25 de septiembre de 2017

La tierra para quien la trabaja


Levantado del suelo es una novela de José Saramago publicada en 1980, que precede a sus obras más conocidas, y que supuso su primer éxito editorial. Es una novela de corte realista y apegada al miserabilismo, que decidí leer durante un viaje de verano a Portugal este año a la misma región en que se desarrolla, el Alentejo. He sido lector bastante fiel de Saramago, aunque no conste en este blog, ya que hace más de diez años que no había tenido un libro suyo entre manos. Sucedía que en efecto había prácticamente terminado toda su obra principal y que alguno de sus últimos libros daban la sensación de una fórmula no diré agotada pero sí necesitada del mayor vigor de sus obras cumbre. 

Alentejo, azul y amarillo (vía)

El tema y los hechos narrados sobre todo en la primera parte de Levantado del suelo recuerdan al lector español al tremendismo que se extendió por gran parte de la literatura española de la postguerra y parte del desarrollismo, de Cela a Delibes, donde un destino cruel y determinista de pobreza, ignorancia y sumisión a los latifundistas, que aparentemente no tiene salida y se eterniza durante décadas, atenaza las vidas de los habitantes de los pequeños pueblos alejados de las ciudades. Pero, en el caso de Levantado del suelo, en la novela va apareciendo y desarrollándose una conciencia política y sindical por parte de los personajes, que se materializa en acción contra el poder, la debida reacción posterior mediante detenciones, torturas y cárcel, para terminar con las consecuencias del final de la dictadura portuguesa y la reforma agraria portuguesa, una moderada colectivización de la tierra en el Alentejo de finales de los setenta que finalmente acabó derogada. La Historia dialéctica, pues, aparece en la historia costumbrista, para romperla y otorgar poder y dignidad a los parias de la tierra. Esta segunda parte no existe en el tremendismo español porque éste en general se escribe antes del final de la dictadura española y, obviamente, no se lo puede permitir (Delibes por ejemplo escribió Los santos inocentes en 1981, y ahí el punto de vista crítico del narrador resulta más evidente; la novela no llega a la democracia y no puede tener el final feliz de Levantado del suelo, pero al menos el opresor recibe su merecido moral además de físico y no es sólo una fuerza invencible).

El reconocible estilo de Saramago está gozosamente presente en el texto, con una maravillosa brillantez y fluidez narrativas: la inserción de los diálogos en el párrafo sin líneas específicas, su aparentemente sencilla mezcla de voces narrativas -del narrador omnisciente al monólogo interior-, el uso de figuras sencillas como la reiteración irónica, la precisión de lugares y psicologías, y, especialmente, la ternura con que el autor comprende –creo que conseguida con la combinación de voces narrativas- a sus criaturas incluso en los casos más miserables, consiguen una inmersión algo alucinada del lector en una historia que no es precisamente novedosa, aunque probablemente resultó muy necesaria para el autor como forma de despegar a otros relatos en los que siguió usando este peculiar estilo literario. De hecho, la principal diferencia frente a la obra más conocida de Saramago, toda ella posterior a Levantado del suelo, es la ausencia de una parábola de carácter fantástico que muestre, desde el inicio de la trama, la condición humana, histórica o actual, bajo el prisma social y político de Saramago, un comunista de corte humanista.

Reconozco que el final optimista de una novela de esta temática me ha resultado esperanzador, a pesar de convertirse en una historia de tesis con un final que en realidad la historia portuguesa no corrobora. Pero la comparación con las novelas que retratan mundos similares en la literatura española me suponía una sombra importante que la segunda parte borra por completo. Que la novela encuentre el equilibrio del buenismo ideológico frente al uso del tremendismo es digno de un narrador con el genio preparado para arquitecturas más complejas. 



 
José Saramago (vía)




10 de septiembre de 2017

En el país de los Soviets


Svetlana Aleksiévich ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015, y fue entonces masivamente traducida al castellano, e inmediatamente supimos de ella y de sus escritos sobre los desastres del final de la era soviética. Su libro más reciente al recibir el Premio era éste que traigo hoy aquí, El fin del ‘Homo sovieticus’, publicado en 2013, y que al parecer emplea la misma técnica periodístico-literaria que en toda su obra anterior: recoger testimonios personales de personas que vivieron determinados acontecimientos y a partir de ahí construir a través de ese conjunto literario una visión del asunto bajo estudio: la guerra, la industria soviética, Chernóbil, el fin de la URSS, etc…


Sabía que Aleksiévich era periodista, pero no que sus libros consistían en este tipo de relatos recogidos, historias de vida, o incluso novelas orales, en el que, por así decir, el esfuerzo de la documentación parece incluso superado por el del seguimiento y obtención de testimonios. Comprobar que las voces del libro no son en sí las de Aleksiévich me hizo ser escéptico ante el carácter de un premio dedicado a una carrera de creación literaria. Pero obviamente este escepticismo inicial parte de una reserva algo reaccionaria ante las nuevas formas de literatura que debemos considerar. Y la sola sospecha de que Aleksiévich no es voz presente y original en el texto fue ridícula por mi parte y la lectura del volumen así lo desmiente: existe una estructura no subrayada que articula los testimonios, que mantienen también cierta homogeneidad lingüística (que supongo es potenciada por la imprescindible traducción que no puede captar modismos generacionales o geográficos) que consigue que cada testigo individual no pierda su voz única, pero sin que la lectura global sea incoherente, deslavazada, o desoriente al lector. Al contrario.


