24 de abril de 2015

Sansho


El intendente Sansho es el título de una película de Kenji Mizoguchi que vi hace años y que ya se difumina en mi memoria. Es el reclamo principal de este libro de relatos depurados de Ogai Mori, titulado igual y que comienza con esta primera historia, pero que contiene cinco más. Ogai Mori es un reconocido escritor de finales del XIX y principios del XX, admirado por los escritores japoneses más conocidos de la postguerra y que según los datos biográficos que aporta el prólogo, introdujo en Japón corrientes literarias occidentales gracias a sus estancias en Alemania y a la apertura del país tras el fin del período Edo.

Los seis relatos de El intendente Sansho describen pequeñas historias, generalmente familiares con vínculos entre hermanos, situadas precisamente en el período Edo. Hermanos que separados de sus padres se ven obligados a trabajar como esclavos, hermanos que se ofrecen en sacrificio para salvar al padre de una condena a muerte, el hombre que viaja en la barca camino de su destierro acusado injustamente de haber asesinado a su hermano pero lo hace despreocupadamente por saberse inocente… Es un tópico occidental hacia lo japonés, pero de estos relatos se obtiene una curiosa sensación de tranquilidad y serenidad, por terribles que sean algunos de los hechos que narra. Mori encuentra el equilibrio en mimbres aparentemente frágiles: breves descripciones geográficas y temporales que sitúan a los personajes, ausencia de adornos en las acciones y las descripciones, y un fluir suave de acontecimientos y de la historia hacia el reconocimiento del propio destino por parte de los personajes, con más aceptación que resignación. Hay uno especialmente emocionante, Sakazuki, en el que las siete niñas protagonistas (hermanas tal vez) van al manantial a beber agua de sus tazas y reaccionan ante una niña extranjera que ni habla su idioma ni usa el mismo tipo de taza. Quizás es el más simbólico de los relatos, pero también el más sencillo de todos ellos en su ejecución.

Apuntado queda este autor del que el propio prólogo no recomienda muchas más obras, pues sus novelas al parecer no están bien ejecutadas, y su camino culminó en relatos de trazo aparentemente simple y alcance universal como los que forman este librito.

Ogai Mori (vía)

15 de abril de 2015

La ciencia es el nuevo rocanrol



Nowhere Men es un título beatlémano que cuenta la historia de una banda de brillantes, jóvenes y elegantes científicos que bajo el lema ‘La ciencia es el nuevo rock and roll’ fundan la corporación tecnológica World Corp., que desarrolla productos de gran consumo e impacto mundial, con objetivos médicos, industriales o comerciales. Situado en un futuro postmoderno, y bebiendo de referentes dramáticas y visuales como La Patrulla X, Watchmen o Stanley Kubrick, el cómic cuenta la decadencia de la empresa/banda, con miembros fundadores apartados de ella, y recuerda sus inicios además del crítico momento actual, con conspiraciones y proyectos secretos en marcha. Nowhere Men mezcla cómic convencional, brillantemente dibujado y –sobre todo- excelentemente coloreado por Nate Bellegarde y Jordie Bellaire, con noticias y entrevistas en medios periodísticos que siguen a los científicos como nuevas estrellas, anuncios publicitarios de los productos de World Corp., etc… El guión de Eric Stephenson dosifica estos lugares, tiempos y medios de narración. Esta supuesta modernidad narrativa le confiere ritmo, pero también confusión dramática, que se resuelve en menor interés por los personajes –de enorme potencial pero un tanto tópicos- en beneficio de un artificio espectacular potenciado por episodios narrativos breves y algo manidos, al que no hay que negar cierto poder de horror e inquietud y gran excelencia visual.

Jordie Bellaire, Nate Bellegarde, Eric Stephenson (vía)

Reseña previamente publicada en Aux Magazine


4 de abril de 2015

La trama del arte vasco


Entiendo que trama tiene varios de sus diversos significados en el título de este libro, aunque sea el más físico (el que alude a una red) el que verdaderamente aplique a este histórico ensayo. Escrito en 1919, La trama del arte vasco es un estudio de las primeras generaciones de la en aquel entonces incipiente pintura vasca, representada por varios autores que entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX vivieron en París y que trajeron ideas renovadas e inspiradoras al arte nacional, y rompieron con la tradición hispana oficial que, anclada en la larga sombra de Goya, sólo pintores vascos y catalanes fueron capaces de cuestionar, según el autor, un crítico bilbaíno apodado Juan De La Encina.

Retrato de la Condesa Mathieu de Noailles (Ignacio Zuloaga)

Este volumen es un facsímil editado en 1998 de la primera edición impresa en 1920, e incluye al final las láminas, casi todas en blanco y negro (lo cual debo confesar me parece algo delito en estos tiempos tratándose de autores que trabajaron el impresionismo por mucha pureza del libro que se quiera conservar), de varios cuadros de los autores estudiados por el autor: los hermanos Zubiaurre, Zuloaga, Regoyos, Guiard, Losada, Arrúe, Arteta, etc… El texto consta de 20 pequeños capítulos en los que De La Encina opina libremente sobre los autores, el movimiento que constituían, y su relación con el arte español del momento y el histórico, destacando en parte su rupturismo y en parte la vuelta a determinados autores clásicos que habían sido olvidados.

La siega, de Adolfo Guiard

La trama del arte vasco debía ser un primer volumen de una serie que se malogró en parte por la crisis económica que se inició a principios de los años 20 al paralizarse la Gran Guerra, que debilitó a los mecenas de una escena artística bilbaína que, habiendo salido de la nada, por un momento pareció competir con las de Madrid y Barcelona. Recogía en sus capítulos el lenguaje de la época, definitorio de las cualidades de los vascos como pueblo, y deudor de un momento literario un tanto sentencioso. Su vehemencia verbal unida a la pompa de un plural más mayestático que modesto parece hoy en efecto más sentencia que crítica, aunque obviamente los criterios no pueden ser los mismos que hace un siglo, cuando apenas existía tradición crítica artística en el País Vasco. Eso sí, como buen periodista de aquellos años, su prosa en gran parte es fascinante, su caudal de conocimientos importante, y su análisis del objeto de estudio es completo, relacionándolo con las corrientes de los últimos 50 años en pintura y literatura, y utilizando argumentos de una incipiente psicología en su análisis. Se me antoja que debió ser un texto imprescindible, hasta el punto de que sospecho que visitar el Museo de Bellas Artes de Bilbao bajo su guía debe mejorar notablemente la experiencia, situar los cuadros en su época, y comprenderlos con una debida conexión con cómo se vivían las vanguardias en provincias.


Juan de la Encina, pintado por Alberto Arrúe