22 de marzo de 2023

Wagnerismo

 


Hace unos años el autor de Wagnerismo, Alex Ross, tuvo un gran éxito con el ensayo El ruido eterno, una historia del siglo XX narrada a través de la música del siglo y sus relaciones con el poder y la política. Wagnerismo vuelve a relacionar todos estos elementos, pero centrándose exclusivamente en la figura de Richard Wagner, y el inmenso peso de su obra musical y su propia persona y carácter en diferentes formas artísticas (música, literatura, cine y escena) y en la política desde que, aún en vida, su obra creara polémica al estrenarse. Wagnerismo es un libro casi inabarcable, absolutamente plagado de referencias, prolijo en las descripciones de la aparición de Wagner y su obra en otros autores y momentos, hasta llegar a lo apabullante. El trabajo bibliográfico es tan inmenso que sólo su ordenamiento y uso racional ha debido suponer un esfuerzo gigantesco. Ese esfuerzo se traduce en varios resultados de altísimo interés.

Richard Wagner

El más relevante, y creo que el primero a destacar para que el libro no parezca un catálogo de apariciones, es el nivel de análisis crítico, cultural y político que Ross alcanza. La localización precisa de Wagner en un mundo ideologizado es un reto inmenso a manejar con una mesura y ecuanimidad encomiables, donde el tema más delicado (la relación entre el Wagner histórico, su obra y su pensamiento, con la cesura nazi del progreso cultural y político occidental) es presentado en contextos históricos, en el uso pervertido de la interpretación interesada, y huyendo siempre de las explicaciones simples para fenómenos complejos.

Este análisis se distingue por una clasificación de la influencia wagneriana que sigue una línea más o menos cronológica engarzada con la influencia en los principales países occidentales y con capítulos dedicados al análisis más centrado en identidades y subculturas. Si el análisis es prolijo, el anecdotario es tan disfrutable como cercano al infinito.

Es lógicamente imposible entrar en todos los detalles, pero, por servir de mero apoyo o avanzadilla, Ross recoge cómo la polémica acompañó a Wagner ya desde sus primeros estrenos en París, donde sirvió como argumento en los conflictos francoalemanes previos a la guerra de 1870 y a la unificación alemana. Pero ello no significó que toda Francia repudiara a Wagner, sino que, au contraire, gran parte de la intelectualidad literaria quedó subyugada por su música y el sentido rompedor y sexual de su romanticismo, por su sentido total del arte, por su uso pionero del leitmotiv, dando así lugar a los primeros wagneristas de la historia.

La contradicción interna de Wagner (convencido antisemita pero luchador por la libertad en mundos nuevos extraídos de los mitos germánicos y sajones usados como base de sus libretos; artista individualista sumo que componía que componía, escribía, y ponía en escena, buscando siempre “Gesamtkunstwerk” -obras de arte completas-) se traslada al público del siglo XIX, que lo interpreta de maneras diferentes y en ocasiones sorprendentes dadas sus ambigüedades. Wagner era un renovador cultural y era antisemita, pero expuso una manera inspiradora y emocional, de su época pero con una potencia emotiva enorme, de mirar conceptos como el pueblo, la historia, etc. que resultó inspiradora a la hora de crear carácter comunitario nada menos que en autores afroamericanos (W. E. B. Du Bois) e incluso sionistas (como Theodor Herzl, entre otros). Ello a pesar de los escritos directamente racistas de Wagner, aunque todo ello antes del Holocausto, eso sí. También hay un Wagner que inspira, probablemente gracias a los jóvenes cuerpos masculinos que encarnan sus mitos, así como a sus decididas heroínas, a determinada literatura gay y lésbica del siglo XIX. E incluso su vacilación entre colectivismos e individualismo y su anarquismo utópico permitió que fuera inspirador de artistas y políticos socialistas y hasta bolcheviques. La obra de Wagner inspira escritores tan dispares como Willa Cather (con sus praderas norteamericanas reflejo de nuevos mundos libres y sus mujeres pioneras), James Joyce (con el vagar por las calles de Dublín de su Leopold Bloom, judío errante y Odiseo moderno, características que Wagner dejó escritas para El holandés errante en notas que Joyce leyó y comentó), o Thomas Mann (que dedica buena parte de su vida literaria, según Ross, a estudiar a Wagner o a ser Wagner en lugar de Wagner, como se ve en Los Buddenbrook, Muerte en Venecia, o, sobre todo, Doktor Faustus). Sirvan estos tres autores como ejemplos relativamente más desarrollados de un libro que contiene muchísimos más: Virginia Woolf, Marcel Proust, Oscar Wilde, Paul Verlaine, T. S. Eliot, Stéphane Mallarmé… y un relevante volumen de autores menos conocidos o ya semiolvidados que pusieron a Wagner y sus obras en el centro de la discusión artística, filosófica, política y moral. Una de las inabarcabilidades de este libro es precisamente esto: lo basto, casi infinito, de las referencias culturales y hasta de carácter pop que recoge:

-Hasta seis novelas del cambio de siglo de temática gay e inspiradas por Wagner, su música, o sus relaciones con Ludwig II, visibles aquí.

-'La vaca que ríe', marca comercial de queso, cuyo nombre surge del antiwagnerismo francés en la I Guerra Mundial, obsérvese aquí.

-Judith Gautier, poeta y compositora, archiwagnerista y amiga de Wagner, inspiradora de Parsifal, enseñaba a sus visitantes sus reliquias wagnerianas, entre ellas un trocito de pan que Wagner mordió el día del estreno de la ópera.

-Philip K. Dick escribiendo chistes sobre Wagner: Wagner está a las puertas del cielo, y dice “Dejadme entrar. Yo escribí Parsifal: tiene que ver con el Grial, Cristo, el sufrimiento, la compasión y la curación. ¿De acuerdo?” Le responden: “Bueno, lo hemos leído y no tiene ningún sentido”.

