Llego al primer Mujica Lainez que leo por un camino inesperado: en vez de caer en la lectura de Bomarzo, obra tan resonante, me encontré con Manucho en la antología del Canon de la literatura gay en español, de Augusto F. Prieto, donde se recoge Los ídolos, su primera novela publicada después de algunas colecciones de relatos. Pertenece a su etapa de novelas porteñas.
En cierto modo, se nota que el escritor se maneja bien en
formatos cortos, al menos en esa parte inicial de su carrera. Los ídolos
consta de tres partes bien diferenciadas y bastante autónomas, con finales
dramáticos internos propios de cada una, aunque tienen una lógica narrativa en
continuidad en el conjunto. El desencadenante es un poemario titulado
precisamente Los ídolos, escrito por el poeta Lucio Sansilvestre, y que
la tía Duma regala a su sobrino nieto Gustavo en su adolescencia. El narrador
es el mejor amigo de Gustavo, y ambos caen rendidos y fascinados ante los
poemas de Sansilvestre, que aprenden de memoria y les obsesionan y leen
continuamente. Gustavo pertenece a una familia noble venida a menos, cuya
matriarca fría, impertérrita y etérea es la mencionada Duma. La familia del
narrador, que apenas aparece, pues este pasa gran parte de la novela en las
casas de la familia de Gustavo, es de clase media, y la creciente amistad
preocupa a la madre, que se encarga de que ambos muchachos estudien carreras
diferentes y así se separen en sus caminos vitales. El narrador será médico.
Gustavo, con su obsesión sobre Sansilvestre en aumento, se dedicará a escribir.
A su familia esa obsesión no le es extraña: dos tías se dedican a algo tan inabarcable
como replicar el tapiz de Bayeux sin más utilidad que llenar sus horas, y un
hermano de Duma lleva toda la vida escribiendo páginas y páginas de una inabarcable
biografía de Juana de Arco.
Los amigos, que pasan veranos juntos mientras son chicos en
el castillo de la tía Duma, se separan físicamente, pero años después coinciden
casualmente, pero nada menos que en Stratford Upon Avon. El narrador está en
Europa por trabajo y ha viajado a ver una obra de Shakespeare en unos días
libres. Gustavo ha encontrado que cerca de Stratford Upon Avon, en Warwick,
vive el mismísimo Lucio Sansilvestre que le obsesionó de adolescente, y que
nunca volvió a publicar nada tras el éxito y reconocimiento enorme de Los
ídolos. Está cas recluido y apartado del mundo. Los dos amigos
reencontrados deciden visitarle, juntos, al día siguiente...
Mujica Lainez dispone de un vocabulario exquisito, un
manierismo controlado y un conocimiento amplio de su campo de trabajo, cruzando
la fascinación de su narrador de clase media con la conciencia de la decadencia
de una clase social. La musicalidad de la prosa es envolvente, y la trama, un
conjunto de idolatría sin espiral, está completamente adornada de subtextos
diversos. El narrador vive arrobado por Gustavo (con quien se prometió una
amistad que nunca terminaría), Gustavo lo hace por Sansilvestre (o por la idea
que se ha construido de Sansilvestre, tal vez), que a su vez lo hace por un
amigo joven poeta que tuvo y murió. Encontrarse en la ciudad de Shakespeare
tampoco suena gratuito: un autor de autoría discutida, con personajes con
inversiones sexuales y de género en sus obras. Otros detalles: un retrato de la
tía Duma, que cuelga de varias paredes durante la novela y aparenta cierta
maldición, trae ecos de Dorian Gray, cuyo autor, un dandy retratista de lo
decadente de su tiempo, comparte espíritu con Mujica Lainez (que también se
casó, también tuvo hijos, y nunca obvió su querencia por jóvenes con quienes de
continuo se hacía acompañar). ¿Más? El hermano soltero de Duma, que tiene su
propio arrobamiento en otra figura equivoca (Juana de Arco), se llama
Sebastián, reflejo de un martirio propio y de representación homófila cultural.
Todo esto, y más detalles imposibles de consignar, otorgan a esta narración el
derecho a figurar en el canon de Prieto que mencionamos arriba. Pero todo este
uso de referencias sutilmente homosexuales deviene en un tono irónico en sus
dobles lecturas, que no se alejan del aparente tema central, sino que
simplemente ayudan a su desarrollo.
Como lectura, el primer episodio, que sucede fundamentalmente en Europa, resulta fascinante e hipnótico, que es así mismo la propia sensación del narrador tanto al ser capaz de conocer al escritor cuyos poemas llenaron su juventud como al ir recibiendo después las cartas de Gustavo, que permanece en Warwick mientras el narrador debe continuar viaje por Europa. En el segundo la historia se centra en Duma, como señora que aún vive en un mundo perdido pero que constituye el ídolo propio de todo el clan. La hipnosis literaria aquí se va reduciendo, pues el absurdo de la decadencia social que refleja la historia impone poco a poco su poder. Ambos capítulos, no obstante, tienen un cierre evasivo, algo dado al enigma, a lo que no es ni podría ser nunca explicable: encontrar las motivaciones últimas del ser humano. El tercer capítulo resulta algo disonante; el narrador se fascina de nuevo con un miembro de la familia, una sobrina natural de Gustavo, y reflexiona introspectivamente sobre todo lo vivido con una familia que no es la suya, pero a la que siempre regresa. Si bien estilo y forma siguen siendo exquisitos, sucede que la introspección sirve apenas para subrayar lo que ya era claro, y dejar en bandeja de plata, eso sí, un final espléndido sobre la añoranza de los tiempos en que teníamos ídolos. Parece, así lo cuenta Prieto, que inicialmente sólo existía el primer relato, y que el editor pidió a Manuel Mujica Lainez que alargara el asunto y llegara por fin a una novela.
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