Hace unos años el autor de Wagnerismo, Alex Ross, tuvo un gran éxito con el ensayo El ruido eterno, una historia del siglo XX narrada a través de la música del siglo y sus relaciones con el poder y la política. Wagnerismo vuelve a relacionar todos estos elementos, pero centrándose exclusivamente en la figura de Richard Wagner, y el inmenso peso de su obra musical y su propia persona y carácter en diferentes formas artísticas (música, literatura, cine y escena) y en la política desde que, aún en vida, su obra creara polémica al estrenarse. Wagnerismo es un libro casi inabarcable, absolutamente plagado de referencias, prolijo en las descripciones de la aparición de Wagner y su obra en otros autores y momentos, hasta llegar a lo apabullante. El trabajo bibliográfico es tan inmenso que sólo su ordenamiento y uso racional ha debido suponer un esfuerzo gigantesco. Ese esfuerzo se traduce en varios resultados de altísimo interés.
El más relevante, y creo que el primero a destacar para que el libro no parezca un catálogo de apariciones, es el nivel de análisis crítico, cultural y político que Ross alcanza. La localización precisa de Wagner en un mundo ideologizado es un reto inmenso a manejar con una mesura y ecuanimidad encomiables, donde el tema más delicado (la relación entre el Wagner histórico, su obra y su pensamiento, con la cesura nazi del progreso cultural y político occidental) es presentado en contextos históricos, en el uso pervertido de la interpretación interesada, y huyendo siempre de las explicaciones simples para fenómenos complejos.
Este análisis se distingue por una clasificación de la
influencia wagneriana que sigue una línea más o menos cronológica engarzada con
la influencia en los principales países occidentales y con capítulos dedicados
al análisis más centrado en identidades y subculturas. Si el análisis es
prolijo, el anecdotario es tan disfrutable como cercano al infinito.
Es lógicamente imposible entrar en todos los detalles, pero,
por servir de mero apoyo o avanzadilla, Ross recoge cómo la polémica acompañó a
Wagner ya desde sus primeros estrenos en París, donde sirvió como argumento en
los conflictos francoalemanes previos a la guerra de 1870 y a la unificación
alemana. Pero ello no significó que toda Francia repudiara a Wagner, sino que, au
contraire, gran parte de la intelectualidad literaria quedó subyugada por
su música y el sentido rompedor y sexual de su romanticismo, por su sentido
total del arte, por su uso
pionero del leitmotiv, dando así lugar a los primeros wagneristas de
la historia.
La contradicción interna de Wagner (convencido antisemita
pero luchador por la libertad en mundos nuevos extraídos de los mitos
germánicos y sajones usados como base de sus libretos; artista individualista
sumo que componía que componía, escribía, y ponía en escena, buscando siempre “Gesamtkunstwerk”
-obras de arte completas-) se traslada al público del siglo XIX, que lo
interpreta de maneras diferentes y en ocasiones sorprendentes dadas sus
ambigüedades. Wagner era un renovador cultural y era antisemita, pero expuso
una manera inspiradora y emocional, de su época pero con una potencia emotiva
enorme, de mirar conceptos como el pueblo, la historia, etc. que resultó
inspiradora a la hora de crear carácter comunitario nada menos que en autores
afroamericanos (W. E.
B. Du Bois) e incluso sionistas (como Theodor Herzl, entre
otros). Ello a pesar de los escritos directamente racistas de Wagner, aunque
todo ello antes del Holocausto, eso sí. También hay un Wagner que inspira,
probablemente gracias a los jóvenes cuerpos masculinos que encarnan sus mitos,
así como a sus decididas heroínas, a determinada literatura gay y lésbica del
siglo XIX. E incluso su vacilación entre colectivismos e individualismo y su
anarquismo utópico permitió que fuera inspirador de artistas y políticos
socialistas y hasta bolcheviques. La obra de Wagner inspira escritores tan dispares
como Willa Cather (con sus praderas norteamericanas reflejo de nuevos mundos
libres y sus mujeres pioneras), James Joyce (con el vagar por las calles de
Dublín de su Leopold Bloom, judío errante y Odiseo moderno, características que
Wagner dejó escritas para El holandés errante en notas que Joyce leyó y
comentó), o Thomas Mann (que dedica buena parte de su vida literaria, según
Ross, a estudiar a Wagner o a ser Wagner en lugar de Wagner, como se ve en Los
Buddenbrook, Muerte en Venecia, o, sobre todo, Doktor
Faustus). Sirvan estos tres autores como ejemplos relativamente más
desarrollados de un libro que contiene muchísimos más: Virginia Woolf, Marcel
Proust, Oscar Wilde, Paul Verlaine, T. S. Eliot, Stéphane Mallarmé… y un
relevante volumen de autores menos conocidos o ya semiolvidados que pusieron a
Wagner y sus obras en el centro de la discusión artística, filosófica, política
y moral. Una de las inabarcabilidades de este libro es precisamente esto: lo
basto, casi infinito, de las referencias culturales y hasta de carácter pop que
recoge:
-Hasta seis novelas del cambio de siglo de temática gay e
inspiradas por Wagner, su música, o sus relaciones con Ludwig II, visibles
aquí.