Pero con frecuencia presenta multitud de reflexiones político-culturales de primer orden, como ésta sobre el arte abstracto masivo, inmanejable, costosísimo, wagneriano hasta la médula, de clase dirigente actual, que no ha aprendido nada de la caída de Wagner y el terror del siglo XX, o ésta otra sobre las dificultades para representar a Wagner en Israel y lo que eso revela del propio país.

¿Puede disfrutarse este libro sin conocer bien la obra de Wagner? Es mi caso, y posiblemente este placer es menor, dado que aunque Ross describe obras y personajes, lógicamente no es lo mismo la frescura del aficionado que lo tiene en mente. Para un no-wagnerófilo ha sido sorprendente la cantidad de influencia wagneriana en obra literaria que conocía, pero en la que el peso de Wagner resulta ser bastante más elevado de lo que creía, como Ross demuestra. Por supuesto, Ross no huye del estudio de la cuestión nazi en Wagner y tras Wagner. El uso de su música en los campos es aún un argumento para no representar obras de Wagner en Israel. Hitler visitó el festival de Bayreuth antes de ser canciller y conoció a la familia, con la que congenió cariñosamente. Pero su empeño personal en que Alemania conociera la obra de Wagner que él admiraba fue un relativo fracaso. Discursos presentes en Wagner como el asalto al poder o el fin de la burguesía eran incómodos para el inmatizable régimen nazi ya en el poder. Pero para las perfecciones metafísicas que Hitler necesitaba como justificación, Wagner y Bayreuth resultaban ideales.

Wagner, y también el festival de Bayreuth -cuya historia implícita y peculiar también incluye el libro- consiguieron sobrevivir al nazismo y renovarse. El uso de Wagner en la cultura sigue siendo amplio hoy, y es muy interesante el capítulo que Ross dedica al cine, a obras como Capitán América, el impacto visceral del archiconocido momento de Apocalypse Now que menoscaba su intento de denuncia y ha acabado en fetichismo militar, racista y viril, El nuevo mundo, o Star Wars, con la incomodísima conclusión de que la fascinación norteamericana por la voluptuosidad apabullante de la fanfarria y estética wagnerianas es una representación intuitiva de un presente inquietante. Los análisis de la influencia en el arte moderno, o el estudio filosófico de Wagner en relación al nazismo son también episodios magníficos e hijos de una mente preclara que ha dedicado un esfuerzo de primer nivel a su objeto de estudio y es capaz de presentarlo con brillo y pasión.

Pero, puestos a terminar, dado que, si no, se puede seguir hasta que las hijas del Rin recuperen su oro o Parsifal encuentre su grial, quiero subrayar el pensamiento tan lógico de Susan Sontag: es el erotismo y la sensualidad de la música lo que se impone a las ideologías, y por eso Wagner aún nos atrae, con su romanticismo desenfrenado, por encima del hombre, la época, y las ganas de invadir Polonia.

Vayan ustedes con Wotan y cuatro piezas:

El funeral de Siegfried: https://open.spotify.com/track/1Id1acQlcfl7C5xMoMnAB5?si=5EMJTFIyRqmCzXpKg8ZqGg&utm_source=copy-link&nd=1

La obertura de Tannhäuser: https://open.spotify.com/track/6O6E5Sap8VSKN1NVPBSSBo?si=sx8Sjh3FSX6iTfGrMdsjYg&utm_source=copy-link&nd=1

La cabalgata de las valquirias: https://open.spotify.com/track/6Kvo076GNH1DyUv61JfB5L?si=zhq9dSBMQQCWhYpfaDXu2g&utm_source=copy-link&nd=1

El Preludio de Tristán e Isolda: https://open.spotify.com/track/6OY34zgO90pHfk4g54zIHr?si=ioV0dtWzSQ2PYduLBC2L8w&utm_source=copy-link&nd=1

Alex Ross (foto de Beckmesser)


10 de marzo de 2023

Versiones de Teresa

 


Versiones de Teresa es una novela que busca perturbar. Teresa es una chica de 14 años con síndrome de Down, de la cual abusa sexualmente su hermana, Verónica, de 17, pero también su monitor de campamento de verano, Manuel, de 30 años. El relato alterna la versión de Teresa que tiene Manuel, con la versión de Verónica. Por el medio Verónica y Manuel se cruzan y acuestan entre ellos. En cada versión, el autor, Andrés Barba, adopta el punto de vista de cada abusador, entrando especialmente en sus psicologías dañadas, en la vergüenza y la culpa por sus actos, y las razones de los mismos, que en general se dirigen hacia sus problemas familiares, aunque, en el caso de Verónica, se añade una relación rota con una amiga. Los relatos de Manuel fluctúan más con el tiempo, mientras que los de Verónica parecen más lineales. Teresa apenas tiene voz, apenas la que Verónica y Manuel quieren imaginar que le corresponde.

Versiones de Teresa tiene 17 años, y fue premio Torrente Ballester en su día. He leído alguna reseña sobre su análisis del amor, el sentimiento de transgresión y el “tratamiento valiente de un tema delicado”, que hoy probablemente serían algo inaceptables. En 17 años, claro está, la concepción de relaciones así y el foco donde poner el interés literario puede haber cambiado, pero más la situación social, de modo que la turbación de la novela debería dilucidarse entre el interés del autor por desvelar la hipocresía ante las situaciones de abuso, o por el potencial discurso apologético de las mismas. Sin embargo, no existe realmente ninguna de las dos situaciones. Obviamente es incómodo leer cómo una niña con Down es forzada por personajes conscientes de sus actos -aunque las palabras violación o abuso no se mencionan-, pero el acto no alcanza emoción literaria ni verdadera o profunda transgresión artística, y tampoco existe un interés ni de denuncia ni de fascinación por el mal. ¿Es valiente, entonces?

