El holocausto español es un libro de Paul Preston centrado en los muertos no militares debidos a la Guerra Civil española y a consecuencia de la misma y en los años posteriores. Se trata de la represión, los asesinatos sumarios, las violaciones, torturas, los juicios sin garantías y demás barbaridades y tropelías que los civiles y militares de ambos bandos cometieron contra aquellos y aquellas que quedaron ‘encerrados’ en una zona que no era la de su ideología, real o supuesta. Preston estudia las motivaciones en cada área de la guerra (el trabajo abarca todo el país, aunque Andalucía, Extremadura, Madrid, Aragón, Valencia y Cataluña son las partes más presentes), da cifras razonadas donde es posible, comenta estrategias, es inmensamente prolijo con los nombres y los hechos, y añade una inmensa bibliografía que sitúa el libro al borde de lo académico, como si le interesara recoger cada dato disponible, el nombre de cada ajusticiado conocido, el nombre del asesino directo o ideológico, y que ya quedaran registradas todas las fuentes en un volumen en principio de carácter divulgativo.
En este sentido, es un libro diferente a los dos de Preston
anteriormente comentados aquí, La guerra civil española, y Palomas de
guerra, que son más ajustados y resumidos. De hecho, La guerra civil
española obvia mucho los detalles bélicos en favor de una historia general
comprensible de causas, desarrollo y consecuencias de la Guerra Civil, mientras
que Palomas
de guerra sí bucea en detalles biográficos de cinco mujeres y su
experiencia en o durante la guerra (un libro magnífico, por otro lado).
Ambos muestran una pericia literaria que en El holocausto español se entrevé, pero que está arrastrada por esa
necesidad documental sin fin que mencionaba, que en este caso supone por
momentos un compendio de actos siniestros de una inquina feroz, cuyo odio de
partida explica Preston en el capítulo introductorio, que recoge la
polarización política, las políticas del primer bienio de la Segunda República que
la derecha interpretó como amenazas inaceptables, la resolución de la
Revolución de Asturias, y la espiral de pistolerización de la vida social y
política. Después, el libro describe el horror desatado por Queipo de Llano en
el sur, por Mola en el norte, las checas de Madrid, la revolución de Cataluña y
sus consecuencias, las columnas de anarquistas en Valencia y Aragón… El delirio
es inabarcable, el ‘anecdotario’ brutal y epatante, y la desazón inmensa.
A Preston le interesa muy acertadamente recuperar las
historias y los nombres de héroes y heroínas que lucharon contra la espiral de
violencia creada, y protegieron a personas perseguidas, algo que sucedió en los
dos bandos, si bien en el bando republicano se resolvió con el ajusticiamiento
de ese héroe una vez terminada la guerra muchas veces con la connivencia de las
personas a las que protegió durante la guerra. Hay algunos ejemplos de
políticos: Companys probablemente el mejor de ellos, impidiendo que muchos
sacerdotes fueran ejecutados o que en la Generalitat se implantara un gobierno
revolucionario.
Pero Preston habla de muchos alcaldes anónimos, y personas
que arriesgaron (y perdieron) sus vidas por un deber moral. Pongamos un ejemplo
particular en el bando rebelde: el cura Huidobro, un señor que durante la
República estudiaba teología en el extranjero y que llegó a ser alumno de
Heidegger. La República por supuesto le parecía diabólica, y penaba por estar
con los rebeldes en el frente. Volvió a España, le dieron un puesto en las columnas
de Yagüe camino de Madrid en otoño del 36. Aunque escribió algunos textos sobre
las ‘formas cristianas y elegantes’ de matar de los franquistas, no tardó mucho
en empezar a criticarlas: que si las barbaridades les ponían al nivel que no
debían, que si matar a quien no tiene nada que ver no lo justifica guerra
alguna... Acabó escribiendo cartas al respecto a Yagüe y a Franco. Yagüe no le
respondió. Franco le hizo llegar el mensaje de que estaba escandalizado y que
eso se tenía que acabar y le agradecía su labor, que por lo visto era generosa
con los legionarios en el frente, aunque al entrar en sus labores le
advirtieron de que no intentara cambiar el carácter de los ‘moros’ que
combatían con los franquistas. No sólo escribía cartas a los mandamases,
también criticaba moralmente a la tropa que cometía tropelías, lo cual era el
pan de cada día, en un ejercicio cuya valentía reconoce Preston. Pero… en abril
del 37 murió por la metralla de un obús que le cayó cerca. Pasada la guerra
enseguida pidieron su beatificación, y el Vaticano inició su acostumbrado
protocolo minucioso de investigación. Se descubrió que murió en realidad de un
tiro por la espalda, dado por un legionario que probablemente acababa de
discutir con él, y el proceso de beatificación quedó archivado. La web del arzobispado
castrense mantiene aún la versión del obús y la santidad. Preston incluye
126 páginas de notas bibliográficas en el libro, y para este caso menciona a Hilari Raguer i Suñer en
La pólvora y el incienso. La Iglesia y la guerra civil española (Península,
2001) y a Carlos Iniesta
Cano en Memorias y recuerdos (Planeta, 1984). Este ejemplo de
arrepentimiento no fue la norma; de hecho, fue más habitual el cura protegido
por fuerzas republicanas que luego se convirtió en delator. Una coda final del
libro recoge consecuencias psicológicas entre los perpetradores de los
asesinatos.
