19 de junio de 2023

Libre albedrío y todo lo demás

 


Compórtate, este libro del neurobiólogo Robert Sapolsky, mejor libro de ciencia de 2017 según los mayores periódicos estadounidenses, se subtitula La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos, y aspira exactamente a describir TODA esa biología. Lo hace de manera prolija, redundante, con sentido del humor que personalmente comparto poco, y grandísimas dosis de conocimiento y análisis. Son casi mil páginas de lectura.

El principal atractivo del libro para mí es su estructura hacia atrás, un método regresivo en el que en lugar de narrar o descubrir cómo se gesta un comportamiento determinado desde un principio, el autor opta por describir que sucede en el cuerpo desde el momento anterior a un comportamiento determinado (irremediablemente con frecuencia el ejemplo es un acto violento, pero es válido para comportamientos de consecuencias menores), a los segundos o minutos antes, horas o días antes, días a meses, en la adolescencia, en la cuna, en el útero, siendo un óvulo, y... de siglos a milenios antes. Todo esto permite al autor repasar las diferentes estructuras orgánicas y biológicas que influyen en el comportamiento humano con cierta agilidad narrativa. Pasar de la neurobiología en sí, con la descripción de los órganos cerebrales, sus funciones y tamaño, a la función de los neurotransmisores, de las hormonas, del proceso de crecimiento, del entorno social, familiar y educativo, de la genética y la evolución, y, cuando la biología del individuo en sí se termina, de la cultura y el entorno. En ningún caso se trata de compartimentos estancos, sino que el autor con frecuencia remite a capítulos anteriores y posteriores en relación al objeto de estudio concreto en un capítulo determinado, y va tejiendo así la dificultad de las respuestas que busca dado el entrecruzamiento de los factores.

Compórtate está lleno de bibliografía de estudios sobre el comportamiento, y esto, que se reparte a lo largo de todo el libro, es uno de sus aspectos más disfrutables, porque son verdaderamente variados y peculiares. Algunos ejemplos:

- estudios que demuestran que la violencia de género aumenta cuando hay fútbol y el equipo del maltratador pierde

- que demuestran que aquellas áreas donde el aborto no es legal, las tasas de violencia aumentan (debido a que los niños no queridos lo son por condiciones que dificultan una crianza saludable)

- que los niños expuestos a violencia (también en medios de comunicación y películas) muestran más agresividad sólo si es que ya tienen tendencia a ello, aunque otros factores lo puedan atenuar. Pero si en su entorno hay malnutrición, pobreza o falta de cariño paterno, esa agresividad se dispara si existe predisposición.

- que la testosterona se relaciona con mayor agresividad sólo si existe tendencia a ello y cuando esta agresividad es la forma supuesta de solucionar una situación. Sin embargo, no hay relación entre una testosterona alta y un individuo violento

- que sentimos más empatía cuando un miembro de nuestra raza o etnia es atacado, y bastante menos cuando es alguien de otra raza o etnia

- que los padres (hombres) aparcan las hormonas que favorecen la agresividad cuando sus parejas dan a luz, lo que ayuda a activar en sus cerebros que deben considerar adorables a sus recién nacidos.

- que…. Bueno, atención al texto sobre las personas transgénero, que queda literal tal y como lo recoge la traducción:

"Sorprendentemente, los estudios han examinado cerebros de individuos transgénero, concentrándose en regiones cerebrales que, por término medio, difieren en tamaño entre hombres y mujeres. Y sistemáticamente, a pesar de la dirección deseada del cambio de sexo y, de hecho, a pesar de si la persona ya había sufrido ese cambio de sexo, las regiones cerebrales dimórficas en los individuos transgénero parecían del sexo que siempre habían sentido ser, no de su sexo "real". En otras palabras, no es que los individuos transgénero piensen que son de un género diferente del que realmente son. Es más exacto decir que están atrapados en cuerpos de un sexo diferente del que realmente son.”

- que entre una "madre" artificial de felpa sin biberón y una "madre" artificial de alambre con un biberón lleno, un cachorro de mono prefiere acurrucarse contra la madre de felpa y pasar en ella las horas. Eso sí, va a comer a la madre de alambre.

- que es muy habitual que los estudios sobre gemelos y adoptados, que tienen que ver con la influencia de los genes o del ambiente en el comportamiento, estén sesgados, casi siempre a favor de exagerar la importancia de los genes. Por ejemplo, obviar el ambiente prenatal que depende fundamentalmente de la madre y resulta en compartir más rasgos con la madre biológica que con la de adopción resulta en enaltecer la importancia de los genes, cuando en realidad es también ambiente o entorno.

