18 de diciembre de 2011

Hombres de costumbres


Este ha sido mi primer acercamiento a Cees Nooteboom, escritor al que he llegado sin prejuicios, sabiendo sólo que es otro de esos eternos candidatos al Nobel, y que es holandés. Luego he leído en las redes que es existencialista, paneuropeísta, hispanista, toda una ensalada de ismos varios.

Nooteboom, de serlo, es un existencialista tardío. Nacido en 1933, tiene edad suficiente para haber vivido los principales horrores del siglo XX y haber desarrollado la angustia existencial básica del movimiento que tuvo sus epígonos en Camus y Sartre bien entrados el siglo. Rituales, publicado en 1980, recoge la vida de tres personajes en tres episodios desarrollados en torno a Inni Wintrop, el principal de estos personajes. El primero está ambientado en 1963 y cuenta el vacío personal de Inni por la ruptura con su mujer, y es un magnífico relato del miedo al fracaso personal (que además empieza con una frase que parece homenaje a Camus). El segundo, 10 años antes, muestra cómo en su juventud Inni Wintrop  recibió la ayuda de Arnold Taads, un prohombre solitario, arrogante, ex-amante de una familiar de Inni, ateo feroz misántropo y ermitaño, que se refugia con su perro en una casona alejada de todo. El tercer episodio viaja a 1973  y narra el encuentro fortuito de Inni con Philip Taads, el hijo de Arnold, que vive en pleno Amsterdam una vida de absoluto retiro zen que sólo rompe para ir a contemplar viejos cuencos japoneses a una tienda de antigüedades.

Cuenco japonés, vía.

Con la distancia que da el tiempo y aún a riesgo de expresarme mal, diré que el existencialismo me parece una filosofía necesaria pero algo adolescente. Es fascinante su lucidez para mostrar los problemas de nuestra soledad cósmica y de la pasión inútil que vivimos, y la creo útil para ayudar a construir una moral individual que supere los errores interesados de las prácticas religiosas colectivas. Pero el impacto sobre el alma (post)adolescente puede ser grande y, en mi opinión, debe superarse para no caer en una concepción equivocada de la vida, que acabe en una solución personal con que todo existencialista de pro coquetea: el suicidio. Los existencialistas como Camus y, si me apuran, incluso Woody Allen, también predican la confianza en el hombre concreto para superar la angustiosa ausencia filosófica de Dios. Yo no sé cómo me sentarían ahora aquellas lecturas de juventud. Esos Dostoievski, Hesse, Unamuno o Kierkegaard que se asoman al vacío con lucidez y valentía. Pero las recuerdo como obras clarividentes, y, hasta cierto punto, plenas de pasión desgarrada.

Existe en el libro erudición sobre el origen de los diferentes tipos de cuenco japonés (vía)

En Rituales encuentro por momentos ese tono, aunque tiendo a pensar más en las frustraciones de la postmodernidad burguesa que en el horror de vivir en sí. Al libro tal vez le pesan algo las teorías que lo dirigen. La conversación entre Arnold Taads y el obispo, con Inni de fondo, sobre la existencia de Dios aporta más por la referencia a La montaña mágica que porque la historia la necesite. Pero la extraña alucinación de la ceremonia del té en un holandés retraído refleja literariamente con brillantez un momento de quietud del alma en que sí encuentro la sombra de la angustia en la ficción. Ahora bien, la capacidad del existencialismo para reflejar lo más frío de nuestra sociedad me sigue deslumbrando, como cuando el protagonista siente el escalofrío de la separación asumiendo que caso de seguir juntos también acabarían separados al enfermar y morir malcuidados en hospitales por enfermeras aún no nacidas.

El paneuropeísmo se le nota a Nooteboom en el rico subtexto cultural (que por otro lado se presenta con ligereza), en las referencias sutiles, y en una buena observación psicológica de algunos personajes secundarios. De hispanismo no he notado nada, aunque veo que entre sus obras de referencia está una titulada El desvío a Santiago, que tal vez intente en un futuro.

