El imaginario español en las Exposiciones Universales del siglo XIX es un libro que estudia la imagen de España desde la perspectiva peculiar que da el estudio de su presencia en las Exposiciones Universales celebradas en la segunda mitad del siglo XIX, desde 1851 (en Londres) a 1900 (en París). La imagen tanto dentro como fuera del país, que se retroalimentaron convenientemente. Se trata de un libro bello, con multitud de fotografías e ilustraciones, lleno de situaciones sorprendentes, y que supone un conjunto revelador de la construcción identitaria española en primer lugar, pero también del resto de naciones, especialmente europeas. También está muy documentado: las crónicas e informaciones originales de dichas Exposiciones son lógicamente la base del trabajo, que, por lo que aparece en la bibliografía, parece la edición de una tesis doctoral.
Las buenas voluntades de los hombres y países que organizaban las Exposiciones Universales del siglo XIX eran en realidad reflejo de una concepción del mundo profundamente equivocada. El siglo fue profuso en declaraciones de la inapelabilidad del progreso y del triunfo de la razón universales, pero las grandes potencias sin embargo usaban las Exposiciones como escaparate de la competencia de sus industrias, utilizadas (con las convenientes críticas autóctonas de carácter nacionalista en ocasiones, y racistas o xenófobas en la mayoría), para subrayar una posición de poder o privilegio, pero no de colaboración. En ese contexto, a España le resultaba imposible zafarse de la imagen de retraso, de imperio venido a menos, y de decadencia académica y científica, en la que sólo parte del arte, el folklore, y la imagen exótica (la reiterada asociación superficial a la cultura árabe) obtenían el reconocimiento de la crítica internacional. Y aunque en el tópico del retraso había verdad, el país se veía forzado -con gusto, por otro lado- a ofrecer la imagen que le era demandada.
Las Exposiciones eran altavoces de los países exhibidores, y un conjunto de galerías de maravillas del mundo. Ayudaron a crear un fenómeno masivo como el turismo, descubriendo países a sus visitantes, que, aún lejos en el arte de interpretar exposiciones o el trabajo de sus comisarios, creían con fe ciega que los pabellones de cada país los representaban verazmente, fomentando probablemente así mucho más las diferencias basadas en estereotipos que las conexiones entre países, sociedades, no digamos ya clases. Eran en teoría lugares donde las naciones se reunían pacíficamente a la par que exhibían su cada vez más desarrolladas armas de guerra, que a veces usaban en conflictos entre ellas en los períodos entre Exposiciones. También podían cambiar definitivamente las ciudades en que se alojaban, con edificios e instalaciones emblemáticas que permanecían, como la Torre Eiffel o el Parque de la Ciudadela.
Las Exposiciones son una especie de negativo de la fotografía que nos da el siglo XIX en aspectos históricos, científicos o filosóficos. Un espejo de lo que sobre todo Occidente deseaba ser sin notar la propia arrogancia colonial, o el monstruo de las guerras tecnológico-nacionalistas que estaba germinando en su seno. El libro estudia estos aspectos entre la utopía y el desastre, trabaja en profundidad los conceptos del poder que alentaban la organización de los eventos, y, lógicamente, atesora una cantidad de bizarrías por otro lado muy reconocibles, adscritas al acervo cultural que hemos estudiado, en ocasiones para nuestro propio horror. Eso sí, es una lectura exigente entre las innumerables referencias y el análisis académico, si bien entrado éste en materia, resulta rico y múltiple, combinado además con el gozo estético de las muchas y estupendas ilustraciones.
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