2006 es un contexto muy cercano. Versiones de Teresa no es el retrato de un sátiro de los años cincuenta en una sociedad totalmente represora. Era lógicamente un mundo (occidental) más preocupado por los más débiles, en que germinaban ya derechos civiles alcanzados en este siglo, y pienso que es probable que Barba no haya sabido sacudirse esta capa de realidad social al intentar hacer verosímiles a sus personajes. Mantiene un estilo (cortando frases, uso de párrafos mínimos para revelar el desconcierto, cierta lírica psicológica para los personajes) que alcanza momentos interesantes, como la muerte del padre de Manuel, la reunión previa al campamento con los demás monitores, o los celos de Verónica por el resultado de una foto familiar. Pero también se pierde con frecuencia en vericuetos mentales que no aportan cuerpo y se acercan a una sensación de justificación. Habría sido preferible en términos de transgresión literaria el afrontarla directamente. Pero Barba no quiere ser cruel con sus personajes crueles y ahí proyecta cierta falta de visión, por incomprensión de Teresa, a quien sí abandona en intereses y posibilidad de estudio, lo cual no deja de ser imperdonable para su tono. ¿Nos querrá decir que la verdad es inaccesible, que sólo puede haber versiones exteriores, que Teresa es inexplicable per se? No sé, a mí esa ausencia, la falta de esa versión de Teresa, que interpreto en parte como falta de habilidad o de interés, me ha pesado, probablemente también por lo manido de la motivación freudiana de los abusadores de Teresa, y porque no encuentro siquiera que el esfuerzo en la estructura signifique algo respecto a ella: la víctima es casi un bulto. Igual peco de presentismo, pero no he llegado a entender este premio, vaya.



28 de febrero de 2023

Fama y genio en Weimar

 

Hay pocas posibilidades de leer un libre tan metagermánico como éste: Thomas Mann, autor años después de Doktor Faustus, fabula sobre una visita a principios del siglo XIX de Carlota Kestner, la mujer real de la que Goethe se enamoró y que le rechazó. Este desplante fue inspiración de su ‘Las penas del joven Werther’, que terminaba con el suicidio de su protagonista. Con Werther convertida en leyenda fundacional del espíritu alemán, y su protagonista femenina en personaje famoso y adorado, Carlota viaja ya viuda a Weimar con la excusa de ver a su hermana, que reside allí, y el objeto claro de visitar a su antiguo admirador, que disfruta de su reconocimiento de gloria de las letras germanas en la ciudad. El momento no es específicamente tranquilo, pues están recién terminados los vaivenes de las guerras napoleónicas, que dejaron su huella en la ciudad dividiendo en bandos a sus habitantes, y por el paso continuo de soldados en dirección a Rusia o lo contrario.

Carlota Kestner, que en las fuentes se conoce como Charlotte Kestner o incluso como Charlote Buff (su nombre de soltera). El nombre en castellano entronca con la tradición de traducción de nombres propios de las novelas antiguas, que luego parece imposible recuperar en el original. En alemán Mann usa el diminutivo Lotte para el título.

Los dos temas principales de Carlota en Weimar, que no suele citarse entre las grandes de Mann, son la fama y el genio, si bien Alemania y su Zeitgeist sobrevuelan todo el texto. Es importante recordar que Mann escribe en 1939, cuando ya está exiliado del régimen nazi y viviendo fuera del universo germánico, de cuyo final -el verdadero final de la época nacionalista romántica- es uno de sus epítomes artísticos más representativos, junto a probablemente Richard Strauss.


Goethe

La llegada de Carlota Kestner a Weimar impacta enormemente en la ciudad, informada por el indiscreto portero del hospedaje en que se aloja junto a su hija. Su salida para visitar a su familia se retrasa porque debe permanecer en sus habitaciones recibiendo a diferentes personas distinguidas de la ciudad: una peculiar socialité retratista, la hermana de Arthur Schopenhauer, o el propio hijo de Goethe. Capítulos de decenas de páginas recogen estos diálogos, una técnica que Mann domina con maestría, y donde se vierten su pensamiento y obsesiones. Carlota no entiende ni comparte que sea relevante esta fama suya, que permite a Mann reflexionar de manera última sobre la fama que ya le asediaba a él, pero también sobre la familia y los hijos (“raro es que los hijos de un gran hombre pasen a la posteridad”, toda una declaración en la que probablemente miraba con condescendencia a sus propios hijos Klaus o Erika), sobre el peso de la experiencia, y, por supuesto, sobre lo germánico: los personajes alrededor de Carlota afirman lo excelente de que el pueblo adore el mito nacional que Carlota representa como ‘estrella de la vida espiritual’. Carlota resulta la más lúcida en subrayar la grosería de tanta curiosidad. Mann es irónico con la destrucción de lo germánico por Napoleón o los invasores de épocas anteriores, aunque no es capaz de liberarse de todos sus esencialismos, como ya hará en Doktor Faustus. Como ejemplo está el subrayado de la línea cultural del helenismo al parecer heredado por Alemania en exclusiva.


