateísmo purificador)

 

Nuestros deseos son infinitos en sus pretensiones, pero limitados por la energía de la que. Por esa razón, es posible, con el concurso de la gracia, dominarlos y erosionarlos hasta destruirlos. Una vez se comprende claramente esto, se les deja virtualmente vencidos siempre que se mantenga la atención en contacto con esa verdad. (La atención y la voluntad)

 

Contamos dentro de nosotros con un principio de violencia, o sea con la voluntad, y es preciso además, en una proporción limitada, pero en la plenitud de dicha proporción, hacer un uso violento de ese principio violento; obligarse violentamente a actuar como si no se tuviera tal deseo o tal aversión, tratando de persuadir de ello a la sensibilidad y obligándola a obedecer. Si se rebela, entonces hay que aguantar pasivamente esa rebelión. (...) Cada vez que nos violentamos en esa disposición de ánimo, poco o mucho, avanzamos realmente en la operación de amaestramiento del animal que llevamos en nosotros. (Adiestramiento)

 

Dentro del ámbito de la inteligencia, la virtud de la humildad no es otra cosa que la capacidad de atención. (La inteligencia y la gracia).

El objeto de la búsqueda no debe ser lo sobrenatural, sino el mundo. Lo sobrenatural es la luz: si hacemos de ello un objeto, lo menoscabamos. (La inteligencia y la gracia).

 

La lectura, con la excepción de una atención de cierta calidad, obedece a la gravedad. (Lecturas)

 

Desear la propia salvación es malo, no porque sea egoísta, sino porque se trata de orientar el alma hacia una mera posibilidad particular y contingente, en lugar de hacerlo hacia la plenitud del Ser, hacia el bien que existe incondicionalmente. (El sentido del universo)

 

El poder (y el dinero, esa llave maestra del poder) es el medio puro. Precisamente por eso, es también el fin supremo de todos aquellos que no han comprendido nada. Este mundo, territorio de la necesidad, no nos ofrece en absoluto otra cosa que medios. Nuestra volición se ve despedida sin cesar de un medio a otro como una bola de billar. (Metaxu)

 

Al sucumbir bajo el peso de la cantidad, al espíritu no le queda otro criterio que el de la eficacia. La vida moderna se ha entregado a la desmesura. (Álgebra)

El capitalismo ha consumado la liberación de la colectividad humana en relación con la naturaleza. Pero esa misma colectividad ha heredado inmediatamente frente al individuo la función opresiva que antes ejercía la naturaleza. (...) Pregunta: ¿puede transferirse al individuo o la liberación alcanzada por la sociedad? (Álgebra)

 

A partir de un cierto grado de opresión, los poderosos logran necesariamente hacerse ‘adorar‘ por sus esclavos. Porque la idea de estar absolutamente doblegado, de ser un juguete de otro resulta insostenible para un ser humano. Cuando alguien se le priva de todos los medios de escapar a ese doblegamiento (...), no le queda otro remedio que sustituir la obediencia’ por la ‘abnegación’. (La carta social)

 

Puesto que no se puede esperar de un hombre que no posee la gracia que sea justo, es preciso que la sociedad esté organizada de tal manera que las injusticias se vayan corrigiendo unas a otras en una perpetua oscilación. (La armonía social)

El espejismo constante de la Revolución consiste en creer que si a las víctimas de la fuerza, que son inocentes de las violencias que se producen, se les pone en las manos esa misma fuerza, la utilizarán justamente. Pero con excepción de las almas que se encuentran muy cerca de la santidad, las víctimas están mancilladas por la fuerza como lo están sus verdugos. El mal que se halla en la empuñadura de la espada se transmite a la punta. Y las víctimas, así encumbradas y ebrias por el cambio, acaban haciendo un daño igual o mayor, y pronto vuelven a caer en lo mismo. (La armonía social).

 

1 de agosto de 2025

La casa de la alegría

 


Tras leer la joya absoluta que es La edad de la inocencia, era impensable no abordar también la otra gran novela reconocida como tal de Edith Wharton, The House of Mirth, también base de una película menos conocida que la adaptación de Scorsese de La edad de la inocencia, pero también de prestigio, que fuera dirigida por Terence Davies e interpretada por Gillian Anderson.

