19 de noviembre de 2009

¡Hija de Sodoma!

Para ser verdaderamente medieval no debiera tener uno cuerpo.
Para ser verdaderamente moderno no debiera tener uno alma.
Para ser verdaderamente griego no debiera tener uno ropa.


‘¡Qué maravilla!’, me dije al saber de una reedición aparentemente decente de las cartas de Oscar Wilde. Un libro que contiene unas 400 misivas de las 1400 que se conservan de él. ¿Y por qué estas expectativas? Porque es difícil leer algo nuevo de la pluma de Oscar, y porque tengo una visión romántica de las cartas. Pero antes de explicarme, un poco de dandismo:

Siempre he creído que un escritor puede dar lo mejor de sí en una carta, cuando conoce perfectamente al receptor de la misma y sabe lo que debe contarle de manera individual y específica. Sería una forma incluso más pura de literatura que la destinada a publicarse, pues no se preocupa por el efecto causado en personas anónimas, sino que conoce de manera personal los resortes del lector. Son las mejores condiciones, aunque no descarto que escritores de renombre ya cuiden sus cartas sabiendo que un día formaran parte de su obra publicada. Obviamente hoy no se escriben cartas; los nostálgicos siempre sospecharemos que el efecto de recibir noticias por carta es superior al del correo electrónico, pero esto no es sino un juicio trasnochado que acabará cuando termine la generación que no conoció los ordenadores desde niños.
Lord Alfred Douglas (‘sé que Jacinto, a quien Apolo amó hasta la locura, fuiste tú en días griegos’)

A finales del siglo XIX, sin embargo, no había otro modo para comunicarse a distancia que el papel y el servicio de correos. Así que la tradición epistolar, además del aura romántica que yo le veo desde este 2009, tenía también un sentido evidentemente práctico.

El volumen Oscar Wilde. Una vida en cartas está editado por el nieto de Oscar, Merlin Holland –quien conserva el apellido que adoptó su madre después del escándalo-, y es un volumen satisfactorio, autobiográfico y sorprendente.

Es satisfactorio porque cumple la expectativa de una literatura por momentos de altísimo nivel, coherente con su autor y su adscripción al movimiento literario esteticista y sus toques de decadentismo del fin de siglo, del que Oscar acabó siendo culmen y epítome trágico. Incluye además las suficientes reflexiones sobre su obra y su vida como para descubrir la bondad de carácter y las motivaciones de sus actos, además de su fascinación por la belleza y la actitud artística.

Es autobiográfico porque nadie como Oscar unió vida y obra, hasta el punto de que su helenismo acabó en la tragedia anunciada que ni siquiera quiso evitar cuando pudo. No tuvo oportunidad por motivos obvios de escribir una autobiografía, de modo que sus cartas son el documento que reflejan de viva letra prácticamente toda su vida, excepto por los huecos dejados por aquellos que las destruyeron en tiempos en que Oscar Wilde era veneno. No hay otro modo de saber cómo fue la cárcel para Oscar, o porque no podía dejar de ver a Lord Alfred Douglas, Bosie, su amante-perdición-mantis, nombre tan indisociable del de Wilde que incluso su nieto opta por una fotografía de ambos en la portada de esta recopilación.
Lord Alfred Douglas (‘Le dejé hacer lo que le pareció. Estaba ciego, era incapaz de juicio. Di un paso fatal. Y ahora… aquí estoy en un banco de mi celda en prisión. En toda tragedia hay un elemento grotesco. Él es el elemento grotesco de la mía (…) Si estas paredes tuvieran eco, se oiría en ellas gritar ‘Idiota’ eternamente’)

Es finalmente, sorprendente, porque las cartas de Wilde revelan que los modos y costumbres cambian, pero que las pasiones y necesidades se revelan siguiendo formatos similares. Oscar escribe a varios interlocutores jóvenes pequeñas cartas aduladoras de su belleza e intelecto y solicita grácil y elegante que le envíen una foto a cambio de la que él ofrece. Vale que no es exactamente Gaydar, pero parece imposible no ver el paralelismo. O bien reflejan un sentido del humor moderno, adulador de la superficialidad de las clases superiores a las que necesitaba pero cuyos modos tradicionales negaba con su vida –y así le fue-, que aúna a la vez vanidad e ironía autocrítica. O, cambiando de tercio, negociaba toda cuestión económica que tuviera que ver con lo que hoy llamaríamos propiedad intelectual y que en aquellos años se basaba en vender sus piezas de literatura o de teatro para conseguir sus ingresos adecuadamente, actividad en la que Oscar fue también brillante y que ni siquiera dejó en sus tiempos en la cárcel o en los años que malvivió al salir de prisión.