Teatro Nacional de Weimar con las estatuas de Goethe y Schiller delante, según foto de marako85 en La Vanguardia

Poco a poco, tras el impacto del encierro de Carlota al inicio de su visita (que parece el de una estrella en el plató de un reality), la centralidad del discurso en las conversaciones va virando de Carlota a Goethe, de la fama al genio y su misterio, de los asuntos de corazón, negocio y filiación en la ciudad al carácter y presencia de Goethe en la misma, que lógicamente Mann abraza en todo su potencial. Crea expectación haciendo que Goethe no aparezca hasta llevar 300 páginas de novela; el genio fundador de la cultura germánica sufre el juicio de los jóvenes (que ya consideran que Werther no les representa: “el tiempo es el que es irrespetuoso, al abandonar lo viejo y producir lo nuevo”), o bien es definido como un misterio que multiplica el conocimiento pero que resulta indescifrable, aunque haya que reconocerle un irracional derecho regio. Es Carlota de nuevo quien pone los pies en el suelo recordando cómo sus propias obligaciones y compromisos (los de ella) forzaron al genio a abandonar sus presuntos derechos sobre la mujer, aunque Goethe los romantizara literariamente en su obra con el suicidio victimista de Werther que él mismo no cometió. Mann no obstante no deja de mirarse en el genio anterior al suyo propio, y su solidaridad deja perlas implacables como ésta: “El instrumento más adecuado para vencer por sí mismo las dificultades, y disolverlas, es, sin duda, el talento poético, la confesión poética, con la que se espiritualiza el recuerdo convirtiéndolo en una obra permanente y admirable”. Que sirve a modo de resumen de la propia obra de Mann.

Finalmente, Mann termina la novela con dos grandes capítulos y un epílogo necesarios: un día de Goethe narrado por sí mismo, con sus caprichosos despertar, comportarse con servicio e  hijo, y pensar libremente en cierto batiburrillo de conciencia que parece irónico si pensamos en que un autor extremadamente controlado y estructurado como Mann es quien escribe este caos mental y libérrimo en que a Goethe se le estremece el elitismo (“multitud y cultura son cosas que no riman”), se le encrespa el ánimo (“es un poco tonto hablar consigo mismo, y la juventud es una edad tonta a la que eso se acomoda, pero más tarde ya no”), o se le desborda la vanidad (“soy de la madera de los que han sido tallados por Dios”). El segundo capítulo es una cena social en casa de Goethe en la que Carlota es una invitada más a aun acto de pleitesía ciudadana al genio en que las contradicciones de este son reflejadas en sus diálogos, formas y posición social. El libro concluye con un diálogo final privado entre Carlota y Goethe, en que Carlota expresa por fin el sacrificio que habría sido vivir junto a él, donde toda persona se convierte en víctima infeliz. Goethe por supuesto mitifica estos sacrificios de quienes le rodean en aras de la belleza superior.

Y con ello cierra Mann esta genial pieza de cámara, aparente divertimento de exquisita escritura, protagonizado por una vez por una mujer no idealizada ni romantizada sino plenamente realista (aunque Mann reserva unos entusiasmos habituales en él a un efébico soldado herido), y en que arte, vida, patria y cultura se entretejen de maravilla, especialmente en las primeras 300 páginas de banales cotilleos y crónica social, trufadas de valentía literaria y premonitorio análisis del poder no tan superficial de la fama.

Thomas Mann


 

19 de febrero de 2023

Muere la madre de Beauvoir

 


Una muerte muy dulce es el relato breve, doloroso y angustioso de las seis semanas que la madre de Simone de Beauvoir, Françoise, pasó ingresada en una clínica antes de morir. En 1963 y con 78 años, Françoise sufre una caída y se rompe el fémur. Al ingresarla y examinarla se descubre que tiene una obstrucción intestinal causada por un tumor ya expandido. Aunque en la operación retiran los tumores posibles, es cuestión de poco tiempo que muera. Sus hijas deciden engañarla y contarle que ha sido una operación de peritonitis y que ha tenido mucha suerte de estar ya ingresada. Y aunque la mujer está atendida por sus hijas e incluso por una cuidadora nocturna, los tratamientos del dolor no son los actuales, y sólo los episodios de llagas producidos por las escaras resultan de lectura insoportable por momentos. El impacto de la agonía, de sus detalles físicos, de las miserias de la corrupción del cuerpo, es el principal caudal de este pequeño y sentidísimo volumen, menos dedicado al duelo posterior que a la fisicidad de la enfermedad y la muerte.

No trasciende en el libro el pensamiento de la obra general de Beauvoir, aunque existe cierta denuncia de clase por la labor de la élite médica frente al calor de las enfermeras, y elecciones literarias claras. Se trata de un relato casi totalmente protagonizado por mujeres, pero sin subrayados: es obvio quién se dedica a los cuidados de manera casi exclusiva en la familia y en la clínica, a excepción de médicos y cirujanos, a los que la autora reduce los nombres a las simples iniciales de sus apellidos: el Dr. N, el Dr. J, el Dr. B, en un juego de despersonalización dirigido contra quien se atribuye sin derecho alguno la ‘propiedad’ del enfermo. Sartre, algún primo, el cuñado de Simone… sí merecen figurar, en general de modo muy fugaz, con su nombre o apellido completo.

Todos, imagino, tenemos – o tendremos- un relato sobra nuestra madre y su muerte (aquí el mío). Es difícil ver novedad en estos retratos de cotidianeidad (aquí Joyce Farmer, aquí Javier Gomá), hasta ahora tal vez reprimidos por ser una excepción personal no interesante, hasta que el yo literario ha copado el mundo del relato. Simone de Beauvoir en realidad vive un shock inesperado de seis semanas, en que la estabilidad de la relación con su madre se rompe repentinamente. Los matices de su relación parten del reconocimiento de la figura peculiar de Beauvoir en su tiempo -una mujer intelectual de cierto éxito, atea, comunista, y que no estaba casada con su pareja-, pero no dejan de ser comunes: la impresión de la primera vez que le ve desnuda con su pubis calvo, la dureza que la madre siempre atribuyó a su hija fría y distante, el recuerdo del cuerpo materno amante en la infancia y hostil en la adolescencia… para terminar en el lamento por la singularidad perdida. No está libre de logros literarios: el cuerpo que se desnuda en el centro del relato llega al hospital vestido con una mañanita y sale forrado con una barbillera; pero, con elegancia de nuevo, no se subraya. También es interesante el reflejo del proceso: la obsesión por la clínica y sus engranajes, sus clases, y su implantación en la vida diaria no ya de la enferma sino de la propia Beauvoir, incapaz de retomar su cotidianeidad anterior.

