Las bostonianas es un intensísimo relato personal y psicológico del sufragismo en la Nueva Inglaterra de finales del siglo XIX (o mejor, de la postguerra de Secesión norteamericana), con una inteligente lectura de la lucha de género reflejada en la división del país, y un inmenso subtexto que hace de la novela un texto más actual que otras centradas directamente en la lucha política directa (por ejemplo, el libro de Carmen de Burgos que comentaba hace poco). Sucede cuando se crean buenos personajes: la vinculación simbólica y el reconocimiento emocional funcionan.
Verena es hija de un médium gracias al cual da una charla en casa de una sufragista de Boston a la que acuden Olive, adinerada dama soltera de la ciudad, y su primo lejano Basil, hombre sureño del Mississipi que, tras perder la guerra, se fue a trabajar a Nueva York y que está de visita en Boston. Verena fascina a ambos. La novela relata fundamentalmente la lucha continua que Olive (sufragista, de vocación soltera militante, acaudalada) y Basil (guapo, caballeroso, pobre) mantienen por ganarse a Verena. Olive lo tiene más fácil: vive en la misma ciudad que Verena, su oferta incluye educación y formación para convertirse en una oradora brillante que permita que los derechos de las mujeres se activen de una vez, y dispone de una chequera con la que convencer a sus padres de que permitan a Verena vivir con ella. Otras mujeres completan el cuadro principal de personajes, como la militante pionera Mrs. Birdseye, la médica doctora Prance, Mrs. Luna (la hermana de Olive) o la famosa sufragista Mrs. Farrinder. Todas ellas completan el grupo de bostonianas del título. En la trama hay también un peso relevante de la ciudad de Nueva York, porque allí vive Basil, pero también Mrs. Luna (que le pretende), además de los Burrage, cuyo hijo estudiante en Harvard corteja a Verena; se trata de un paralelismo entre una ciudad de provincias- así mencionada por los neoyorquinos - y una capital de artes y culturas cuyo significado en la batalla no he acabado de colegir.
La relación entre Verena y Olive es perfectamente legible como subtexto lésbico. Aunque Olive forma y educa a Verena como una Pigmalión que sirva a sus intereses políticos, sus celos ante los hombres que la persiguen son los de una sufriente enamorada. Los pequeños alejamientos, las mentiras y ocultamientos sin relevancia acaban siendo grandes grietas en la pareja, siempre perdonadas por la promesa de nunca concederse al matrimonio. La honestidad amorosa de Olive es a pesar de todo dudosa, pues su interés en liderar el movimiento pesa sobre la relación, pero, sobre todo, los cheques pagados al padre de Verena revelan un aire de posesión e inversión.
En un principio, Basil parece llamado a romper este encierro de Verena con su encanto, galantería y derecho masculino sobre la mujer. Su pobreza, su orgullo, y la otra parte de su carácter sureño (con frecuencia reflexionando por sí mismo como derrotado) corren en su contra. Poco a poco, según Verena le va conociendo, es claro que Henry James abandona cierta ironía inicial que hoy denominaríamos de comedia romántica, y le hace aparecer como un abofeteable macho dominante y retrógrado (recordemos que estamos en 1880). Pero su simbolismo fálico (el que penetra en el gineceo, digamos) tiene el sentido de recuperación del orden sexual que Olive subvierte. Lógicamente, es esperable que Basil venza. Otra cosa es a qué precio, y qué opine el autor de ello.
El caso es que el cuadro de sororidad que retrata James en varios momentos es hermoso, aunque no idealizado. Su trabajo es minucioso y detallado tomándose un tiempo que por ejemplo no usaba igual en la más acelerada Washington Square, y en la que las formas sociales son milimétricamente detalladas: organización de reuniones sociales, concertación de citas y visitas, el ritual de los paseos en voz en Boston, una larga escena veraniega que hace pensar en su contemporáneo Chejov... La visión novelada sobre el feminismo debió resultar impactante en su día (bueno, en realidad, más que impactante fue rechazada: la novela fracasó) y es aún vigente, pues no es imposible reconocer en la actualidad diálogos y situaciones que crea James alrededor de los derechos de las mujeres. Sabiendo por otro lado del interés de James en las presiones sexuales diversas, y su más que probable homosexualidad, la lectura en clave de Las bostonianas se antoja factible.
Las bostonianas tiene una adaptación cinematográficarodada por James Ivory en 1984, prácticamente literal, con el academicismo de su director en su época más triunfante, si bien fuera de la recreación victoriana que más visitó. No es una película muy lograda, pues al guión le resulta difícil recortar escenas y personajes cuya fugacidad no hace honor a su papel en el libro, y con ello pierde emoción. Además, salvo Vanessa Redgrave, que maneja todos los matices de la sufriente Olive, y Jessica Tandy, el casting no es acertado.
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