Gillian Anderson y Eric Stoltz

La casa de la alegría es quince años anterior (se publicó en 1905) y merece todos los parabienes que recibe. Es inevitable además compararlas: ambas novelas retratan la implacabilidad de la alta sociedad neoyorquina de finales del XIX y principios del XX con la apariencia de inmoralidad de sus miembros, en ambas historias una mujer de actitudes más libres de lo teóricamente aceptado es el objeto injusto de tal dureza ejecutada de manera hipócrita, y la estructura y extensión son muy similares.

Pero, a pesar de que el foco de todas las miradas sea la actitud de una mujer, la principal diferencia entre ambos libros es que el punto de vista de La casa de la alegría es fundamentalmente el de su protagonista femenina, Lily Bart, frente al de Newland Archer en La edad de la inocencia. Creo que esto es primordial: Wharton apenas se separa de Newland en su historia, de modo que la sorpresa social a la que se enfrenta el protagonista cuando es consciente de lo que opina todo el mundo a su alrededor (básicamente, que tiene una aventura romántica consumada que no es tal), el choque es mayúsculo. Sin embargo, en Lily Bart no sucede porque existe más de una ocasión en que Wharton deja hablar a varios de los personajes en su ausencia, de modo que se entrevé perfectamente el juicio social y familiar, y el carrusel de trampas en que Lily va a caer.


Lily Bart en versión de Terence Davies

El pecado de Lily es haber llegado soltera a los 29 años a pesar de una belleza exquisita, un gusto espléndido por la moda y los arreglos, y una disponibilidad social y una capacidad de relación sobradas. Su problema es que no tiene dinero propio debido a malas decisiones de sus padres ya fallecidos, y, obligada a vivir de y con su tía -que le otorga una asignación con la que pagar vestimenta y gastos además de darle comida y alojamiento- se endeuda de continuo por los costes de la vida de alta sociedad que pretende llevar (sobre todo, el juego), y tiene fama de buscar marido con desesperación. Lily no tiene además suerte; a veces su carácter volátil y a veces su moral le impiden cerrar bien sus jugadas sociales, y el azar (apariciones imprevistas, personas que la ven cuando no era lo esperado) le lleva a una maraña de malentendidos. Este mecanismo literario, que no es un deus ex-machina pues Wharton construye cada situación social o personal con un esmero exquisito, sucede de manera más elegante en La edad de la inocencia, en la que cada acontecimiento que se interponía entre el héroe y su felicidad era en realidad una noticia de una ineludible obligación familiar que caía sobre Newland como una sentencia, pero de manera aparentemente casual.

Pero La casa de la alegría es una novela más dura, porque la protagonista, tras ser utilizada por otra dama de la alta sociedad por cuitas con ella imposibles de explicar aquí, es expulsada del grupo. Su proscripción hace que inmediatamente no pueda resolver su necesidad de encontrar un buen matrimonio ni así resolver sus deudas, y además el desprestigio alcanza al hecho de resultar desheredada por parte de su tía. Lily, tras un intervalo en un entorno artístico bohemio (que también había en la edad de la inocencia) se ve obligada a trabajar manualmente. Cosa que le resulta no ya penosa, sino inalcanzable: directamente no está preparada.


En la ópera, de rojo intenso, entre pretendientes

Alrededor del drama que se va cerniendo sobre Lily sucede, por supuesto, un retrato entre lúcido y demoledor de una sociedad adinerada cuyo mundo está cambiando sin que acabe de entenderlo. Lily Bart no es el único personaje femenino independiente y soltero que aparece; las obras sociales en que se ayuda a mujeres en situación precaria son también objeto de la extraña caridad de la propia Lily. Y los personajes masculinos cuya fortuna (y no siempre, con frecuencia es solo el dinero para pagar unos gastos desmesurados) procede del trabajo burgués (las leyes, las finanzas) son varios. Dinero y posición social son los valores claramente destacados en el libro como importantes para esta clase, y los sentimientos están sometidos a ellos de manera inmisericorde. Y los anhelos de la propia protagonista son esos mismos de manera inevitable: no ha conocido otra cosa, aspira a completarse alcanzando su objetivo.