Lógicamente este es un libro a leer con serenidad y algo de tiempo tras los ‘hechos’ de cada familia, porque la lectura resulta de congoja y tristeza fuertes. En el libro se filtra el sentimiento de una intelectual, que no llega a desatarse ni desmoronarse, pero que se sorprende, aparentemente, de que algo conceptualmente tan natural como la muerte no lo sea. La frase final va dedicada a ella: “una violencia indebida”. Probablemente no es sólo por el acto de morir en sí, sino por sus actores circundantes. A esa violencia responde un texto ágil, directo, de escaso lirismo, sin moral cristiana, pero de conmoción contemporánea obvia.




 

 

 

 

8 de febrero de 2023

El apellido Wollstonecraft


Mary Wollstonecraft fue una mujer independiente que vivió entre 1759 y 1797; fue escritora y filósofa, tuvo dos hijos de hombres distintos, y murió días después de dar a luz a su hija pequeña, conocida más tarde como Mary Shelley y mundialmente famosa por escribir Frankenstein o el moderno Prometeo. La fama de Mary Wollstonecraft también fue relevante, y en gran parte ha llegado a nuestros días gracias a este libro que nos ocupa hoy, Vindicación de los derechos de la mujer, publicado en 1792, esto es, en pleno período revolucionario, y que sitúa a su autora como precursora o pionera del feminismo.

La principal batalla de Wollstonecraft coincide con la que hace poco reseñé en el libro sobre Concepción Arenal: la educación. La argumentación ya está cien años antes en Wollstonecraft, pero teñida del espíritu racionalista de la Ilustración francesa, en la que además la presencia de Dios es aún ineludible. Para Wollstonecraft no educar a las mujeres salvo en artes domésticas y de la seducción las convierte en personas degradadas y malditas, con problemas de salud física (pues se les negaba hacer ejercicio) y el desarrollo de formas perversas de relación y poder basadas en la superficialidad física. Además, esto aseguraba la infelicidad social y familiar, ya que pasado el tiempo y las pasiones, ¿qué talento podría desarrollar una mujer para asegurar su felicidad y prolongar una relación con su marido? Dios como argumento es habitual en esta discusión para Wollstonecraft, que apela a la creación de hombre y mujer por Dios para afirmar que no es posible que haya deseado que la mitad de su creación haya sido nacida menor en capacidades u objetivos, o bien ese Dios igual es más bien un demonio…

Son interesantes, por coyunturales en su contexto pero trasladables en cierta medida, algunas comparaciones que hace la autora respecto a la situación de las mujeres en su época: habla, por ejemplo, del ejército, en el que la soldadesca es adiestrada en no pensar, en obedecer, en no desarrollar la razón (lo que para Wollstonecraft viene a ser ir en contra de Dios) para cumplir los objetivos de los mandos. Es muy peculiar que también hable de los aristócratas (en general) como personas sin educación, ni siquiera práctica, de nada, y por ello fácilmente manipulables. Pero también admite (o reivindica) que muchos hombres viven sometidos a otros sin chistar como forma de apelarles a entender la situación a las que sus mujeres están sometidas.

Pero tal vez la argumentación más peculiar es la que parte de admitir la inferioridad de la mujer (la física al menos, sin rechazar que puedan existir otras) y pide confrontar si esto seguiría siendo así en caso de que la mujer accediera a la misma educación que el hombre. Y si eso fuera así se retractaría de sus peticiones… Este argumento parece que se ha empleado para decir que no puede afirmarse que Wollstonecraft sea feminista, ya que es contrario a la propia definición de feminismo, pero es más que explicable en un entorno sin tecnología y en el contexto del pensamiento de la Ilustración, donde se emplean argumentos que ya parecen de la Edad Contemporánea a la par que otros del Renacimiento e incluso anteriores. Así, Wollstonecraft reconoce la dignidad de las mujeres pobres, que le parecen más juiciosas en sus vidas y comportamientos que las de clases aristocráticas. Existe un discurso de clase embrionario con un combate particular contra la propiedad privada, a la que tilda de origen de todo mal, pero que se combina con una apreciación sobre el gusto de las personas sin educación por el adorno y vestido superficiales (frente a los supuestos misterios hijos de la racionalidad) en que, sin embargo, Wollstonecraft cae en criterios inevitablemente coloniales y que hoy llamaríamos aporofóbicos, y que conectan, por otro lado, con los movimientos feministas más pacatos según los que no hay visibilidad del cuerpo femenino sin cosificación.

Wollstonecraft también resulta especialmente lúcida al reconocer la existencia de Dios y la permanencia del alma porque aún no existían explicaciones racionales (digamos científicas) para muchas cosas del mundo. Es el único momento en que parece dudar de la existencia de Dios como algo que será inútil en un potencial futuro tecnológico. Finalmente, Wollstonecraft mantiene un discurso especialmente furibundo contra los libertinos, a los que considera pervertidos y fuente de dominio sobre la mujer porque perpetúan su educación para la sensualidad y no para la razón. La autora considera que su perversión es la más profunda que existe por el hecho de que sus criaturas explotadas pueden llegar al aborto (expresión que no usa), idea que le es absolutamente inconcebible. Por otro lado, sí realiza una crítica pionera y empoderadora a los hombres que hablan desde un principio y falacia de autoridad sobre las mujeres y su educación. Su objetivo principal es Rousseau, al que no obstante dice admirar por su buen juicio (razón por la que le molesta especialmente su opinión sobre la educación femenina). Parece imposible encontrar entre los pensadores contemporáneos y posteriores a Rousseau alguno que le aprecie. Leyendo los extractos que Wollstonecraft selecciona no es de extrañar.