Cees Nooteboom (vía)


3 de diciembre de 2011

Cuidado con Paloma



Cuando muchos años después de la emisión de la serie de televisión que protagonizara Silvia Munt pisé por primera vez, en el barrio de Gràcia, la Plaça del Diamant, me sorprendió su discreción, que no respondía a mi mito infantil de teleserie que no podía ver. A Silvia Munt el personaje de Colometa le marcó durante tiempo, cosa lógica en época de canal único, y en un momento (1981) en que la producción audiovisual española no trataba aún la guerra civil y la postguerra con la profusión posterior. Siempre tuve esta novela de Mercè Rodoreda entre las lecturas pendientes, y por fin le encontré un hueco.

Una discreta plaza barcelonesa, vía mundofotos

La Plaza del Diamante merece el prestigio crítico que la precede, pues es un estupendo compendio de personajes, lugares y situaciones que permite mil análisis apasionantes, que, sin embargo, se ocultan bajo una narrativa fluida, el monólogo interior de un personaje frágil y resignado a lo largo del siglo XX en Barcelona. Y, sin embargo, yo creo que algunos de los lugares comunes sobre esta novela no son tales: por ejemplo, la ambientación en Barcelona no me parece tan fundamental (dicho sea con el atrevimiento de haberla leído en un idioma que no es su catalán original). La plaza del título apenas aparece en el baile inicial en que Colometa conoce a Quimet, y en el capítulo final. Y aunque la historia rara vez se aleja del barrio, yo creo que Gràcia no es esencial para entender el libro. Tal vez la traducción haga perder algo este sentido, pero en Colometa y su Gràcia no me resulta extraño ver a mujeres de la generación de mi abuela y el barrio de Rekalde en Bilbao, por poner un ejemplo.

Silvia Munt como la protagonista en la serie/película de Françesc Betriú, vía el festival de cine español de Nantes

Más allá de eso, incluso diría que la ambientación histórica tampoco es tan fundamental. Supongo que esto resulta más discutible, pues la Guerra Civil y las divisiones social y familiar que supusieron son barreras que la vida pone a Colometa para que su combinación mágica de resignación e ingenuidad las supere. Aparentes resignación e ingenuidad, claro, pues el diseño del personaje y sobre todo de su lenguaje es un trabajo excepcional que hace parecer a Colometa a veces una sabia estoica, a veces una sinsorga muy limitada. La guerra es un contexto necesario que Rodoreda usa para perfilar un entorno enloquecido que afecte profundamente la capacidad de supervivencia de su personaje. Ahora bien, ¿son esenciales los acontecimientos de esa guerra? Más allá de lo que supone que se trata de una guerra civil que la protagonista no entiende –o no quiere entender- y que su marido milita en el bando perdedor –dato que sí es importante-, pienso que no. En la visión que no me atrevo a llamar del todo naturalista (o costumbrista, o realista) de Colometa puede haber aromas de lo español de esa guerra, que dan verosimilitud a libro y protagonista, pero el mundo del personaje se sobrepone a ellos claramente de manera intencionada y universaliza la propuesta.

Un animal que representa la paz. Un animal que lo ensucia todo.

Colometa en realidad se llama Natalia, y tras el baile en la plaza fatídica se hace amiga de Quimet, un ebanista egoísta y aficionado (malo) a la colombofilia. Quimet encerrará a su mujer como hará con las palomas que decide malcriar en su terraza. Y Natalia, que se deja cambiar el nombre, encerrarse, engañarse, preñarse, etc… y sólo se queja interiormente de no haber tenido madre que le aconseje. Cuando llega la guerra y Quimet marcha al frente, ella tiene que quedarse en la ciudad y afrontar el hambre con dos niños a su cargo.

Aunque existe intención metafórica en muchos pasajes (esa Colometa puede ser el zarandeado pueblo español, huérfano, aplastado y dispuesto a matar a sus hijos por desesperación) y el retrato social está presente, en realidad es el lenguaje que revela la psicología de Colometa el logro extraordinario del libro. No sé si estamos ante una recuperación lingüística como las de Delibes, pero el manejo sutil del doble sentido, la ironía soterrada, y el fluir natural de los hechos vitales que Rodoreda entreteje magistralmente con los pensamientos de alguien que aparentemente no piensa demuestran que además de conocer muy bien las condiciones de su narración, la autora es capaz de superarlas y simplificarlas (y esto no es fácil), para dejar que sean la sombra que explique la vida de una mujer concreta.


Mercè Rodoreda, vía biografías y vidas