Conociendo la figura de Claudio Magris pero no habiendo leído nada de él, tras empezar por Tiempo curvo en Krems, su última y aparentemente testamentaria publicación, me aventuro a decir que he estado obviando a un literato fantástico. Tiempo curvo en Krems, título hipnótico y evocador que recuerda -no sólo ahí- a Bioy Casares, son cinco relatos cortos que juntos apenas llegan a cien páginas, y que narran cinco experiencias de hombres muy mayores que miran o se ven obligados a mirar a su pasado, en el que cosecharon éxitos determinados, cuyo recuerdo se entrelaza con su propia mirada actual, con la fragilidad de la memoria atrofiada, y la añoranza no ya de una juventud, sino de un entendimiento distinto. Lo impactante es la conjunción de miradas con las dobles (o más) referencias temporales, y la indeterminación de la realidad a la que llega, que alcanza su extremo en su episodio central, al que da título el libro, usando lo que me atrevería a llamar narrativa cuántica. Todo ello con densidad emocional e intelectual entrelazadas en un juego de comprensión cósmica de la condición del humano ante la pérdida de las referencias, que sin embargo deviene en una clarividencia que genera un impacto abrumador en el lector.
No es que cada experiencia de cada relato sea especialmente
innovadora: el hombre que se emplea como portero en la empresa que antes le
pertenecía, el que asiste a un rodaje en que un joven actor interpreta al
hombre que fue hace décadas, el que visita a un antiguo alumno de violín que le
admira, son todas tramas de cierto carácter tópico que en un desarrollo más
académico pueden caer fácilmente en lo excesivamente sensible. Pero Magris
mantiene a sus personajes al borde de ese precipicio mediante un particular
tejido de miradas a, e intereses de, una y otra época de la vida. Y
curiosamente alcanza así una emoción que diría racional, sorprendente y
contradictoria, e hija de una inteligencia brillante que sabe usar todos los
mecanismos literarios posibles al servicio de la contención. Magris ha publicado
este libro a los ochenta años de edad, lógicamente es imposible leerlo sin que el
lector proyecte que mira o reinventa sus vidas pasadas con la libertad de quien
sabe que todas las cartas ya han sido repartidas.
En fin, este libro es una joya inesperada y su gloriosa y afilada brevedad exige que una pluma vulgar no se extienda más.