Vindicación de los derechos de la mujer no es un libro sencillo. Wollstonecraft emplea frases largas con razonamientos prolijos y conceptos a veces paradójicos, pero a esta dificultad, procedente en parte del lenguaje ilustrado de la época, se añade la extraordinaria repetición de las ideas de los sucesivos capítulos sin un desarrollo inteligible en avance. Pareciera que todos los capítulos desarrollan el mismo argumentario y concepto con otra redacción en capítulos diferentes, de modo que existe una importante redundancia. Tal vez sea una especie de recopilación procedente de escritos independientes que se reunieron sin trabajo de edición adecuado. ¿Vale la pena de todos modos sobrellevar esto a cambio del placentero reconocimiento de un momento pionero para el feminismo y de un raciocinio dieciochesco de un convencimiento gigantesco? Yo voto sí, desde luego…

Retrato de Mary Wollstonecraft por John Opie recogido en Wikipedia.

27 de enero de 2023

Historia del traidor Gerry Adams

 


No digas nada es un libro fascinante; cuenta la historia de los llamados Troubles de Irlanda del Norte, es decir, la del terrorismo moderno del IRA, desde 1969 a 1998, más algunas consecuencias posteriores. Lo hace desde una perspectiva narrativa, pero profundamente basada en datos, pues cada dato tiene una referencia bibliográfica, en general de origen periodístico, reseñada en las completas notas incluidas al final del volumen. Canónicamente sería una no ficción por el tono, pero la cercanía en carácter al trabajo histórico y periodístico es relevante.

 Incendio en Divis Flats, barrio de West Belfast. Foto de Jez Coulson, en imagen tomada de El Mundo.

Sucede que parte de esa fascinación se produce por la estructura que Patrick Radden Keefe, escritor de la revista The New Yorker, escoge para el libro, y cómo ésta va evolucionando. Al principio, No digas nada parece una narración de historias paralelas que narran, por un lado, la desaparición de Jean McConville, madre de diez hijos desaparecida en West Belfast en 1972 probablemente secuestrada por el IRA, y, por otro, la historia de Dolours Price, jovencísima militante del IRA Provisional, de quien se va intuyendo que pudo ser la secuestradora. Aunque el libro no olvida nunca a estas dos protagonistas (cuyas dos historias personales son además las más completas de toda la narración), poco a poco ambas se van diluyendo en la propia historia del IRA en esos años, en la que hay sitio para su dinámica de huelgas de hambre (Dolours Price hizo una y fue obligada a alimentarse; eso provocó que la ley cambiara y por ello Bobby Sands pudo llegar hasta el final en su propia huelga), los problemas de los informantes infiltrados y la brigada del IRA que los buscaba y perseguía y ejecutaba, la historia de varios atentados de gran aparatosidad que tanta presión ejercieron, y, sobre todo, las propias derivas y cambios de estrategia de sus dirigentes: de la lucha armada en Belfast que se trasladó a Londres -sin mención al comando que actuó en Europa a finales de los ochenta que se narra en la miniserie The Spectacular-, a la entrada en el Parlamento británico tras las huelgas de hambre, llegando a la negociación del Acuerdo de Viernes Santo. El libro contiene también una parte de explicación sobre las acciones británicas, especialmente sobre su organización de reclutamiento de informantes, pero no investiga ni se introduce de lleno en las acciones, personas y resortes del lealismo. Tras el acuerdo, y con la búsqueda de desaparecidos y el Proyecto Belfast (grabaciones que el Boston College realizó a militantes del IRA -entre ellos Dolours Price- para su publicación cuando murieran), la narración gira de nuevo el libro hacia la reparación y la justicia, lo cual vuelve a afectar a la familia McConville, que reaparece para cerrar el ciclo.

Un joven Gerry Adams fotografiado por Kelvin Boyes, en imagen tomada del Dailymail

Pero en todo esto hay un personaje esquivo, mencionado hasta ahora sólo en el título de esta reseña, que sin duda se convierte en el principal de la función, por omisión, por escurridizo, por político. Es el autor de la frase original que da título al libro, Say Nothing: Gerry Adams. Pero eso el lector no lo sabe hasta bien entrado el texto, como corresponde a una construcción dramática de malvado huidizo. Adams va introduciéndose poco a poco en el libro: amigo de las hermanas Price, dirigente del IRA detenido y encarcelado, reconocido como tal por muchos de sus pares… Adams siempre ha negado su pertenencia al IRA. Su conversión a un perfil político empezó relativamente pronto, en los años setenta parece que ya veía bastante claro que la vía política era imprescindible, y aprovechó la huelga de hambre mortal de Bobby Sands y sus compañeros en 1981 para presentarse al parlamento británico (con la sospecha relevante de que rechazó una oferta completa del gobierno británico que habría impedido la muerte de seis de los diez huelguistas), y fue impulsor del Acuerdo de Viernes Santo. Muchos de sus compañeros consideran que Adams es un traidor a la causa, dado que el Acuerdo no trajo la independencia del Reino Unido ni la unificación de la República, a pesar de todos los muertos y todas las promesas. No obstante, la figura del traidor político no es definitivamente vilipendiada como el mal absoluto: uno de los compañeros de Adams admite que sin su maquiavelismo, su ambición de prestigio, y su actitud ambigua no habría existido posibilidad de negociación ni Acuerdo de Paz. Este criterio recuerda mucho a la propuesta de Javier Cercas en Anatomía de un instante cuando diagnostica que Carrillo, Suárez y Gutiérrez Mellado actuaron de un modo similar contra el PCE, el Movimiento, y el Ejército, para sacar adelante, en contra de los intereses aparentes de sus propias organizaciones, un proceso mejor. En cierto modo y salvando las distancias, Adams sigue ese mismo patrón y cierta lógica política que afirma sotto voce que gobernar supone, con frecuencia, traicionar a tus propios seguidores o ideales.

