Construir una novela de obsesiones literarias a partir de la repetición de tres o cuatro lugares comunes es un ejercicio de desfachatez que sólo puede resolverse con gran maestría. Enrique Vila-Matas en Dublinesca la alcanza por momentos, gracias a esa capacidad metaliteraria para la asociación de imágenes y palabras. Pero, también es cierto, que debe controlar el tamaño de sus ‘juguetes’, para que el juego no aburra. De todo hay en Dublinesca, la historia de Riba, un editor jubilado que cree ser el último editor puro de la que denomina ‘galaxia Gutenberg’, a la que quiere simbólicamente enterrar en un Bloomsday a celebrar con varios amigos editores en Dublín. La galaxia Gutenberg es un feliz término acuñado por Marshall McLuhan que hoy en día da nombre a una editorial barcelonesa vinculada al Círculo de Lectores.
Al anochecer siempre queremos tener a alguien cerca
¡Nada importante se hizo sin entusiasmo!
Estas tres frases son los principales lugares comunes que VM repite y reparte en la historia de Riba (tan aplicables a la psicología personal como a la gestión de recursos humanos de una empresa). El escritor despliega su consabido juego de referencias, pero el resultado, con usar mimbres parecidos, es mucho menos fresco que en París no se acaba nunca. Curiosamente, Riba (que admite en un momento de la novela que no quiere ser protagonista de episodios novelescos), repite de continuo la necesidad de dar un ‘salto inglés’, pasar de la literatura francesa a la anglosajona, de Rimbaud y Proust a Joyce y Beckett, del París de Duras y Hemingway al Dublín de Wilde y Stoker. El mismo salto que obviamente da VM de París no se acaba nunca a Dublinesca tal vez sufra por varios motivos. Las peripecias nostálgicas del joven de París no son tan sostenibles en comedia como el crepúsculo de un editor símbolo de tiempos a punto de olvidarse. También parece que VM ‘respeta’ o, incluso, le produce más extrañamiento la severidad religiosa y existencial de los grandes autores irlandeses frente a la cercanía paródica que le suponen los autores franceses y su deliciosa impostura. Tampoco las épocas de cada novela son las mismas, de los esperanzados sesenta a esta década desencantada… Finalmente, el propio VM busca un tono sombrío, pues la lluvia constante y el perseguido ambiente apocalíptico no cesan en la historia, con su parábola obvia permanente a lo largo del texto. Así, un libro que empieza fascinante en sus previsiones y pretensiones, consigue ponerse algo pesado al llegar a su clímax en Dublín, con su largo Bloomsday y su epílogo vacacional; la lectura, no obstante, puede seguirse como si el lector estuviera en un baile de fantasmas que habitan en la mente de Riba, y dejarse fluir los sentidos en un curioso duermevela. El registro de VM es el habitual: literario, autorreferencial, y homenajeador de héroes literarios a través de la ironía. VM ha hecho un arte de sus lecturas y su ‘aprendizaje’ literario, pero no siempre le sale perfecto.
Estas tres frases son los principales lugares comunes que VM repite y reparte en la historia de Riba (tan aplicables a la psicología personal como a la gestión de recursos humanos de una empresa). El escritor despliega su consabido juego de referencias, pero el resultado, con usar mimbres parecidos, es mucho menos fresco que en París no se acaba nunca. Curiosamente, Riba (que admite en un momento de la novela que no quiere ser protagonista de episodios novelescos), repite de continuo la necesidad de dar un ‘salto inglés’, pasar de la literatura francesa a la anglosajona, de Rimbaud y Proust a Joyce y Beckett, del París de Duras y Hemingway al Dublín de Wilde y Stoker. El mismo salto que obviamente da VM de París no se acaba nunca a Dublinesca tal vez sufra por varios motivos. Las peripecias nostálgicas del joven de París no son tan sostenibles en comedia como el crepúsculo de un editor símbolo de tiempos a punto de olvidarse. También parece que VM ‘respeta’ o, incluso, le produce más extrañamiento la severidad religiosa y existencial de los grandes autores irlandeses frente a la cercanía paródica que le suponen los autores franceses y su deliciosa impostura. Tampoco las épocas de cada novela son las mismas, de los esperanzados sesenta a esta década desencantada… Finalmente, el propio VM busca un tono sombrío, pues la lluvia constante y el perseguido ambiente apocalíptico no cesan en la historia, con su parábola obvia permanente a lo largo del texto. Así, un libro que empieza fascinante en sus previsiones y pretensiones, consigue ponerse algo pesado al llegar a su clímax en Dublín, con su largo Bloomsday y su epílogo vacacional; la lectura, no obstante, puede seguirse como si el lector estuviera en un baile de fantasmas que habitan en la mente de Riba, y dejarse fluir los sentidos en un curioso duermevela. El registro de VM es el habitual: literario, autorreferencial, y homenajeador de héroes literarios a través de la ironía. VM ha hecho un arte de sus lecturas y su ‘aprendizaje’ literario, pero no siempre le sale perfecto.