-'La vaca que ríe', marca comercial de queso, cuyo nombre
surge del antiwagnerismo francés en la I Guerra Mundial, obsérvese
aquí.
-Judith Gautier, poeta y compositora, archiwagnerista y
amiga de Wagner, inspiradora de Parsifal, enseñaba a sus visitantes sus
reliquias wagnerianas, entre ellas un trocito de pan que Wagner mordió el día
del estreno de la ópera.
-Philip K. Dick escribiendo chistes sobre Wagner: Wagner
está a las puertas del cielo, y dice “Dejadme entrar. Yo escribí Parsifal:
tiene que ver con el Grial, Cristo, el sufrimiento, la compasión y la curación.
¿De acuerdo?” Le responden: “Bueno, lo hemos leído y no tiene ningún sentido”.
Pero con frecuencia presenta multitud de reflexiones político-culturales
de primer orden, como ésta sobre
el arte abstracto masivo, inmanejable, costosísimo, wagneriano hasta la
médula, de clase dirigente actual, que no ha aprendido nada de la caída de
Wagner y el terror del siglo XX, o ésta otra
sobre las dificultades para representar a Wagner en Israel y lo que eso
revela del propio país.
¿Puede disfrutarse este libro sin conocer bien la obra de
Wagner? Es mi caso, y posiblemente este placer es menor, dado que aunque Ross
describe obras y personajes, lógicamente no es lo mismo la frescura del
aficionado que lo tiene en mente. Para un no-wagnerófilo ha sido sorprendente
la cantidad de influencia wagneriana en obra literaria que conocía, pero en la
que el peso de Wagner resulta ser bastante más elevado de lo que creía, como Ross
demuestra. Por supuesto, Ross no huye del estudio de la cuestión nazi en Wagner
y tras Wagner. El uso de su música en los campos es aún un argumento para no
representar obras de Wagner en Israel. Hitler visitó el festival de Bayreuth
antes de ser canciller y conoció a la familia, con la que congenió
cariñosamente. Pero su empeño personal en que Alemania conociera la obra de
Wagner que él admiraba fue un relativo fracaso. Discursos presentes en Wagner
como el asalto al poder o el fin de la burguesía eran incómodos para el
inmatizable régimen nazi ya en el poder. Pero para las perfecciones metafísicas
que Hitler necesitaba como justificación, Wagner y Bayreuth resultaban ideales.
Wagner, y también el festival de Bayreuth -cuya historia
implícita y peculiar también incluye el libro- consiguieron sobrevivir al
nazismo y renovarse. El uso de Wagner en la cultura sigue siendo amplio hoy, y
es muy interesante el capítulo que Ross dedica al cine, a obras como Capitán
América, el impacto visceral del archiconocido
momento de Apocalypse Now que menoscaba su intento de denuncia y ha
acabado en fetichismo militar, racista y viril, El nuevo mundo, o Star
Wars, con la incomodísima conclusión de que la fascinación norteamericana
por la voluptuosidad apabullante de la fanfarria y estética wagnerianas es una
representación intuitiva de un presente inquietante. Los análisis de la
influencia en el arte moderno, o el estudio filosófico de Wagner en relación al
nazismo son también episodios magníficos e hijos de una mente preclara que ha
dedicado un esfuerzo de primer nivel a su objeto de estudio y es capaz de
presentarlo con brillo y pasión.
Pero, puestos a terminar, dado que, si no, se puede seguir
hasta que las hijas del Rin recuperen su oro o Parsifal encuentre su grial,
quiero subrayar el pensamiento tan lógico de Susan Sontag: es el erotismo y la
sensualidad de la música lo que se impone a las ideologías, y por eso Wagner
aún nos atrae, con su romanticismo desenfrenado, por encima del hombre, la
época, y las ganas de
invadir Polonia.
Vayan ustedes con Wotan y cuatro piezas:
El funeral de Siegfried: https://open.spotify.com/track/1Id1acQlcfl7C5xMoMnAB5?si=5EMJTFIyRqmCzXpKg8ZqGg&utm_source=copy-link&nd=1
La obertura de Tannhäuser: https://open.spotify.com/track/6O6E5Sap8VSKN1NVPBSSBo?si=sx8Sjh3FSX6iTfGrMdsjYg&utm_source=copy-link&nd=1
La cabalgata de las valquirias: https://open.spotify.com/track/6Kvo076GNH1DyUv61JfB5L?si=zhq9dSBMQQCWhYpfaDXu2g&utm_source=copy-link&nd=1
El Preludio de Tristán e Isolda: https://open.spotify.com/track/6OY34zgO90pHfk4g54zIHr?si=ioV0dtWzSQ2PYduLBC2L8w&utm_source=copy-link&nd=1
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