- que la fascinante genética del comportamiento y el estudio de la interacción gen-ambiente frente a la exclusividad de la genética molecular indica que los genes son casi irrelevantes para el desarrollo cognitivo si creces en la miseria, pero son muy importantes si lo haces en un entorno adinerado. O los genes no importan mucho en tu disposición al consumo de alcohol en sujetos religiosos, y lo es más en sujetos no religiosos... No podemos decir qué "hace" un gen, sino sólo qué hace en el ambiente en que ha sido estudiado.

- que existe una distinción entre culturas individualistas y colectivistas (que se hace curiosa para un europeo), que puede ejemplarizarse confrontando un modelo especialmente norteamericano con otro asiático. Por ejemplo, mediante la simpleza de tests para destacar uno u otro comportamiento, por ejemplo: un pez que se separa de los demás peces en un acuario, ¿es un líder o el pez con quien nadie quiere jugar? Al elegir dos categorías de tres definiciones como mono-oso-plátano o guante-bufanda-mano, los individualistas escogen más las relaciones de identidad mono-oso o guante-bufanda que las de utilidad mono-plátano o guante-mano. La relación de estos fenómenos con la ecología, el modelo de producción y la cultura son también fascinantes y está estudiada. La agricultura como colectivista (en el caso de Oriente, la necesidad del colectivo para el cultivo del arroz y sus necesidades), y el pastoreo como individualista. Y encima está estudiado genéticamente en relación a la prevalencia de un receptor de la dopamina cuya incidencia varía entre una recepción nula en países como China, Japón, Taiwán o Camboya, y elevadísimas entre los ancestros de los nativos americanos, que fueron capaces de pasar en estrecho de Bering y llegar al Cono Sur.

En fin, la lista es inabarcable, e incluye aún más aspectos de interés estudiados por neurocientíficos y sociobiólogos de manera continuada: la selección natural conseguida/perseguida mediante selección individual, selección por parentesco, selección por altruismo recíproco, y la selección nueva de grupo -ejemplo de que Sapolski extiende siempre su estudio a lo social o colectivo-; el estudio de la violencia en los cazadores recolectores y las confusiones extraídas de la comparación con las tribus aún en ese estado; la polémica sociobiológica sobre si los cambios genéticos son graduales o se producen en el marco de revoluciones genéticas... O, por terminar esta serie, la neurobiología de la conformidad y la obediencia a partir de los experimentos de Asch, Milgram y Zimbardo (este último es el famosísimo experimento de la cárcel de Stanford).

Entre las conclusiones más relevantes que el libro quiere dejar claras está que los factores biológicos, psicológicos y culturales están totalmente entrelazados a la hora de estudiar el comportamiento; que la genética no explica todo o nada sin el ambiente, y al revés, lógicamente, que es otra forma de explicarlo (además del binomio filosófico naturaleza-cultura, aquí puede entreverse también el principio de incertidumbre); y que, aunque el libre albedrío no existe para el autor -sería tremendo dedicar mil páginas y cientos de estudios que trabajan en cómo contrariar el libre albedrío para llegar a la conclusión contraria-, su definición es tan inmensamente compleja que nunca seremos capaces de sumar todos los factores participantes en una decisión individual determinada. Sapolski no obstante desprecia al conductismo de B. F. Skinner: nunca seremos capaces de aislar tanto cada experimento en sus variables, y el laboratorio no es el sitio único para ello, aunque solo sea porque los entornos son múltiples, su influencia decisiva, y nunca viviremos sólo y solos en laboratorios.

Como es esperable, el libro suele tener algunas referencias judiciales, que con frecuencia el autor destaca como poco científicas. Ampliar o atenuar condenas usando teorías neurocientíficas sobre el comportamiento suele ser limitado, y Sapolsky no confía en ello para la administración de justicia, aunque esté muy implantado. Probablemente es una obsesión del lector norteamericano, que es el principal destinatario de este libro. Como buena idea del volumen, están los resúmenes al final de cada capítulo, que son directos y apenas les falta un poco de desarrollo para ser una lectura autónoma suficiente. Como mala idea: el índice es reducido, y, sobre todo, no existe un índice de materias, que habría venido muy bien para pescar rápido en este océano de información.

Compórtate me da una impresión muy confiable de su autor, porque no es maximalista y se explica casi siempre con ecuanimidad. La estructura del libro es original e introduce al lector progresivamente en la aventura de las razones del comportamiento sin, aparentemente, dejarse nada, con una bibliografía inmensa, usando lenguaje científico de fondo, pero divulgativo algo insulso de presentación. Pero es también un volumen enorme y agotador en el que parece compendiarse TODO el conocimiento actual (el de 2017) del campo. La sensación es agridulce: supera mucho a otras lecturas directas o indirectas del tema (por ejemplo: Lo que el cerebro nos dice) y a la vez se termina exhausto.


