Es sabido que todo el
mundo piensa, siempre, la misma cosa en el mismo instante. En cualquier caso,
siempre hay al menos una persona que tiene la misma idea que uno. Pero siempre
hay uno también que, con la misma idea que los demás, se muestra más paciente,
más metódico, o es más afortunado, más sagaz, menos disperso que Gregor, para
dedicarse exclusivamente a ella y anticiparse a todo el mundo realizándola. Y
ése es el primero que da su nombre a su idea. El que la introduce en el
mercado, el que comercia con ella y el que cobra. En ocasiones puede que ello
tan sólo responda a un nombre. Pongamos el cine, por ejemplo. Lo inventó un
montón de gente al mismo tiempo pero entre ese montón de gente estaban dos
hermanos llamados Lumière. Todo depende de muy poca cosa, verdad, basta una
menudencia: cabe imagina que con semejante nombre no es raro que fueran ellos
los que se llevaron el gato al agua.
Tal sucederá con
Gregor: los demás se apoderarán discretamente de sus ideas, mientras que él se
pasará la vida en ebullición. Pero no se reduce todo a hacer hervir, después es
preciso decantar, filtrar, secar, triturar, moler y analizar. Cuenta, pesa,
separa. Gregor nunca tiene tiempo para dedicarse a todo eso.
No sé bien por qué Echenoz narra la increíble vida de Nikola
Tesla ficcionando su nombre (un tal Gregor es su protagonista) pero manteniendo
el realismo de su época, sus inventos, o los personajes conocidos con que se
cruzó (Edison, Westinghose, J.P. Morgan). En Relámpagos, Gregor es un inventor
visionario y excéntrico, un niño prodigio de las Matemáticas y la Ciencia, que
viaja joven a EE.UU. donde empieza a trabajar
con Edison, quien no quiere adoptar la propuesta de Gregor de sustituir
la peligrosa corriente continua de su invención por la corriente alterna, que
finalmente se impondrá gracias a que Gregor comienza a trabajar con George
Westinghouse. Sin embargo, Gregor nunca se preocupó de asegurar su talento,
mediante patentes bien protegidas o el cumplimiento de los tratos y contratos
con magnates diversos que sacaron mucho beneficio de sus logros a cambio de muy
poco. Bueno, a cambio de pelearse con un hombre solitario hasta la misantropía,
célibe, asocial, maniático, neurótico, y tan visionario como gastador.
En cuanto pudo, Tesla siempre trabajó para su propia compañía (vía)
Echenoz narra años y décadas con celeridad y precisión pero
sin sensación de atropello. Consigue una visión íntima del personaje,
comprensiva e interesante a pesar de que los últimos años de la vida de Gregor
tienen para el autor poco que raspar (aunque no sea del todo cierto). Aprovecha
además un buen anecdotario, desde la invención de la silla eléctrica a causa de
una feroz competencia empresarial hasta el paso por pubs del narigudo banquero
J.P. Morgan, sin olvidar las polémicas de la invención de la radio o el radar,
o los momentos visionarios que ahora, desde nuestra tecnología superior, se nos
muestran reconocidamente pop como la comunicación con los marcianos que Gregor
tuvo entre sus proyectos. Apuntes breves e imbricados, narrados en frases
cortas de lenguaje sencillo, que intiman con la experiencia personal de Gregor
y la imagen exterior del personaje.
El Tannenbaum’s Oyster
está lleno de gente, de humo, de ruidos, de voces, de música mecánica y de
vasos en colisión a la hora punta, mas todo se paraliza cuando aparece el
millonario de todos conocido ya que le precede su nariz legendaria, luminosa y
voluminosa, así como un vehículo con faro giratorio que anuncia un convoy
excepcional. En medio del respetuoso silencio que reina de inmediato, John
Pierpont Morgan se acerca pesadamente a la barra pidiendo dos cervezas con voz
de ogro, y el barman obedece a toda velocidad temblando ligeramente. Acto
seguido, mirando en derredor a la clientela paralizada que hace corro en torno
a él, cada cual sosteniendo respetuosamente el sombrero apoyado con las dos
manos en el pecho, el financiero decide crear un poco de ambiente. Cuando
Morgan bebe –vocifera- todo el mundo bebe.
Ovación: encantados
con la perspectiva, todos los parroquianos se apresuran a pedir por lo menos
una cerveza y se reanudan las conversaciones con las jarras entrechocadas, la
música y todo el resto hasta que John Pierpont Morgan, apurando raudo su jarra,
estampa en la barra una moneda de diez centavos cuyo impacto, de súbito, acalla
el tumulto. Todo se vuelve de nuevo en silencio hacia él, que proyecta sobre la
gente una mirada circular antes de vociferar otra vez. Cuando Morgan paga –se desgañita-,
todo el mundo paga. Seguido de Gregor, se encamina hacia la puerta a paso
rápido, los aterrados clientes se hurgan los bolsillos, la construcción de la
torre puede comenzar.
(ps. Mi amigo Roberto Bartual leyó el libro y lo odió
convenientemente. Escribió una crítica en Factor Crítico y mantuvimos una interesante discusión al respecto).
Jean Echenoz (vía)