Imagen icónica de Bobby Sands, en imagen tomada de la BBC

Pero, si hablamos del IRA, el golpe de estado de Tejero retratado por Cercas no es precisamente la referencia a buscar escribiendo desde Bilbao. No digas nada es un espantoso recordatorio de actitudes, pensamientos y acciones que un nacido en 1968 ha visto, interiorizado, sufrido, reflexionado y temido. Si hay un libro al que No digas nada puede acercarse para decirle cómo hablar del terrorismo desde las publicaciones periodísticas es a ETA. De principio a fin, que adoptaba un siniestro tono objetivo, sin juicio alguno, en una explicación exclusivamente narrativa del llamado conflicto vasco. No digas nada no es así, una digamos reseña fría, sino que claramente opina sobre motivaciones, excesos, violencia estúpida e injustificable, y elimina toda romantización del terrorismo. No es que no explique sus causas y razones o que las ningunee. Pero... el Ulster y Euskadi, Irlanda del Norte y el País Vasco… No hay sitio para recoger lo que se han comparado; basta recordar el éxito de las películas sobre el IRA en Euskadi, o que Gerry Adams estuvo presente en la Declaración de Aiete. Pero hay diferencias muy relevantes que No digas nada permite recoger y dejar por escrito para reflexión futura:

1.-El conflicto irlandés fue mucho más sanguinario que el vasco, a pesar de que éste duró algunos años más. Irlanda del Norte tiene menos de 2 millones de habitantes y murieron 3.500 personas, frente a los 2,1 millones de habitantes vascos (2,8 si se considera a los navarros) y aproximadamente 850 muertos.

2.-En Irlanda del Norte el problema del lealismo fue mucho más desatado. Los grupos paramilitares fieles al gobierno británico y el propio ejército patrullaban y son responsables de centenares de esas víctimas.

3.-La infiltración de informantes en el IRA parece bastante superior a la que conocemos que hubo en ETA. Hasta un 25% de la militancia del IRA parece que pudo ser confidente de la policía… Esto deriva en una de las tramas centrales del libro: la desaparición de personas por parte del IRA, que luego fueron buscadas durante años una vez alcanzada la paz. Si bien esto existió en Euskadi (Pertur, por ejemplo), las dimensiones son muy menores.

4.-La financiación sin embargo convierte a ETA en más cruel que el IRA, frente a los puntos anteriores: ETA se financiaba mediante el impuesto revolucionario, la extorsión, y el secuestro de empresarios locales a cambio de dinero. El IRA sin embargo contaba con la simpatía de muchos irlandeses de EE.UU. que recaudaban fondos o daban apoyo de diferentes modos.

5.-En Euskadi no ha existido un proyecto Belfast, en que los terroristas hayan contado su historia. En Irlanda del Norte fue una experiencia singular porque aunque los voluntarios hicieron esas grabaciones con la condición de que no se conocieran hasta la muerte del terrorista en concreto, sucedió que se produjeron peticiones judiciales sobre las mismas que supusieron un escándalo (Adams incluso fue detenido unos días; por supuesto, no dijo nada una vez más).

6.-A cambio, parece que en Irlanda del Norte no ha existido un mínimo movimiento de reconciliación, una resistencia cívica (tipo Gesto por la Paz) o programas de reparación como los encuentros de justicia restaurativa, o la propia oficina de atención a las víctimas del terrorismo. El libro ni siquiera menciona la existencia de asociaciones de víctimas, de lo que pude decirse que, si las hubo, éstas no fueron relevantes.

7.-La separación de comunidades parece más evidente en Irlanda del Norte. Católicos, pobres y republicanos, frente a protestantes, ricos y lealistas. La división por barrios de Belfast hasta convertirse en trincheras de guerra excede a los conflictos de kale borroka que sucedían especialmente en las partes viejas de ciudades y pueblos, aunque tenga sus paralelismos. Pero no llegó a haber muros. Sí pintadas y graffitis. No hubo una división social por causas religiosas (aunque los papeles similares o no de las diferentes Iglesias en ambos lugares es un campo a estudiar). Curiosamente, en Irlanda del Norte no existe un factor cultural por el idioma; aunque defendieron el gaélico, también reivindicaron como identitariamente irlandés el acento inconfundible con que los irlandeses hablan inglés.

No digas nada ha sido una lectura intensa y algo agotadora. Lo vívido del estilo, las prolijas notas que indican no ya el trabajo documental intenso sino el talento de construcción del relato ante las inmensas cantidades de información, la fuerza que tienen los perfiles, vivencias y azares de sus papeles principales (Dolours Price, Jean McConville, varios de sus hijos, Brendan Hughes, Marian Price, Gerry Adams), muestran que Patrick Radden Keefe es un narrador dotado. Aunque es la habilidad de la estructura, que hace converger lo personal hacia lo público, y que añade capas narrativas según avanza, la que probablemente lo convierte en una lectura absorbente y adictiva. Y si no tiene el carácter siniestro de ETA. De principio a fin es porque sabe situarse en una posición justa.

Patrick Radden Keefe, según imagen en Wikipedia

Ps. Colección de tweets que recoge 34 excesos, ironías, barbaridades y desmanes que los Troubles y su locura supusieron: https://twitter.com/GoioBorge/status/1574390576765624320?s=20&t=RGK-K0EU6qhMB5w6IoBuLw

 

 

 

 

 

7 de enero de 2023

Querido Dietrich que estás en los cielos

 


Dietrich Bonhoeffer es un pastor luterano alemán que fue encarcelado por los nazis y ajusticiado cuando apenas faltaba un mes para el final de la guerra. Resistencia y sumisión, este libro, es una recopilación de las cartas que escribió a sus padres y especialmente a su amigo Eberhard Bethge, también pastor y marido de la sobrina de Bonhoeffer. Es Bethge quien se encarga de extraer y editar los textos, hasta rendir este volumen que resulta ser de una influencia importante en la teología del siglo XX.

