3 de agosto de 2021

Perdona, ¿que lees qué?

 




He recuperado la lectura de poesía tras años de abandono. ¿Por qué dejé de leer poesía? He intentado buscar razones y algunas han resultado ser prosaicas:

1.- Me deshice de una bicicleta estática en que tomé la costumbre de leer poemas declamándolos en voz alta mientras pedaleaba. Era una excentricidad, pero también la poesía lo es. Nadie me creía cuando lo contaba, o bien se reían mucho. Bueno, en los entornos industriales en que trabajaba, claro, allí donde me respondían ‘perdona, ¿que lees qué?’

2.- Me enamoré perdidamente. El enamorado no debe leer poemas, pues ya está tocado por los dioses. O, incluso, debiera ser musa y no poeta.

3.- No superé el efecto de leer con detenimiento, admiración, devoción e ironía a una poeta grande como pocas: Wislawa Szymborska. Derrumbó mi tópico principal con la poesía: leerla en su idioma original si es que lo puedes entender. Con ella me dio igual, brilla por encima de las traducciones, las licencias, los truenos, los gatos y los superhéroes, y sus libros se cierran cantando oh dulce misterio de la vida, por fin te he encontrado.

4.- Cometí el error de confiar en las antologías. Lector de poesías, créeme, sobre todo si (ya) no aspiras a crear versos: las antologías, especialmente las seleccionadas, son un fraude al autor y al lector. Son agotadoras, pesan mucho (y no es lo mismo soportar un kilo de libro para leer endecasílabos sinecdóquicos que para seguir la pista de arqueros elfos de inaplazable puntería), y se traiciona el sentido cerrado de un libro controlado de poemas, pensado para una publicación y una emoción únicas y concretas.

5.- Me enfangué en una lectura de los Sonetos de amor de Shakespeare, en castellano e inglés, llevado un poco por el deseo de mirar su deseo, recordando siempre al santo mártir Oscar Wilde, pero también por admiración infinita por el autor. Los sonetos son estupendos, la traducción de Agustín García Calvo es un trabajo inmenso en busca de recoger el sentido, respetar el formato y encajar rimas (por encima de respetar el verso en sí), pero cada soneto me costaba un kilo de peso. A veces retomo el libro y leo el Soneto XX y escucho a Rufus Wainwright, aunque sin vestirme de Isabel I.

Recientemente he vuelto a leer poemas de manera continuada, pero ya con otra estrategia, que resulta más ligera, y que espero cumplir. Ha habido no obstante alguna caída esporádica en este interregno lector. Un poco de Sylvia Plath, que reseñé aquí y al que llegué por su temática incorrecta (básicamente, para Plath la maternidad es un horror irresoluble), y de Herberto Helder, al que erróneamente no reseñé y que consecuentemente he olvidado. También los Versos con faldas, claro. Pero ésta era antología de autoras y me dejó con la miel en los labios de buscar libros de varias de ellas, sin éxito… La nueva estrategia ha tenido hechos favorecedores y acciones que se van revelando atractivas:

1.- Me regaló @JaniGV cuatro libritos de poesía contemporánea vasca, de autores que nos circundan, pero en los que no caigo, quizás por prudencia injusta por la interpretación localista, que sucede demasiado en la vida diaria. El caso es que son obras ligeras en peso, cerradas en sentido, libros que pueden releerse, y que, colocada su lectura entre los tochos ensayísticos que últimamente me da por leer, aportan frescura (locura, desatino, sorpresa) al destino de una vida como lector.

2.- Las bofetadas continuas de una pandemia alucinante me ha colocado, como a tantos, en el precipicio tan atractivo de las emociones profundas. La sensibilidad poética por diversa que sea parece también explicarnos más en momentos puramente motivos. Tal vez porque el lenguaje que busca sus propios límites conecta con nuestras cabezas y cuerpos desesperados, tal vez por aquello de que la revelación epifánica también es un modo de conocimiento.