Robbie Ross, su supuesto primer amante, estuvo junto a Oscar al morir, y fue su albacea literario

¿Qué puedo añadir? Que la carta que Oscar Wilde escribió al Ministro del Interior desde la cárcel de Reading intentando una mejora de sus condiciones de reclusión es uno de los textos más emotivos que recuerdo, y que me dejó al borde de las lágrimas. Todo el poderío de un escritor sobresaliente puesto al servicio de explicar su situación, manejando la inculpación y la conmiseración de manera magistrales, mostrando arrepentimiento y solicitando piedad con un realismo lírico inigualable.

Wilde es siempre bello, en general muy divertido, en ocasiones sublime, y un gran observador social. No hay obra de él que no me haya convencido. Siempre pueden descifrar su increíble y apasionante vida y obra de la mano de un analista de estetas y modernos tan competente como Luis Antonio de Villena en su breve ensayo Wilde total, que además tiene una estructura a lo Rayuela y contiene los aforismos publicados por Oscar en vida. Lo último que he leído de Wilde, que no conocía aún, es Salomé, en una bellísima edición de Círculo de Lectores, traducida por Pere Gimferrer e inquietantemente ilustrada por Gino Rubert (¿no les recuerda el estilo gráfico? Es lógico, este señor es el autor de las portadas para Lisbeth Salander). La única de sus obras teatrales que fue tragedia definitiva, que escribió en francés, que no pudo ser estrenada en Londres por tener personajes bíblicos como protagonistas, y con varios de cuyos inquietantes versos dejo esta entrada de hoy.
Salomé
No me gustan tus cabellos. Es tu boca la causa de
Mi amor, Iokanaán. Tu boca es como
Una cinta escarlata sobre una torre de marfil.
Como una granada cortada por un cuchillo
De marfil. Las granadas que florecen en los
Jardines de Tiro y son más rojas que las rosas
No son tan rojas como tu boca. El rojo griterío
De las trompetas que anuncian la llegada
De los reyes y amedrentan al enemigo
No es tan rojo como tu boca. Tu boca es
Más roja que los pies de los que
Pisan el vino en los lagares. Es más roja
Que los pies de las palomas que habitan
En los templos y son alimentadas por
los sacerdotes. Es más roja que los pies
del hombre que viene de un bosque donde
ha dado muerte a un león y ha visto tigres dorados.
Tu boca es como una rama de coral
Que han hallado unos pescadores
En el crepúsculo marítimo y que reservan
Para los reyes. Tu boca es como el bermellón
Que los moabitas encuentran en
Las minas de Moab y que les es arrebatado
Por los reyes. Tu boca es como
El arco del rey de los persas, pintado
De bermellón y con cuernos de coral.
Nada en el mundo es tan rojo como tu boca…
Déjame besar tu boca.

Iokanáan
¡Jamás! ¡Hija de Babilonia! ¡Hija de Sodoma! ¡Jamás!

Salomé
Besaré tu boca, Iokanaán. Besaré tu boca.


7 de noviembre de 2009

La monja y el hombre

Quizá cada generación crea que ha llegado a un momento decisivo de la historia, pero nuestros problemas parecen particularmente intratables, y nuestro futuro cada vez más incierto.
Tengo un gran recuerdo de la asignatura de Religión que recibí en el curso de tercero de BUP. Contra todo pronóstico, en lugar de la enésima revisión del catecismo y los clásicos misterios católicos que llevaba estudiando sin renovación desde la infancia (y que dado mi militante agnosticismo adolescente me resultaban puro humo), me encontré con un curso sobre historia de la religión, humanismo cristiano y filosofía moral, en el que interpretábamos textos de Bergson o Teilhard de Chardin, o veíamos el sentido social del cristianismo.

