Hay pocas posibilidades de leer un libre tan metagermánico como éste: Thomas Mann, autor años después de Doktor Faustus, fabula sobre una visita a principios del siglo XIX de Carlota Kestner, la mujer real de la que Goethe se enamoró y que le rechazó. Este desplante fue inspiración de su ‘Las penas del joven Werther’, que terminaba con el suicidio de su protagonista. Con Werther convertida en leyenda fundacional del espíritu alemán, y su protagonista femenina en personaje famoso y adorado, Carlota viaja ya viuda a Weimar con la excusa de ver a su hermana, que reside allí, y el objeto claro de visitar a su antiguo admirador, que disfruta de su reconocimiento de gloria de las letras germanas en la ciudad. El momento no es específicamente tranquilo, pues están recién terminados los vaivenes de las guerras napoleónicas, que dejaron su huella en la ciudad dividiendo en bandos a sus habitantes, y por el paso continuo de soldados en dirección a Rusia o lo contrario.
Los dos temas principales de Carlota en Weimar, que no suele citarse entre las grandes de Mann, son la fama y el genio, si bien Alemania y su Zeitgeist sobrevuelan todo el texto. Es importante recordar que Mann escribe en 1939, cuando ya está exiliado del régimen nazi y viviendo fuera del universo germánico, de cuyo final -el verdadero final de la época nacionalista romántica- es uno de sus epítomes artísticos más representativos, junto a probablemente Richard Strauss.
La llegada de Carlota Kestner a Weimar impacta enormemente en la ciudad, informada por el indiscreto portero del hospedaje en que se aloja junto a su hija. Su salida para visitar a su familia se retrasa porque debe permanecer en sus habitaciones recibiendo a diferentes personas distinguidas de la ciudad: una peculiar socialité retratista, la hermana de Arthur Schopenhauer, o el propio hijo de Goethe. Capítulos de decenas de páginas recogen estos diálogos, una técnica que Mann domina con maestría, y donde se vierten su pensamiento y obsesiones. Carlota no entiende ni comparte que sea relevante esta fama suya, que permite a Mann reflexionar de manera última sobre la fama que ya le asediaba a él, pero también sobre la familia y los hijos (“raro es que los hijos de un gran hombre pasen a la posteridad”, toda una declaración en la que probablemente miraba con condescendencia a sus propios hijos Klaus o Erika), sobre el peso de la experiencia, y, por supuesto, sobre lo germánico: los personajes alrededor de Carlota afirman lo excelente de que el pueblo adore el mito nacional que Carlota representa como ‘estrella de la vida espiritual’. Carlota resulta la más lúcida en subrayar la grosería de tanta curiosidad. Mann es irónico con la destrucción de lo germánico por Napoleón o los invasores de épocas anteriores, aunque no es capaz de liberarse de todos sus esencialismos, como ya hará en Doktor Faustus. Como ejemplo está el subrayado de la línea cultural del helenismo al parecer heredado por Alemania en exclusiva.
Poco a poco, tras el impacto del encierro de Carlota al inicio de su visita (que parece el de una estrella en el plató de un reality), la centralidad del discurso en las conversaciones va virando de Carlota a Goethe, de la fama al genio y su misterio, de los asuntos de corazón, negocio y filiación en la ciudad al carácter y presencia de Goethe en la misma, que lógicamente Mann abraza en todo su potencial. Crea expectación haciendo que Goethe no aparezca hasta llevar 300 páginas de novela; el genio fundador de la cultura germánica sufre el juicio de los jóvenes (que ya consideran que Werther no les representa: “el tiempo es el que es irrespetuoso, al abandonar lo viejo y producir lo nuevo”), o bien es definido como un misterio que multiplica el conocimiento pero que resulta indescifrable, aunque haya que reconocerle un irracional derecho regio. Es Carlota de nuevo quien pone los pies en el suelo recordando cómo sus propias obligaciones y compromisos (los de ella) forzaron al genio a abandonar sus presuntos derechos sobre la mujer, aunque Goethe los romantizara literariamente en su obra con el suicidio victimista de Werther que él mismo no cometió. Mann no obstante no deja de mirarse en el genio anterior al suyo propio, y su solidaridad deja perlas implacables como ésta: “El instrumento más adecuado para vencer por sí mismo las dificultades, y disolverlas, es, sin duda, el talento poético, la confesión poética, con la que se espiritualiza el recuerdo convirtiéndolo en una obra permanente y admirable”. Que sirve a modo de resumen de la propia obra de Mann.
Finalmente, Mann termina la novela con dos grandes capítulos
y un epílogo necesarios: un día de Goethe narrado por sí mismo, con sus
caprichosos despertar, comportarse con servicio e hijo, y pensar libremente en cierto batiburrillo
de conciencia que parece irónico si pensamos en que un autor extremadamente
controlado y estructurado como Mann es quien escribe este caos mental y
libérrimo en que a Goethe se le estremece el elitismo (“multitud y cultura son
cosas que no riman”), se le encrespa el ánimo (“es un poco tonto hablar consigo
mismo, y la juventud es una edad tonta a la que eso se acomoda, pero más tarde
ya no”), o se le desborda la vanidad (“soy de la madera de los que han sido
tallados por Dios”). El segundo capítulo es una cena social en casa de Goethe
en la que Carlota es una invitada más a aun acto de pleitesía ciudadana al
genio en que las contradicciones de este son reflejadas en sus diálogos, formas
y posición social. El libro concluye con un diálogo final privado entre Carlota
y Goethe, en que Carlota expresa por fin el sacrificio que habría sido vivir
junto a él, donde toda persona se convierte en víctima infeliz. Goethe por
supuesto mitifica estos sacrificios de quienes le rodean en aras de la belleza
superior.
Y con ello cierra Mann esta genial pieza de cámara, aparente
divertimento de exquisita escritura, protagonizado por una vez por una mujer no
idealizada ni romantizada sino plenamente realista (aunque Mann reserva unos
entusiasmos habituales en él a un efébico soldado herido), y en que arte, vida,
patria y cultura se entretejen de maravilla, especialmente en las primeras 300
páginas de banales cotilleos y crónica social, trufadas de valentía literaria y
premonitorio análisis del poder no tan superficial de la fama.