Era pertinente ver Tabú, la película de Friedrich W. Murnau, antes de comentar Noche y océano, la novel de Raquel Taranilla que ganó el Biblioteca Breve del año pasado, y en la que Murnau tiene un papel relevante. Bueno, en realidad su cabeza, que es la que lo desencadena todo. La protagonista es Bea, una profesora solitaria de Sociología que vive de alquiler en un caserón destartalado de Barcelona, que decide escribir su relato al conocer que alguien ha robado la cabeza de Murnau de su tumba. Bea sabe quién es el autor de la profanación: un antiguo compañero de alquiler, Quirós, que le impuso su casera, y que vivía obsesionado con realizar un documental sobre Murnau y el rodaje de Tabú en la Polinesia. La noticia, por cierto, es un hecho real.
Murnau como figura y Tabú como película permiten a Taranilla construir un libro no sé si decir polifacético o incluso multidisciplinar, de mil intereses culturales y riquísimo en referencias, que viaja de la apropiación cultural al análisis crítico, parando en la descripción a veces comprensiva a veces irónica de varias miserias humanas. Bea se ve obligada a convivir con Quirós y poco a poco se sumerge en sus obsesiones y en sus toneladas de documentación. Mientras, va definiendo su propio personaje insatisfecho con su trabajo (el desprecio hacia la actividad universitaria es profundo), su vida, su época, y hasta con su propia intelectualidad. Sabemos desde el principio que Quirós ha robado la cabeza del genio (del que el propio Quirós carece), y hay un interés en saber cómo y por qué, pero, más allá de lo remarcable y osado de la acción, y más allá incluso del enjambre de anécdotas y lecturas alrededor de Murnau (sin ser estas menores, dado su carácter y figura), son las opciones estilísticas y dramáticas que la autora escoge y ejecuta las que hacen de Noche y océano un libro tan interesante, tan brillante por momentos, y tan divertido como inteligente.
¿Ejemplos? La cinefilia de Taranilla, su sentido digamos cinéfilo del humor, tan reconocible por cualquiera que lo haya practicado en los límites artísticos en que la autora los ejecuta y que incluyen matices desde el desencanto cínico al detalle enciclopédico. Otro ejemplo, literariamente más curioso, es el uso de los pies de página, que son parte de la ficción del libro, y que contraponen un humor algo más absurdo y desatado que el texto general, y hasta constituyen por momentos una línea literaria distinta a la principal, que resulta natural y que informa de manera indirecta sobre el carácter de la protagonista. He leído luego, no sé dónde, que la autora admira a David Foster Wallace (¿quién no?), y ciertamente por momentos pensé en Hablemos de langostas, algunos de cuyos capítulos alcanzaban el barroquismo retorciendo este recurso. Me gusta mucho también la obsesión de la protagonista con su edad, presente a lo largo de la novela y usado como contrapunto de su ánimo, más bien estático y de cierto espíritu estoico, al describir la vida de muchos de los personajes reales referenciados en el libro a sus 32 años, los que Bea tiene al narrar esta historia.
Todo esto y varios apuntes más contribuyen a un ejercicio en ocasiones arrollador de cultura y memoria usados con una ligereza evasiva, como si la protagonista, agotada de que su pasión por la cultura le haya rendido una vida gastada, superara su malestar mediante un espejo satírico, más que crítico, del arte, sus practicantes, y sus hermeneutas. En cualquier caso, es una obra que habla un lenguaje que me resulta muy cercano, y que por ello probablemente me ha enamorado.
Raquel Taranilla (vía),
fotografiada por Abel
García Roure.