Si ahora retomara mis apuntes de aquel curso seguramente no los entendería, y me parecerían obra de un marciano, apasionado eso sí. Aquel curso de Religión no me devolvió al redil de la Iglesia –que fue fácil dejar completamente al dejar a fin de aquel año escolar el colegio católico en que me eduqué-, pero además de enseñarme que alrededor del cristianismo no todo tenía el negro color que mi juventud le daba, me hizo curioso en el tema, algo que además se aliñaba con los incipientes cursos de filosofía, que todo el mundo veía como inútiles. A mí me dejaron cierto sello, aunque con el tiempo, los estudios, y la dedicación a las ciencias me convirtieron en un aficionado que a veces se da el pego de leer algo de filosofía clásica y siente que, en alguna neurona arriconada, algo crepita.

Y entre estas lecturas, de repente, aparece este libro, La gran transformación, de Karen Armstrong, con portada pelín esotérica. La misma autora requiere parar un poquito, aunque para biografías ya saben ustedes que tienen la wikipedia: ¿un libro escrito por una ex monja? ¿Cuándo he leído algo escrito por una monja, no digamos ya una ex de Dios? Sólo se me ocurren Teresa de Ávila ó Helen Prejean, pero ninguna dejó –o ha dejado- los hábitos a pesar de su activismo. Karen Armstrong se salió de monja, dio clases de literatura y se puso a escribir libros reconocidísimos sobre las tradiciones religiosas, con una visión alejada del centralismo occidental, y con loas agradecidas por parte de las diferentes religiones estudiadas.

La gran transformación es un libro excelente en el que Armstrong estudia con tino el paralelismo en el nacimiento entre hace 2200 y 2900 años de cuatro tradiciones filosógico-religiosas de la antigüedad, centrándose en lo que da en llamar la ‘era axial’, el período en que sabios procedentes de lugares muy diferentes dieron en desarrollar edificios morales de comportamiento ético a partir de distintos puntos de partida. Un comportamiento resumible en una ‘regla de oro’ formulada como ‘no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti’ (y variaciones), válida para construir una vida, pero también un imperio. Resumiendo, estudia las tradiciones religiosas buscando los puntos de unión basados especialmente en la compasión, en lugar de las divisiones generadas por una militancia impuesta por quienes siguieron y sacaron beneficio de aquellos sabios.

Las cuatro tradiciones son la israelí, la griega, la hindú y la china. De un modo u otro, cada zona dio lugar a personalidades sensibles a la maldad, ignorancia y crueldad que observaban a su alrededor, y decidieron responder éticamente. Usaron métodos distintos, bien una meditación que permitiera aprehender el verdadero ego, bien una entrega que buscara la comprensión del contrario, bien una introspección racional que llevara al conocimiento. Y con ello también desarrollaron diferentes teologías, gnoseologías, y formas de experimentar a Dios, que bien podía ser experiencia mística resultado de una vida de sacrificio y devoción, un ser que proclamara su dominio sobre un pueblo y su propia perfección, o un ente utilizado políticamente para mantener la unión de la polis.

La comparación es apasionante: resume con precisión las tareas de Sócrates, Platón, Confucio, Las Tse, el Buda, Jeremías y muchos otros, y, cronológicamente, encuentra los fascinantes espejos en el pensamiento de los sabios así como las diferencias culturales, políticas, sociales y económicas que los separaban. Todo ello ha creado las condiciones de progreso y vida que hoy conocemos y que intuimos en esa noche de los tiempos en que nació cada tradición, por lo que el valor del libro es mayor. Lo encumbra una prosa limpia, matemática en la exactitud racional del discurso comprensible pero sin simplificaciones, que unifica los estilos culturales de los diferentes sabios en una belleza textual interna propia, en un libro final atractivo y muy disfrutable, sí, aunque no se tenga por costumbre leer sobre filosofía o religión.

Absolutamente desbordado por el enorme conocimiento adquirido gracias a la lucidez que la autora muestra y reclama, me da pena saber que olvidaré pronto (esta cabeza no piensa ni recuerda igual de bien que hace años), y me pregunto qué efecto tendría La gran transformación como libro de texto, tanto ahora como en la época en que estudié. Y pienso que, como en todo libro brillante que analice un conflicto complejo, el secreto está en el estilo: poéticamente neutro, pero fascinado por la pasión de los hombres de que habla, el análisis de Armstrong contribuye a dejar un mundo mejor, y a hacer que sus lectores no sólo se diviertan sino que sean conocedores de por qué muchos lucharon por ser mejores personas.

Si no se convencen del todo, pero por otro lado tienen ganas de leer más después de este tochazo y ver si este es uno de mis desparrames habituales, en este blog pueden leer la introducción del libro escrita por su misma autora. No les garantizo que no se enganchen…