Aunque el libro no lo sigue estrictamente, existe una cierta cronología de acontecimientos en las referencias de cada historia recogida y unida al relato común. También una cierta clasificación de problemas engarzados que conectan los relatos y permiten que los que el lector encuentra avanzado el libro sean más seguibles, incluso apetecibles, que los iniciales, en principio más cercanos a noticias que en su día todos pudimos seguir por los medios. Y Aleksiévich permite, por supuesto, un anecdotario generalmente emocional en cada entrevista que ayuda a fijar la psicología de cada personaje y actúa como fuga del drama generalizado retratado.


El fin del ‘Homo sovieticus’ tiene dos partes principales. La primera se dedica a la caída del régimen soviético en el segundo semestre de 1991, pero a partir del hecho en sí, los testigos hablan necesariamente del pasado. La añoranza de la patria que los nostálgicos dan por perdida tras lo que consideran traición de Gorbachov se centra sobre todo en la IIGM y la salvación de la nación ante la invasión alemana; también por supuesto en el logro de haber conseguido imponer la en 1991 recién perdida ideología comunista y en la obligación de su pervivencia hasta el punto claramente ideologizado de que los perseguidos y enviados al gulag no rechazan en gran medida al régimen, sino que consideran que sus equivocaciones –las deportaciones injustas- no emanaban del liderazgo de Stalin, al que creían engañado por la burocracia del estado/partido. Este estaba corrupto y todos lo admitían, pero no haber sido engañados en dicha construcción ideológica o nacional. Lamentan haber dejado atrás un mundo en que los parias de la tierra lograron al fin su dignidad, o una educación que primaba la lectura y la discusión, disculpando casi siempre el precio a pagar por millones de ellos o culpando a los demás. Aunque el internacionalismo comunista no les importa demasiado: el peso de la patria resulta sorprendentemente fuerte en la construcción sentimental de la pérdida que les desampara, y la narración de horrores superados se realiza en función de un valor mayor que el de su vida como individuos. Aunque cada ejemplo particular en general suela desmentirlo con los hechos, con, por ejemplo, la frecuencia de las delaciones interesadas o envidiosas a vecinos, amigos e incluso familiares.


La segunda parte se dedica a la vida en la nueva Rusia, la que definitivamente desmantela al homo soviéticus. La percepción del gobierno de Yeltsin como un desastre que desmonta los valores de la etapa anterior y convierte al dinero en el principal valor del país en apenas unos meses supone una gran frustración para la mayoría de los testigos. Tampoco los nuevos ricos, también voces orales del libro, resultan especialmente felices, refugiados en la autocomplacencia egoísta de un capitalismo frenético y desbordado en lucha frenética continua, pero sufriendo el miedo de la corrupción política arbitraria que ellos mismos ejercen. Aparecen datos inesperados, como la percepción de que el campo sigue manteniendo valores y formas soviéticas mientras que las ciudades se someten al más feroz mercado, con los más jóvenes emigrando en masa ante la facilidad aparente de vivir una vida más cómoda y con sus mayores no entendiendo los nuevos ritmos de vida ni la explotación de los viejos símbolos nacionales, un día sagrados y ahora objeto de negocio a diferentes niveles. Las diferentes guerras en las repúblicas periféricas, el envío de soldados a las mismas, los horrores del pasado de nuevo cometidos en ellas, o la inmigración ilegal interior y su represión en Moscú completan un panorama que asoma su sombra al presente…


El resultado es un retrato apasionante, quiero pensar que preciso, de un país terrible, muy poco cohesionado y de múltiples contradicciones, que no ha encontrado un relato común constructivo, pero en el que sus habitantes han sido educados en una dureza tremenda que gustan de practicar tanto en el juicio verbal realizado en privado como en el seguimiento a las corrientes del poder, sin capacidad para crear una sociedad de auténticos derechos civiles, o para que una mínima moral del individuo y sus derechos prevalezca. La impresión obtenida es cruel, siempre trágica, incluso tétrica, y la tentación es pensar que el conjunto de sistemas que las diferentes revoluciones han impuesto a sus habitantes es una red de trampas contra los propios habitantes que estos mismos incluso conscientemente gustan muchas veces de alimentar incluso sufriéndolas... No, El fin del ‘Homo soviéticus’ no es un libro edificante; no muestra una salida posible que pudiera dar esperanza, sino que más bien es un retrato de miseria humana engarzado y practicado en una parte demasiado importante del mundo, en el que hablar de las inefables características del alma rusa lleva a la desazón y las lágrimas. Y, en cierto modo, sólo el valor literario del libro permite respirar algo al terminarlo, aunque no he podido alimentar las ganas de leer más obras de la autora, al menos en breve.

(Aquí y aquí algunas indicaciones simples y encontradas sin más en la web de cómo ejecutar la metodología de la historia de vida en las ciencias sociales)

Svetlana Aleksiévich, fotografiada por Elke Weltzig (vía)