Robert Sapolsky (foto de Linda A. Cicero / Stanford News Service)

5 de junio de 2023

Sin un cielo protector


Mimoun es la primera novela de Rafael Chirbes, y es mi segunda lectura del autor, tras París-Austerlitz, que es su obra póstuma y que podemos considerar última, aunque estuviera escribiéndola desde 1996 hasta 2015, de acuerdo a su nota final en esa novela. Ambos libros tienen un claro parecido, se diría que Chirbes hubiera buscado cerrar un círculo de manera consciente, con obras de otro estilo, tema y tipo de protagonista en el centro de su carrera, aquellas que le dieron fama y premios como Crematorio o En la orilla, sobre todo.

Mimoun se publicó en 1989 y también tiene tintes autobiográficos. Como su protagonista, Chirbes fue un profesor español durante una breve estancia en Marruecos. Manuel, que así se llama el protagonista, se instala en Mimoun, un pueblo junto a Fez, en cuya universidad imparte clases dos días a la semana, y quiere aprovechar el resto del tiempo para escribir. Pero, en realidad, Manuel es un personaje extrañado, definición probablemente aplicable a todos los demás, marroquíes, españoles y algún francés, que pasan por estas páginas. Ese extrañamiento empieza en el párrafo inicial, con la lluvia, inimaginablemente continua y persistente e inesperada en Marruecos, gracias a cuya sensitiva descripción Chirbes nos introduce directamente en un universo sensorial y moral diferente:

El viento se ensañaba con las ramas de los árboles, y las ramas de los árboles, al moverse, torturaban mi imaginación.

Inicialmente, Manuel se aloja con otro español, Francisco, en una casa alejada del pueblo en una colina junto a un morabito, pero que está maldita por la muerte terrible de un inquilino anterior. Francisco y Manuel no congenian. Manuel comienza a frecuentar bares y beber. Conoce algunos marroquíes con los que se emborracha y a veces se acuesta y se va de putas. Se va de la casa. Nunca escribe. Sigue lloviendo. Se ve más o menos secuestrado por uno de sus marroquíes, que se morrea y masturba con él pero que por las noches encierra a Manuel mientras se acuesta con su mujer. Un vecino de Francisco se suicida. Un policía obsesivo e irónico parece comenzar a perseguir a Manuel, que sigue viviendo entre la bebida, el sexo y el extrañamiento.

Mimoun está narrada en castellano en primera persona, pero mantiene en francés todos los diálogos de los personajes que usan este idioma y hablan con Manuel. Es un francés simple que se lee casi siempre sin problema, pero contribuye a mayor desapego del lector. Chirbes parece tener hacia su protagonista (sospechablemente hacia sí mismo) cierto anhelo destructivo. Por supuesto no se cae bien, entiende que no hace bien las cosas, pero el entorno -tal vez como excusa- parece superarle y se confunde con cierto misterio nada exótico: un paisaje destrozado, el alcohol que le obnubila, el sexo que parece practicar desinhibido, pero siempre carente de un mínimo afecto o ternura. La desolación permanente en que Manuel se encuentra es resultado de todo ello, y la fisicidad con que se transmite es inmensa: las frases cortas y lacerantes, los continuados adjetivos de carácter destructivo (embarradas, intransitables, enfermas, etc…) y unas relaciones ásperas, marcadas por la necesidad comprensible en los marroquíes, pues su extrañamiento de origen es hijo de la pobreza y el probable placer en el desconcierto del colono. La incomprensión mutua no acaba nunca. Aquí nadie hace nada lógico, nadie entiende nada, y todos actúan como si una fuerza telúrica superior les dirigiera azarosamente.

Sin duda en estos parámetros el libro está muy bien conseguido y cerrado, en su brevedad y contundencia. Se acerca en ello a París-Austerlitz (parece indudable que el personaje principal es el mismo hombre), aunque su novela de madurez se centra en una relación y su reflexión de dominio, amor y virus. Esto en Mimoun está más compartido, es coral.

Lo que desde luego no se atisba en Mimoun es ninguna visión cultural elitista de las historias de occidentales en Marruecos, sean Paul Bowles, Truman Capote, o los mismos Joe Orton y William S. Burroughs, en general recluidos en Tánger, espacio mítico y multicultural, donde idealizar y exotizar un espacio y población empobrecidos debía ser ‘colonialmente’ sencillo. En Mimoun, en Chirbes, eso no existe, a cambio de un realismo sucio algo tenebrista, impregnado de fluidos y olores y actos concretos, y trufado de tragedia y sueños inexplicables, si bien siempre se puede rascar un inevitable eurocentrismo en la incapacidad de penetrar en las psicologías locales. No es fácil tampoco entender a Manuel en su paso por Mimoun: la transición de su motivación inicial a la autodestrucción a la que se encamina es mínima, arrastrado por la asfixia del entorno, tan bien conseguida.

Rafael Chirbes (foto de Wikipedia)