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31 de enero de 2017

NeoDorian


Imagino que revisitar Dorian Gray una vez terminados sus derechos era demasiada tentación. Yo la tendría, probablemente con otros clásicos a los que una visión gay daría una lectura al menos distinta, no necesariamente más crítica o hábil que el original. Pero no con Dorian, que ya tiene el subtexto, la lectura, y el autor/mártir, y que es un libro de resultado casi sublime. ¿Qué necesidad?


¿Hay obra sublime sin musa adecuada? ¿Puede la de Wilde haber sido la mayor lucidez de la historia del arte respecto a su musa?

Pero en fin, metidos en harina, puede hacerse mejor o peor. Dorian, de Will Self, está publicado en 2002 aunque ambientada especialmente en los ochenta, y utiliza como metáfora el SIDA para acelerar la destrucción del entorno del protagonista, un muchacho malvado que se dedica a diseminar el virus a todo personaje que se le cruce mientras permanece inalterado a cambio de que las cintas que contienen grabado su cuerpo a los veinte años en una videoinstalación denominada Cathode Narcissus almacenen no ya el rastro de sus maldades morales sino obviamente el de la enfermedad desarrollada. Y… yo creo que tal vez por la época, o por la borrachera de la escritura, Self no se da cuenta de la comparación moral que realmente encierra esta premisa y que probablemente requiere que el escritor aclare su mirada real hacia el enfermo de SIDA (sólo comparado con un Henry Wotton postcínico y tecnologizado). Hay otras ideas que acompañan el cambio de los tiempos: cierta mención que a veces parece que se va a profundizar en ella, como la de la criogenización, la posibilidad de que a Self se le acabara la fuerza de la metáfora por la aparición de los retrovirales, apenas mencionados…


El retrato de Dorian Gray, de Albert Lewin, adaptación estupenda de la novela de Oscar Wilde. En el cuadro, Hurd Hatfield

Tal vez la mueca que se me dibujaba ante el significado de la trama narrativa me impidió disfrutar de sintaxis o estructura. Es verdad que Self a veces alcanza imágenes de cierta garra, pero también que está subyugado por una alta cultura anglosajona donde dominan el dinero, el clasismo y la agilidad dialéctica, de la que no consigue separarse ni dejar de empatzar, de modo que su fugaz brillantez resulta un tanto vacua. La novela se permite además un epílogo con relectura de todo lo anterior que tampoco ensalza lo aparentemente conseguido. Tal vez, quién sabe, hace quince años, cuando la perspectiva sobre la epidemia era menor, cuando la presión estigmatizadora también dentro de la comunidad gay era mayor, su mirada un tanto desde la torre de marfil de la pobre homosociedad adinerada de Londres tenía más fuerza. Hoy, al menos, no me ha convencido, y le he visto más arrugas morales, más achaques en sus páginas, que las del video de su personaje. Igual debería haber dejado el libro en la estantería una década más, por si se convertía en cenizas.


Will Self por Colin McPherson (vía)