Wharton es una autora muy inteligente: entre otros valores, está el ser consciente de que la espiral descendente en la que va hundiendo a su heroína, y la continua angustia a que esta se encuentra sometida, impiden el uso continuado de la ironía socarrona que en La edad de la inocencia es mucho más común y frecuente para burla del puritanismo social, aunque desde luego algún apunte hay. Otro ejemplo: en una fiesta clave en medio del libro, los personajes deciden realizar para amenizar la velada una representación de ‘tableaux vivants’; Lily es la única que aparece representada sola en su propio tableau, representando a Ceres como alegoría del verano según un cuadro de Watteau, con maquillaje y vestido especialmente espectaculares. El destino de mujer inalcanzable que le espera con semejante metáfora es parejo al impacto que la visión de esta mujer así mostrada por su propia elección causa entre hombres, solteros y casados, que asisten a la fiesta. Finalmente: las alusiones a la supervivencia, a las estrategias de caza, a los fetiches y libros ‘Americana’ de costumbres del país, y las escasísimas ternura y solidaridad de los personajes masculinos que sin embargo compiten ferozmente (con educación exquisita eso sí) por la combinación de acciones, finanzas y mujeres, aunque sean como amantes, revela una tensión subterránea entre darwinismo social y feminismo que es intelectualmente muy estimulante al avanzar en el libro.

Otra joya.

Edith Wharton


24 de julio de 2025

Einbahnstrasse

 


Walter Benjamin tiene el aura ganada de pensador mítico. Influye desde luego su final (se suicidó después de no poder entrar en España por Portbou en 1940 mientras huía del nazismo, y ya sabemos que en muchos autores la muerte genera un carácter sobre la obra), su carácter ecléctico como intelectual, y su relación con multitud de pensadores y artistas de su época. Sus reflexiones estéticas son con frecuencia citadas y su labor como crítico literario muy reconocida, lo cual no es común.

Tal vez por falta de una gran obra general, los escritos de Benjamin son cortos, y Calle de sentido único va más allá recogiendo aforismos, visiones breves e irónicas cargadas de sentido poético de la vida, los objetos y el arte, en un volumen que se publicó en 1928. Muchas de sus reflexiones son en efecto brillantes, objeto de un buen subrayado, pero a las que el formato general del libro impide un desarrollo más profundo y apetecible. En ese sentido el texto resulta frustrante. Pero, qué duda cabe, de momentos estupendos. Por poner ejemplos:

“El trabajo en una buena prosa abarca tres niveles: Uno musical, en el que se la compone; uno arquitectónico, en el que se la construye; finalmente, uno textil, donde se la trama y urde”.

“La escritura, que había encontrado asilo en el libro impreso, donde llevaba una existencia autónoma, sede implacablemente arrastrada a la calle por los anuncios publicitarios y sometida a las brutales heteronomías del caos económico. Esta es la severa escuela donde adquiere su nueva forma”.

“Habla, si quieres, de lo que llevas escrito, pero no se lo leas a nadie mientras el trabajo está en curso. Toda satisfacción que te procures de ese modo frenará tu ritmo”

“Grados de la redacción: pensamiento - estilo – escritura. Pasar a limpio tiene sentido porque la atención ya solo se centra en la caligrafía. El pensamiento mata la inspiración, el estilo ata al pensamiento, la escritura recompensa el estilo”

“La polémica genuina trata un libro con el mismo cariño con que el caníbal cocina un lactante”

Resultan también irónicos sus apuntes contra la crítica, que él practicaba, y su texto sobre la inflación en Weimar, que, bajo el título de Panorama imperial, contiene algunos errores de análisis económico achacables a que como intelectual destacado debía pensar que podía opinar  sobre todo. Triunfa mucho más en el reflejo de los pequeños momentos y objetos vitales (Filatelia, dedicado a los sellos, es una joya). Pero, poco a poco, según avanza la lectura, uno va dejando los subrayados. También influye que acaba pesando el uso continuado de metáforas y situaciones de género, que por mucho que debamos situar en la época, son de abundancia sorprendente y con frecuencia cosificadora, especialmente si hablamos de un pensador lúcido del siglo XX y cercano al marxismo.