Llegué a este libro a partir de la lectura de Necesario pero imposible, el último volumen de la Tetralogía de la Ejemplaridad de Javier Gomá, que recoge la que es su idea probablemente más disruptiva: la posibilidad de un cristianismo arreligioso para un mundo en que ya ‘no existe Dios’, o al menos el Dios que nos han dado a conocer. Bonhoeffer piensa que para vivir en Dios hay que considerar que éste nos hace vivir en un mundo sin la ‘hipótesis Dios’, que Dios nos abandona, que es impotente y débil en el mundo, y que precisamente Cristo ayuda a la humanidad por su debilidad y sufrimiento, y no por su poder y omnipotencia. Debe ponerse de manifiesto de continuo la carencia de Dios en el mundo: un mundo adulto lo es más sin Dios… Lógicamente, estas ideas traen de cabeza a su amigo y familiar teólogo, y les supone discutir temas como la ‘piedad natural’, la liberación por la fe, o cómo debe ser la fuerza espiritual para luchar contra las amenazas de la modernidad (fundamentalmente, esa tecnología y capacidad de organización que han sacado a Dios del mundo).

No obstante, todas estas ideas, sorprendentes en su contradicción pero muy atractivas para un humanismo agnóstico, llegan en las cartas finales y no alcanzan mayor desarrollo, que Bonhoeffer quería recoge en un ensayo que empezaba a diseñar. Pero no son ideas que surgen de la nada, ya que hasta llegar ahí el libro es muy interesante: Bonhoeffer es sorprendentemente actual al hablar de la muerte casi como de un ‘problema técnico’ -resoluble, por tanto- y rechazando que Dios deba ser un ‘mecanismo necesario’ al que recurrir sólo en la muerte y no en la vida. Además, es un preso que puede escribir cartas con cierta regularidad y recibir libros y comida de sus familiares. Con una lucidez encomiable, aunque de continuo contrariado por los retrasos prolongados de su causa judicial, Bonhoeffer habla de los sentimientos que el encierro le produce, se encarga de tranquilizar a familia y amigos sobre su estado físico y mental, y se inscriben cierto modo en la tradición de historias literarias (cartas, diarios, ficciones) de personajes reales o imaginados encerrados en una celda. La combinación de preso y pastor da matices peculiares a sus escritos de reflexión moral presente, en algunos casos de emoción relevante como ésta sobre el sufrimiento:

Sufrir obedeciendo a una orden humana resulta infinitamente más fácil que hacerlo como consecuencia de un acto realizado libre y responsablemente. Resulta infinitamente más fácil sufrir en comunidad que hacerlo a solas. Resulta infinitamente más fácil sufrir públicamente y con honor, que hacerlo apartado y en medio de la deshonra. Resulta infinitamente más fácil sufrir en el cuerpo que en el espíritu.

O esta de carácter estético y sentimental sobre su celda:

Queréis saber más acerca de mi vida aquí. Pero para imaginarse una celda no se necesita mucha fantasía: cuanto menos mejor. Por Pascua, el ‘Deutsche Allgemeine Zeitung’ publicó una reproducción del Apocalipsis de Durero. La he colgado en mi celda.

O su reflexión tan conmovedora sobre cómo vivir una separación, que en su caso es la obligada por su detención, pero que sirve para los amigos que no volverán a verse, los amantes que rompen una relación, o los familiares que fallecen:

Cuanto más bellos y ricos son los recuerdos, más dura resulta la separación. Pero la gratitud transforma el suplicio del recuerdo en una callada alegría. Uno no lleva en sí el hermoso pasado como si fuera un aguijón, sino como un valioso regalo. No hemos de hurgar en los recuerdos y entregarnos a ellos, como tampoco miramos continuamente un valioso regalo, sino sólo en ocasiones especiales, para guardarlo el resto del tiempo como un tesoro escondido de cuya posesión estamos seguros. Entonces dimanan del pasado una alegría y una fuerza duraderas.

O su confesión contra el victimismo:

Media una gran diferencia entre el hecho de que la ‘Iglesia sufra’ y el hecho de que a algunos de sus servidores le ocurra uno u otro percance. Creo que, en este punto, deberían corregirse algunas cosas. Confieso con toda sinceridad que a veces me avergüenzo de lo mucho que hemos hablado de nuestros propios sufrimientos. No; el sufrimiento debe tener una dimensión muy distinta de la que yo he vivido hasta ahora.

No todos los juicios de Bonhoeffer, de todas maneras, resultan tan aceptables. Los hay hijos de una época exigente con la condición humana en los que creo que traiciona su humanismo: sus compañeros de prisión que lloriquean y sollozan e incluso “se lo hacen literalmente en los pantalones” durante las alarmas le parecen una vergüenza y no le inspiran la menor compasión. Se destaca por despreciar la educación si ésta no conlleva al heroísmo, mantiene una fe en la familia y en la casa paterna con un sesgo germánico de continuidad histórica, y expresa ideas sobre la selección de los mejores y cómo las élites se pueden permitir renunciar a sus privilegios.

En fin, las reflexiones, gusten o no, revelan la turbulencia de una cabeza sometida a una presión inclemente; como sucede con los autores cuya muerte injusta hace sombra sobre su obra (Wilde, Pasolini, Woolf, etc…), es imposible desligar sus palabras de esta coyuntura, y es necesario lamentar que no pudiera desarrollar de manera completa su luminosa idea principal, dado que su influencia podría haber sido relevante y enriquecedora de la tradición occidental.

Dietrich Bonhoeffer (vía)