3.- Me avergüenza un poco, pero me resulta más fácil seguir poetas en las redes que visitar tertulias poéticas o asistir a lecturas de poemas; cuando lo he hecho, esporádicamente, la seriedad de los entornos y declamaciones me excluían, tal vez también por pudor ante la desnudez emocional del prójimo observada en público, o tal vez porque queriendo desencorsetar la literatura de la intimidad lectora se consigue encorsetarla en cierta veneración impostada. El caso es que Twitter es un altavoz peculiar entre lo público y lo privado que me ha hecho levantar un poco la pestaña.

4.- Entre la pila de libros a leer que la vida me ha ido almacenando hay una ración de poesía esperando su turno, heterogénea y fuera de toda intención de selección racional. Incorporarlos a las listas de lecturas era un deber, aunque hay algunas antologías cuyo manejo me provocará disensiones. No obstante, debe hacerse.

En fin, vayan unos breves:

1.- Las voces de la nada, de Beñat Arginzoniz, está atravesado de angst y desamor extremos; me resulta reconocible por las ansias de pasión de intensidad postadolescente y la tentación romántico-existencialista. Arginzoniz es figura cultural de la ciudad, editor -de El Gallo de Oro, editorial bilbaína de poemarios-, traductor y ensayista. Junto al caos que atraviesa estos versos, también me impresionan que el prólogo sea de Panero y que la foto del autor sea un retrato de Ameztoy.

2.- De Javier Aguirre Gandarias he leído dos libros (los dos en El Gallo de Oro), y uno de ellos contiene una sorpresa increíble, que recoge esta foto:

En la dedicatoria veo una pluma inestable y temblorosa; es la (pen)última obra del poeta, titulada La playa vacía, y la verdad es que me emocionó, porque además de que regalar un libro dedicado nominalmente por el autor es currárselo mucho (aplausos por ello para Jani), el autor murió mientras tenía el libro en espera... Aguirre Gandarias escribe poesía muy limpia, observa una realidad aparentemente plana con la que juega a la paradoja y la ironía, y que transmite una sencillez desarboladora. Claro, recuerda a Pessoa, pero también a Szymborska, que son poetas que conozco, tanto aquí como en Nube y cuchara (de 2002). Es inevitable siempre ver un tono testamentario en las últimas obras de un autor. La playa vacía contiene poemas cortos, y la depuración termina con el último poema del libro, La playa:

No hay gritos más altos que los de las nubes en la playa vacía


3.- ¿Por qué tenía yo un libro de Eugénio de Andrade en las estanterías? No lo sé, conserva la etiqueta de compra (2011) y supongo que la portada explícita sobre el pecado inefable de los griegos y algún comentario me llevaron a comprar Oscuro dominio, de la ya más extendida editorial Hiperión (¿dónde si no, considerando que dedica el último verso a Hölderlin?). Aparte de su fama en la poesía portuguesa, lo cierto es que no conocía más de de Andrade, y el libro ofrece lo que promete: sensualidad, sentido de deseo que debe ocultarse, claro subtexto homosexual, aunque sea por omisión: de Andrade describe sexualidad frente a un contrario corpóreo, físico, sexual, pero sin sexo definido. La lectura añade tanto el placer de las ediciones bilingües con un idioma tan hermoso como el portugués, como la aventura de pedir al autor que en cada poema ilumine más esa oscuridad en la que se desarrolla tanto ardor. No es extraño que conociera y visitara a Cernuda.


4.- Quedaban, sí, libros de Szymborska sin leer en casa. Ediciones nuevas de poemarios menos conocidos, como Canción negra, en el que Szymborska escribe sobre la postguerra, y, claro, salvo algunas excepciones, son sus versos de una negritud inesperada en ella, sin ironía apenas, de una profunda desesperanza.

En fin, hay que seguir. Lo malo es que lo siguiente es una antología completísima de Joan Margarit. A dividir por libros, espero…

 

Javier Aguirre Gandarias (vía)


Eugénio de Andrade (vía)


Wislawa Szymborska (vía)


Beñat Arginzoniz (vía)

 

 

 

 

 

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