En fin, tal vez el libro 'fácil' para iniciarse en Benjamin no sea la mejor idea. En casa está aún Infancia berlinesa hacia mil novecientos, en esta misma colección tan bien editada de Periférica. Veremos.


Walter Benjamin en 1928, según su foto recogida en Wikipedia

 

16 de julio de 2025

El malestar en la cultura

 


Dicen los estudios sobre Freud que El malestar en la cultura es uno de sus ensayos más asequibles, aunque sean abundantes varios de sus en ocasiones complejos conceptos principales; en otras ocasiones resulta un autor algo abstruso, pero éste es ciertamente un texto ágil y asequible. En este volumen, el ensayo se acompaña de algunos textos más, de interés diverso.

El malestar del título y la cultura del título no son exactamente lo que pudieran parecer. Para Freud, la cultura es la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales, y que sirven para dos fines: (1) proteger al hombre contra la naturaleza y (2) regular las relaciones de los hombres entre sí. El malestar es generado por la cultura al hombre, ya que esta coarta sus instintos más agresivos para permitirle precisamente organizarse mejor para su supervivencia, lo que incluye también tener relaciones cuando menos no agresivas hacia sus congéneres. Las relaciones humanas son una de las tres causas de la miseria del hombre, y, frente a las otras dos - la decadencia del cuerpo y el poder de la naturaleza - nos resulta menos admisible.

Freud se dedica a intentar discernir los factores de la evolución de la cultura, tarea que considera exorbitante de por sí. Los primeros actos culturales pudieron ser el empleo de herramientas, la dominación del fuego, o la construcción de habitáculos, en lo que supone defenderse de la naturaleza y preservarnos. Pero en lo que concierne a relaciones sociales, el establecimiento del derecho es el resultado final de la justicia como primer requisito cultural. Al derecho todos contribuyen sacrificando sus instintos para no dejar a nadie a merced de la fuerza bruta. Y, por supuesto, desde la prehistoria hay constancia del hábito de crear familias, que para Freud se constituyen como primeros auxiliares del individuo, pero también por necesidad de satisfacción sexual. Genital, dice él. Se atempera también con ello la periodicidad orgánica del proceso sexual, pero no su influencia psíquica. Y aquí reside el interés de Freud, el conflicto del amor/libido y la cultura, que toman intereses distintos y así aparecen los conflictos: (1) la familia no quiere desprenderse de sus miembros, hecho que se inicia en la adolescencia por ritos de pubertad y de iniciación; (2) las mujeres ejercen una influencia dilatoria y conservadora opuesta a la corriente cultural por representar los intereses de la familia; y (3) el hombre está más dotado para sublimar sus instintos, pero debe distribuir su libido y la que consume culturalmente le sustrae de sus deberes de padre y esposo.

La ampliación del círculo de acción de la cultura restringe la vida sexual: elimina la sexualidad infantil, restringe el objeto sexual al sexo contrario, prohíbe las satisfacciones extragenitales, legitima únicamente la monogamia, y concibe la vida sexual como instrumento exclusivo de la reproducción. Pero es que, además, la cultura también utiliza lazos libidinales (recordemos que para Freud la libido es al amor lo que el hambre a la alimentación) para ligar mutuamente a los miembros de la comunidad y evitar la agresividad presente en las disposiciones intuitivas del individuo, tendencias cuya satisfacción no es fácilmente renunciable, como muestra el narcisismo de las pequeñas diferencias que Freud, y cualquiera, observa en comunidades pequeñas e incluso emparentadas, las que con frecuencia más se combaten entre sí. Freud además parece indicar que con la escritura del ensayo ha 'descubierto' que también el 'yo' puede estar impregnado a la vez de instintos libidinosos (narcisismo) y agresivos hacia el propio 'yo'. Freud postula el sentimiento de culpabilidad: un 'superyo' severo asume la función de conciencia y ataca al ‘yo’ con la amenaza de castigos (fundamentalmente, el miedo a la pérdida del amor de los demás y por tanto de la capacidad de supervivencia).

