Leyendo La comemadre, primera novela de la argentino Roque Larraquy, publicada bellamente por Fulgencio Pimentel, he recordado varias veces las tramas 'somáticas' de Chuck Palahniuk, aunque hace tal vez veinte años que no le he vuelto a leer. Por somático me refiero al juego que creo que Larraquy comparte con Palahniuk en cuanto a una mirada entre lo grotesco y lo sublime a los cuerpos y sus miembros. Pero no recuerdo esta concreción en Palahniuk. Sí parte de la proyección metafórica, y algo del humor, que en Larraquy es más lacónico.
La comemadre tiene dos partes separadas por un siglo,
y tituladas 1907 y 2009. En 1907 la acción se centra en el sanatorio Temperley
de Buenos Aires, especializado en cáncer, pero que estafa a sus pacientes con
la aplicación de un placebo inútil. Un conjunto de médicos aprueba experimentar
con el paso de la vida a la muerte, aunque la seriedad esperable de
experimentos que pudieran formar parte de cierta tradición médica (véase
Mary Roach) se ve relajada porque tres personas del equipo beben los
vientos por la enfermera jefe y por el tono irónico del narrador, el doctor
Quintana, quien, con una voz tal vez demasiado actual para 1907, tiene inicialmente reparos por los experimentos grotescos que se van a
realizar, pero después aporta las ideas más oportunas para su desarrollo, si
bien en realidad busca asentar su figura y quedarse con la enfermera en su
particular batalla.
En 2009, sin embargo, un artista consagrado responde a un
texto de una estudiante. El artista cuenta episodios, de nuevo, de toque carnal
de su infancia y juventud donde cobra especial importancia su carácter de genio
infantil, su obesidad mórbida adolescente, su búsqueda de sexo en la
prostitución, y su encuentro con otro hombre que resulta ser un doble idéntico
de él. En busca de instalaciones artísticas simbólicas y extravagantes sobre
estos temas, experimentan de nuevo con los cuerpos, y acaban haciéndolo en Temperley.
Este tenue hilo entre ambas historias se refuerza porque uno
de los personajes de 2009 es bisnieto de Quintana y tiene un cuaderno de sus
escritos (se supone que es lo narrado en 1907). Pero es cierto que este nexo de
unión es libre, una excusa, frente al subtexto que creo que hermana a ambas
historias, la experimentación a la que lleva cierto delirio investigador
humano, que Larraquy coloca bien en el racionalismo científico hijo del siglo
XIX, en el que resultaba aceptable la eugenesia, por poner un ejemplo, y el
individualismo posmoderno que permite moldear el propio cuerpo hasta la
mutilación en favor de una autorrepresentación artística, digna del siglo XXI.
Por supuesto, el libro puede leerse y disfrutarse sólo como una ficción inteligente y sardónica, llena de humor negro y un importante desapego humano, en que lo bizarro como valor epatante sacude a unos lectores ya hastiados de todas las bestialidades que de por sí les ofrece el siglo. A ello contribuye un estilo elegante, elíptico, que ha dibujado y se beneficia de protagonistas muy lúcidos en ambos relatos, y hace avanzar la acción rápidamente. Mi disfrute ha sido intenso, reconozco.
FOTO Roque Larraquy (foto
de Pablo García para ctxt.es)
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