Es sorprendente que Jubiabá, esta novela de excelente ejecución de Jorge Amado, fuera escrita por su autor con sólo 23 años, y que ni siquiera fuera su primera novela. Cuenta la vida de Antonio Balduino, un muchacho negro de las favelas de Salvador de Bahía que, huérfano, crece con su tía y se va ganando la vida como ladrón infantil, luego como pícaro profesional, pero también como boxeador, luchador de circo, y hasta trabajador de la industria del tabaco, para terminar como inesperado revolucionario comunista.
El Jubiabá del título es un hechicero de la barriada que
cuida en la lejanía de Antonio (y de buena parte del vecindario) practicando el
sincretismo, mediante rituales y reuniones con encarnaciones de los dioses,
pero también visitando enfermos y haciendo favores a los pobres. Jubiabá, cuyo
prestigio llega a poner nombre a la región (Bahía de Todos Os Santos y del
Pai-do-Santo Jubiabá) ya es viejo cuando Antonio es chico, y lo sigue siendo
cuando la novela termina dos décadas más tarde. Sorprende un tanto que dé
título al volumen, dado su papel secundario. La importancia que le da el autor
emanaría del respeto no sólo por la figura, sino por el propio candomblé, la religión
del Pai-do-Santo, que, según
Wikipedia, parece que el propio Amado practicaba. Pero es sospechable que
se trata más bien de proyectar la fuerza de la historia en la imagen que
Antonio acaba haciéndose del poder real del hechicero y su religión: pasar de
la favela de infancia, donde todos los habitantes son negros, analfabetos,
desempleados cuando no semiesclavizados, y donde la enseñanza de Jubiabá es
ley, a las asambleas de trabajadores convocantes de huelgas, a los piquetes y a
las negociaciones, donde sindicatos y abogados encauzan la rabia popular por
las penosas condiciones de trabajo, es un viaje en una vida desde el animismo
al materialismo, en el que incluso Antonio se da cuenta de que el viejo Jubiabá
ya es incapaz de predecir ni conocer el mundo. Estamos en teoría en 1935,
además, una década cruzada de ideologías.
Jorge Amado es el escritor brasileño más conocido del boom literario
latinoamericano, probablemente. Pero cuesta reconocer la novela en esta
corriente, aunque tenga lógicamente cercanías; su mundo místico queda separado
del realismo, que más que mágico es histórico. Frente a la aceptación de una
realidad estilizada en lo inabarcable e incomprensible del mundo
latinoamericano, el Amado comunista presenta, primero bajo la aceptación y
luego en la lucha, la pobreza y la desolación de los negros oprimidos del
Brasil. No lo hace, de todos modos, en un tono miserabilista ni dialéctico,
sino dibujando un fresco de emociones sobre la capacidad humana de alegría en
las tradiciones de los orishas y demás dioses, el compañerismo, y el baile y el
amor, interpretados eso sí por un pícaro de la vida, en general sentimental
pero también orgulloso y celoso, que escucha a quien parece saber más o a quien
le trata bien, y que a la par vive en un mundo de decisiones diarias lastradas
de ignorancia y terquedad. Amado consigue transmitir esta sensación con el
ritmo, de frases y escenas cortas, diálogos ágiles y directos, y una
musicalidad sensual continua. Las reseñas sitúan el estilo en el modernismo, y
es fácil intuirlo en la creación de atmósfera desde el pensamiento de Antonio y
su devenir azaroso y literariamente juguetón, pero son relevantes tanto un aire
social y reivindicativo planteado algo festivamente, como un lenguaje cercano,
alejado de barroquismo de parte del boom y del cultismo del modernismo europeo
(no digamos ya de Rubén Darío, desde luego). Hay, no obstante, sombras y aires
de John Dos Passos, salvando las distancias de las diferentes sociedades, claro.
Pero Amado, del que Gabriela, clavo y canela está en las estanterías aún impoluto, era apenas un muchacho con aspecto de dandy al publicar Jubiabá, y evidentemente un talentazo, que merece regresar a él, sin duda.
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