La cabeza a pájaros es una biografía novelada de la
familia de su autora, Marta Fernández Muro, actriz de varias películas clave
allá por la transición, que ha devenido en avezada narradora. Depositaria
de la memoria de varias mujeres de su familia, la autora comienza su relato
desde su edad actual, al trasladarse a vivir cerca del piso en que creció, y
rememorar cómo su bisabuelo llegó a la ciudad y supo trabajar bien y hacer
dinero con una tienda de perfumería que dio de comer y disfrutar a varias
generaciones de la familia. La épica de la familia Romero no se aleja de la de
cualquier familiar bien instalada en el siglo XX español, pero no se trata de
los hechos en sí, convencionales en general, como del tono, estructura y
subtexto del libro.
Es facilón, pero me resulta inevitable pensar que el tono
tierno, con toques de ingenuidad, para hablar de la combinación de personajes estrictos
y tarambana de la familia, encaja bien con la imagen que recuerdo de las
interpretaciones características de Marta Fernández Muro, cuya carrera interpretativa
reciente no conozco. Más allá de este prejuicio, sobre la novela revolotea una
gozosa mirada ligera, en la que Fernández Muro, niña en los últimos capítulos,
parece incluso estar físicamente mirando entre sus tíos, abuelos y bisabuelos
cuando aún no ha nacido. Es un acercamiento muy adecuado, porque evita el
ajuste de cuentas típico de determinada literatura del yo, y porque, ternura
mediante, permite al lector asombrarse con los hechos y detalles a la par que
la narradora, y empatizar así con los personajes.
El presente se apunta brevemente en el inicio y final de la
novela, y se puntea en algunos momentos, pero la trama central del libro sigue
la línea desde sus bisabuelos hasta Marta a través sobre todo de su abuela y su
madre, con su abuelo y su padre casi como personajes invitados. Hay una
retahíla enorme de tíos, tías, primos y primas, y la demora en las peripecias
de cada tí@ abuel@ detiene también el tiempo en una época agotada. Como saga
familiar de un grupo realmente numeroso, las desapariciones y muertes van
acompasando el relato y haciendo fronteras entre los cambios de vida y época.
El servicio de esta familia bien sirve a lo largo del tiempo como contrapunto
de realidad a unas protagonistas un tanto encerradas en sus familias y casas.
Evita la autora hablar de lo que podría ser su faceta más reconocible por el
público, su trabajo de actriz, y cierra el relato familiar en su primera
juventud, cuando ya puede salir de su casa.
Y es que las casas, los dos pisos de Madrid en que vive la
familia más la casa en El Escorial, son los grandes escenarios de la novela, y
Marta Fernández Muro las describe con detalle e incluso mimo. La casa es zona
de seguridad y a la vez el escenario de un encierro. Tal es así que una mudanza
entre los pisos de la Carrera de San Jerónimo y San Agustín es una cuidadísima
pieza de aventura descrita con finura psicológica admirable. También los
escasos episodios en el exterior (la madre en Biarritz durante la Guerra Civil,
o las vacaciones en un Benidorm primitivo) son contrapuntos de una vida un
tanto ensimismada. Aunque entre tantos personajes caben muchos perfiles, la
línea principal de mujeres españolas, creyentes y familiares, cuidadoras, pero
también alegres, firmes, pero también resignadas, que lleva de la bisabuela a
la niña, se asienta en el hogar que crean, que es acogedor y ningunea a quien
lo abandona (que en general desaparece del hilo narrativo). No existen
interpretaciones subrayadas en el libro a estas lecturas, pero pueden buscarse
con facilidad en el país, en su historia, y sus mujeres. He leído en algún
sitio que la novela es galdosiana, y puedo entenderlo, porque añade además a
estos elementos la vida regalada de varios personajes que actúan un tanto como
los rentistas, o incluso los funcionarios, de Galdós.
En cualquier caso, lo sorprendente podría ser el aire
galdosiano desprovisto de la trascendencia con que igual le leemos ahora. El
donaire con que la autora supera la Guerra Civil y el contexto de postguerra
son un buen ejemplo. La cabeza a pájaros se lee con una sonrisa dibujada
de reconocimiento tanto en las peripecias concretas como en una literatura que,
aun con todo el sabor de un talento atento al detalle físico y psicológico,
sabe esquivar tanto la gravedad como la frivolidad.