14 de agosto de 2011

Santa María de la Ciencia



La vida y obra de los científicos de principios del siglo XX es en general apasionante. Yo empecé a degustarlo como subgénero en la universidad, mientras sus descubrimientos aparecían en diferentes asignaturas de la carrera de Químicas, cuando ideas como el principio de incertidumbre o la dualidad onda-partícula me fascinaban; me parecía obvio que trascendían la ciencia y se acercaban a la filosofía y al arte, y, como deducciones de hombres cuya dedicación y profundidad superaban la falta de medios y tecnología con brillantez teórica y pasión experimental, los creía entre las cumbres del desarrollo humano. Súmenle la aparición de las vanguardias, o la edad de oro de la literatura internacional, y díganme si aquellos años no fueron un descomunal Renacimiento.

Marie Curie era una de aquellas personas, prácticamente la única mujer, y aunque su nombre no se encontraba detrás de ninguna de esas grandes teorías, su aura mítica era indiscutible: era pobre, inmigrante, abnegada, y como mujer no hubiera podido posiblemente desarrollar carrera alguna de no ser por su matrimonio con Pierre Curie, un físico experimental que ejercía de profesor en una escuela mediocre de París en la que los Curie llevaron a cabo sus trabajos principales. Y en esas condiciones, sin permitirle ser académica en Francia, enviudando joven y con dos hijas, ganó dos Premios Nobel, nunca dejó de estudiar y aprender, ayudó personalmente en la Primera Guerra Mundial a la causa francesa con una incipiente unidad móvil de radiología, y viajó por medio mundo, incluyendo una España republicana a la que deseó lo mejor. Su mito superó sin duda a la mujer, y parece ser -y esto decepciona algo-, a la científica.

Una foto casi fantasmal de Albert Einstein y Marie Curie, extraída del magnífico archivo de Emilio Segré 

Este libro se titula Marie Curie y su tiempo y está escrito por José Manuel Sánchez Ron, cuyos artículos de literatura de ciencia y divulgación suelo leer. Es académico de la RAE (que suele ningunear de siempre a la ciencia y tecnología, algo coherente con el país pero absurdo en estos tiempos, que sólo remedia actualmente con Sánchez Ron y Margarita Salas). Hace años leí su apasionante y muy recomendable El poder de la ciencia, una magnífica historia social, económica y política de la ciencia en los siglos XIX y XX. En su libro sobre Marie Curie ha planteado el tema de manera impecable, superando la tentación de una hagiografía imposible dado que la documentación es suficiente para comprobar las zonas grises de Marie Curie (su escasa fuerza teórica, su reivindicación de ideas científicas que en realidad no propuso, la posible exageración de sus méritos para el segundo Nobel), y haciendo un hincapié importante en el su tiempo del título, en el hecho de que los logros de Curie y su familia (descubrimiento de radio y polonio, visión industrial de la radiactividad, desarrollo inmediato de aplicaciones médicas) son indisociables del entorno socio-científico que les rodeaba. Sánchez Ron no tiene además miedo a hablar directa pero comprensiblemente de ciencia, de radiactividad, pues sin entender determinados detalles científicos tampoco es posible entender a quienes ejercen la ciencia.

En algunos de esos detalles se encierran las principales joyas arrancadas por este libro a la historia: la radiactividad, descubierta por estajanovistas como los Curie en un laboratorio lóbrego, pareció condenada siempre a un lugar plebeyo frente al que ocupaba la gran ciencia teórica. O que este campo acercó a la Física y la Química como disciplinas. O como su relación con Paul Langevin se convirtió en un escándalo moral y frenó sus posibilidades de ser académica. O como, en un hecho de ecos proustianos, Marie Curie se dejó la piel en su trabajo, en esos cuadernos de laboratorio que años más tarde, al ser recuperados por sus hijas, enseñaban los rastros de radiactividad donde los dedos de Marie Curie (Sklodowska de soltera) se habían posado décadas atrás…

José Manuel Sánchez Ron, en fotografía de Carlos Múñoz, extraída del Heraldo
 

2 de agosto de 2011

El fotógrafo en la gran ciudad



Hacía mucho tiempo que no leía un libro de historietas recopiladas. Un cómic que no fuera novela gráfica sino una colección de las tiras publicadas diaria o semanalmente en un periódico, forma de publicación que supuso el nacimiento del cómic como arte moderno. Así que puede que Julius Knipl, fotógrafo inmobiliario, sea el primer libro de estas características que leo desde Calvin y Hobbes (y de esto puede hacer 10 años).

Julius Knipl es un judío de oficio absurdo que deambula por una especie de Nueva York llena de pequeños comercios de nombres paradójicos (el puesto de agua de lluvia, el taller de reparaciones de almohadas eléctricas), y con sus dos pequeñas mochilas colgadas y permanentemente encorvado cual Marx (Groucho), es testigo de actos culturales delirantes (el desfile del día del estatismo, el teatro excursionista, excursiones para rescatar barcos), o de la vida de personajes singulares (la amante de los tomates adobados, el virtuoso del radiador, el lector de coches aparcados), sin nunca participar de lleno o involucrarse. El personaje parece arrastrado por un dibujo rápido, incluso histérico, de líneas inclinadas y trazo imperfecto, en lucha con bocadillos de textos surreales. Un tono más burlesco que grotesco preside la función, obvia metáfora del absurdo humano, y broma continuada sobre las ínfulas personales en un mundo urbano cuyo mecanismo infinito se impone siempre al individuo. Abundan las referencias judías (y me imagino que muchas se me escapan), y algo parecido a la nostalgia de una ciudad tal vez más oscura pero menos normalizada.

 El protagonista y las preguntas esenciales (vía repampanos)

La referencia obvia parece Kafka, todas las reseñas que hablan del autor Ben Katchor mencionan al escritor de Praga. Kafka tiene un humor más negro y bordea lo trágico aunque pueda ser absurdo y la ambientación urbana y opresiva de El proceso esté aquí. A mí este cómic me recuerda mucho a La peor banda del mundo, de José Carlos Fernandes, una excelente (y para mi gusto superior) colección de historietas ambientadas en una ciudad europea indeterminada que por momentos se adivina Lisboa o Praga, y que cuenta también con personajes chocantemente centroeuropeos (Sebastian Zorn, Morfeus Gabor, Ignacio Kagel) y de oficios también locos (troquelador de sellos, criptógrafo de segunda clase), cuatro de los cuales tocan música cuando consiguen reunirse tras superar avatares inimaginables.

Julius Knipl, fotógrafo inmobiliario es a veces demasiado críptico, algo impenetrable. Pero la mayoría de las veces es desatadamente divertido, y de una originalidad e inventiva desbordadas. Es una tira que se sigue publicando y que ha dado gran fama a su autor en su país y durante su lectura reconozco haberme inclinado varias veces ante su creatividad. Se ha editado en un bonita edición de Astiberri que respeta el formato original.

Ben Katchor, vía New Jersey Jewish News