Confieso: encuentro fascinantes estas argumentaciones de anhelo descriptivo del insigne vienés. En este texto la definición de términos nuevos no resulta farragosa, si bien es cierto que especialmente en su segunda parte aparece su denostado por aparentemente obsesivo pansexualismo, que he obviado en este resumen. Carlos Gómez niega esta acusación en la introducción del libro: si Freud opina que los trastornos alimentarios son de menor interés en su trabajo es porque normalmente están más cerca de ser puramente instintivos, y, por eso, para resolverlos, no puede recurrirse a la represión, que es su objeto principal de estudio. El ensayo es un ejemplo de su aproximación no moralista a estas temáticas, pero no contiene experimentación u observación empírica, como otros trabajos suyos. Aunque su aplicación del método científico y las condiciones para establecer teorías están cuando menos discutidas, y hay quien prefiere verle como un filósofo especulativo interesado en la psicología. Pero, por otro lado, su observación es lúcida, penetrante, y diría que honesta a la hora de dar lugar a un sistema coherente.

Del resto de ensayos del volumen, relacionado con El malestar en la cultura, me ha gustado mucho Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, en el que estudia cómo los soldados de la Primera Guerra Mundial consiguen desatar su instinto de agresividad largamente reprimido por las imposiciones culturales al encontrarse en el frente y en situación de guerra, y se pregunta por cómo será su regreso a casa y, por ello, a la necesaria represión de la vida social sin violencia. Es un texto de treinta páginas que, aunque basado en sus conceptos, se antoja atemporal y perfectamente válido en sus premisas incluso hoy mismo.

El volumen contiene también varios textos bajo un epígrafe llamado 'Metapsicología', donde relectura y profundización parecen necesarias para la comprensión de las teorías sobre los instintos, la represión o el inconsciente. Sin embargo, un ensayo titulado La aflicción y la melancolía aúna veinte páginas de nuevo especialmente brillantes sobre las diferencias de origen, desarrollo y resolución de estos dos conflictos de pérdida (de alguien cercano por fallecimiento en la aflicción, o por ruptura amorosa o al menos libidinal en la melancolía) donde especulaciones y resoluciones son más mundanos y diría que incluso prácticos. No olvidemos nunca que, en última instancia, Freud era un médico interesado en curar a sus pacientes.


8 de julio de 2025

Los viejos estoicos nunca mueren



De hecho, los viejos estoicos parecen más vivos que nunca. Protagonistas de reediciones de sus textos, de libros monográficos, de conferencias, ejemplos para unos tiempos en que la interpretación de sus teorías parece por momentos interesada, o, cuando menos, un tanto reducida a parte de sus consignas éticas reinterpretadas desde el individualismo postmoderno. No es el caso de este libro, El estoicismo romano, dedicado no a dar recetas directas sobre la vida de hoy sino al estudio de los grandes representantes de esa corriente del pensamiento: Séneca, estudiado por Javier Gomá; Epicteto, por Carlos García Gual; y Marco Aurelio, por David Hernández de la Fuente. Publicado por Arpa Editorial, el libro es el resultado por escrito de tres conferencias previamente ofrecidas por cada autor en la Fundación March. La aproximación es especialmente sensible a avatares biográficos de cada autor en relación con el desarrollo de su pensamiento dentro de su propio devenir personal.

El estoicismo romano es la etapa final de esta escuela en la filosofía antigua, y la penúltima de esta filosofía antigua cuando se estudia como conjunto, aunque se desarrollaría por personajes como el consejero de un emperador e incluso un mismísimo emperador. A estas alturas de esta corriente filosófica, y bajo el poder absoluto de los emperadores romanos, la práctica filosófica había perdido gran parte de su capacidad política, y estos autores tampoco se muestran especialmente interesados por las patas de la Lógica y la Física que tan relevantes fueron para los estoicos primeros a la hora de apuntalar su visión cósmica completa. De Séneca a Marco Aurelio no es que hayan olvidado poner a la naturaleza en el centro de todo principio, norma o decisión, pero el Logos y su discusión no es omnipresente. Los consejos para proceder en las situaciones de la vida, el consuelo ofrecido cuando la fortuna no sonríe, incluso las instrucciones para una vida resignadamente feliz, ocuparon su interés.