Este libro afronta una cuestión básica del pasado español
que debido a las escasas políticas de memoria no se ha encarado sino de manera tangencial
en la política española (algo que puede cambiar con los
recientes actos al amparo de la nueva
Ley de Memoria Democrática). Preston no toma partido frente al horror
perpetrado. De hecho, es por ejemplo bien claro frente a las evidencias
históricas de la
responsabilidad del PCE y de Santiago Carrillo en las sacas y ajusticiamientos
de noviembre del 36 en Paracuellos, probablemente el acontecimiento más
recordado por la derecha española para sacudirse las culpas propias. Pero el
caso es que los hechos y cifras cantan:
En un apéndice gráfico de fríos números y diagramas de barras pueden observarse las víctimas de la represión de cada bando, que ya son significativas en términos absolutos. La actitud general del poder de cada bando frente a la violencia en sus retaguardias es además documentadamente muy diferente. El bando rebelde fomentaba la aniquilación del bando contrario pidiendo el ajusticiamiento de todo izquierdista detectable en cualquier parte conquistada de territorio, aunque no tuviera relación alguna con la guerra, y esta política continuó durante toda la guerra. Fue especialmente cruel, de manera paradójica, en las zonas que se declararon rebeldes y como estrategia de campo quemado suponía un mensaje continuado de terror a los pueblos y zonas que seguían siendo republicanas.
En el bando republicano, sin embargo, los diferentes
gobiernos españoles y catalanes más bien lucharon contra la violencia desatada
especialmente por columnas anarquistas de la CNT y las FAI, que se ejerció
contra sacerdotes y derechistas de manera incontrolada durante 6 a 9 meses, y
que supuso un desgobierno relevante que debilitó la defensa bélica del bando republicano.
Esta violencia dejó de existir y fue controlada casi totalmente al cabo de un
año, no sin consecuencias paralelas como los Hechos de mayo
del 37, el conflicto entre anarquistas y comunistas que supuso además el
asesinato y desaparición de Andreu Nin. Hay
particularidades, claro: el País Vasco es una: el papel de la Iglesia en los
dos bandos debido al ultracatolicismo del PNV atemperó la represión, pero hubo
fusilamientos de sacerdotes realizados por los franquistas, por ejemplo. Pero
Preston documenta y atestigua la labor de Companys, Irujo o Negrín, entre
otros, en desacreditar esta violencia (apartando también del poder a quien en
el propio bando republicano la ejerció desde arriba), frente al pavoneo de
Queipo, Yagüe o Mola, o la propia crueldad de Franco incluso cuando tras el golpe de Casado
en marzo de 1939 el régimen republicano se desmoronó definitivamente.
Añádase a esto la venganza posterior con los exiliados que fueron perseguidos y
entregados por la Alemania nazi que había ya invadido Francia en 1940.
Hay un pulso narrativo continuado en El holocausto
español, pero está lastrado por el carácter prolijo del texto y su vocación
completista. No es un libro disfrutable dado su contenido repleto de vilezas
que además suceden en los espacios comunes de nuestro país, aunque entre tanto
episodio cruento hay rarezas subrayables. Es, espo sí, una fuente inmensa de
datos e información, y el resultado de un esfuerzo impagable por parte de este
hispanista enciclopédico e impagable que es Paul Preston.
No hay comentarios:
Publicar un comentario