De los tres filósofos, Séneca es probablemente el más discutido por la pluma del autor de su estudio. No es que no le colme de buenos elogios, pues empieza su texto con un decálogo de los notabilísimos méritos del filósofo que le convierten ‘en un gigante’. Pero Gomá coincide con otros estudiosos de la obra de Séneca al mostrar la contradicción de su pensamiento moral con su servicio durante años a Nerón, con el que hizo inmensa fortuna, y al que buscó influir positivamente con sus consejos sobre la clemencia a practicar por el emperador, pero al cual no discutió cuando empezó con las crueldades de su etapa final, sino que consintió callando y mirando a otro lado. Él, que era autor de un corpus ético ya relevante cuando le encargan ser el tutor del joven Nerón. Entre esto y el desapego emocional, interpretable desde un rigorismo extremo de resignación estoica, con el que Séneca responde a las necesidades de consuelo de una madre marcando la futilidad de la vida, lo inútil de la misma, o la oportunidad dada por la naturaleza de resignarse sabiamente a su designio, molesta profundamente a Gomá, que se reconcilia, sin embargo, en la época final de Séneca con las Cartas a Lucilio, y al que siempre le reconoce la fuerza emocional y la pulsión dramática que impone a sus escritos.


El menos discutible de los estoicos romanos es sin duda Epicteto, que frente a sus dos ilustres compañeros de escuela no tuvo aspiraciones ni momentos de poder político: era un esclavo liberto que fundó su propia escuela de filosofía y que nunca escribió nada. García Gual hace un retrato amable en que el momento clave en que, sin queja, se dejó fracturar una pierna y quedó cojo de por vida, es especialmente subrayado como aplicación de la libre aceptación estoica de lo que en la naturaleza nos proporciona y por tanto nos conviene. El momento sirve para definir una vida dedicada a la enseñanza, que permite además a García Gual dar pinceladas sobre el estoicismo como enseñanza que nos extraña y fascina a la par. Sólo sobreviven textos escritos por sus alumnos, y se sospecha que existieron clases y disertaciones sobre lógica y física, pero, o no se escribieron o no se conservaron.


Para mí, personalmente, Marco Aurelio es el personaje de perfil más fascinante de los tres. Emperador de dos décadas turbulentas, escribía para su propio consumo unos textos melancólicos que rebosan sentimientos agotados de un mundo trágico y absurdo, abogando por un retiro interior y una aceptación resignada de lo que la naturaleza traiga. Su contradicción es aún mayor, si cabe, que la de Séneca. Y su vida es un debate entre su pulsión filosófica y su formación para alcanzar la cabeza del Imperio, algo que aceptó como inevitable y, estoicamente, dado por la naturaleza. David Hernández de la Fuente también se aferra a un episodio biográfico muy peculiar: el sueño que tuvo siendo adolescente la noche anterior a ser nombrado heredero, en el que sus hombros eran de marfil, frágiles, pero parecía que aguantaban, con la mala salud de hierro de los enfermos que también le caracterizó. Marco Aurelio ordenó campañas bélicas cruentas a la par que fue un hombre de familia - algo a lo que los estoicos suelen recomendar desapego, y de ahí parte del enfado de Gomá con el primer Séneca - y un joven bondadoso e inteligente. Para Hernández de la Fuente, este "emperador de marfil" es un filósofo de sinceridad total, pues era inconcebible que el emperador publicara sus Meditaciones, y ahí reside una fuerza interna que apela en sus humanos consejos a todas las épocas y oficios. Pero, por otro lado, si incluso el emperador de Roma, todavía en el siglo II después de Cristo, muestra este desapego por el mundo y este desánimo para el que receta el retiro interior, pero en el que no es imposible leer también un fracaso de la humanidad en el que vida social y política no tienen sentido, ¿que quedará si no pedir un rescate, una luz, una guía, a nuestra alma por parte de lo más alto?

Los tres textos se benefician a mi entender de la agilidad del lenguaje oral del que proceden, la conferencia previa, y fluyen con ritmo y gran claridad expositiva. Mantienen también una coherencia estructural y completan un libro que no es académico en sí, pero resultaría muy útil como tal.

Bueno. Aquí las consecuencias del libro, que ya están en casa: