Debe ser difícil proponer algo nuevo sobre Cinco horas
con Mario, la novela de gran éxito de Miguel Delibes que además se
convirtió en obra teatral que giró durante décadas por toda España, con Lola
Herrera en el papel de Carmen, la viuda de Mario. Además de este éxito de
público, son multitud los análisis de la obra, incluyendo el largo prólogo de
esta edición, que referencia además otros ensayos sobre la novela de Delibes.
Así que la comparación con Señora de rojo sobre fondo gris puede tomarse como un punto de vista distinto al habitual, ya que, en cierto modo, pueden considerarse libros que dialogan entre sí. En ambos ha muerto una persona, y en ambos un cónyuge reflexiona sobre ello (una carta a la hija de la madre muerta en ‘Señora’, un monólogo junto al cadáver en la noche del velatorio en ‘Mario’). Ambas tienen una lectura sociopolítica de la vida española en el franquismo, más obvia en ‘Señora’ (publicada en 1991 y donde el título ya resulta claro) que en ‘Mario’ (1966) donde Delibes se ve obligado a una curiosa inversión para denunciar el sistema por boca teórica de quien lo defendía. Ambas, al final, son retratos de familia, uno de los temas centrales en Delibes.
La historia de Cinco horas con Mario es conocida: a
sus casi cincuenta años, Mario Díaz, muere una noche de manera inesperada
debido a un infarto. Su mujer, Carmen o Menchu, le vela la noche siguiente
durante cinco horas, en las que, partiendo de frases del ejemplar de la Biblia
de Mario, articula una serie de reproches que revelan el carácter de Mario y
también el de Carmen, en un monólogo extenso y circular, que va añadiendo
pausadamente capas de hechos a lo que ya se conoce en apenas veinte o treinta
páginas. El libro se inicia con el ajetreo del piso previo al monólogo, debido
a las visitas de amigos, la reacción de los cinco hijos de la pareja, o las
negociaciones de la esquela. También hay un epílogo, un diálogo con el hijo
mayor previo a la salida del cadáver hacia la funeraria.
El reproche continuado de Carmen tiene múltiples orígenes.
Parte procede de su propio estatus social, de aparente mayor renta con las
expectativas patrimoniales que eso le supone, parte de su ultracatolicismo y
parte de su represión sexual, a pesar de lo que parece un físico muy atractivo.
El Mario que Carmen dibuja parece inicialmente una persona retraída y egoísta
que no hizo caso a su mujer, pero poco a poco, bajo la capa de insultos que de
vez en cuando le suelta Carmen (botarate, zascandil, alcornoque, avefría,
adoquín, haragán, zoquete, tonto de capirote...) se va revelando un hombre de
conciencia social, aparente cristiano de base sin extremismos, que no acepta
prebendas ni sobornos, y en general de vida austera y sencilla, sin
pretensiones, afectado de depresiones recurrentes, y que no consigue triunfar
en su trabajo de periodista ni en su afición de escritor. Aunque también un
hombre de su época: no es considerado con las tareas de la casa, no es especialmente
cariñoso con su mujer, de poca dedicación a la crianza de los hijos. La falta
de ambición no es admisible por Carmen, que se siente despreciada frente a sus
pares (la obsesión por poder disponer de un 600 es recurrente), poco querida y
apreciada, con una frustración de origen por una noche de bodas en la que no
pasó nada, en lo que es un episodio clásico de la literatura marital). Los
hijos de Carmen parecen gajes del oficio más que descendientes deseados, y
Carmen además no admite las veleidades sociales de su marido, al que considera
rodeado de rojos e intelectuales, y una especie de soñador que escribe textos
incomprensibles cuando no peligrosos para la religión y el país. La bala final
de esta cadena de reproches es de una gran ironía, pues Carmen, que con
frecuencia ha sido cruel hacia Mario y su familia, narra al cadáver de su
marido muerto, bajo la implacable necesidad de obtener un perdón ya imposible,
cómo fue seducida por un amigo de juventud que sí ha progresado en la vida,
cuya consumación del acto, de haber sucedido, queda en elipsis. Carmen, que ha
ido extrayendo momentos de ese hecho poquito a poquito hasta acercarse al
final, se encarna en el objeto de ira propia de su insensibilidad personal y
social y se ve obligada a solicitar el perdón de un marido rojo y muerto.
Cinco horas con Mario se antoja una novela imposible
sin la dictadura y su censura. El tono crítico hacia la corrupción y falsa
beatería del régimen franquista es obvio, pero al estar declamado por una mujer
claramente adscrita al mismo, y ser su parlamento creíble (y así lo podemos
verificar los que tenemos cierta edad y conocimos, aunque fuera de perfil, la
España anterior), su potencial carga crítica parece atenuada, pues la
interpretación directa y sin subtexto sería en efecto que Mario se tiene
merecido el reproche (que tardó sólo una semana en obtener el visto bueno para
publicación por parte de la censura, como
cuenta Fernando Larraz). Delibes comentó varias veces que la novela inicial
no era un monólogo y que Mario no estaba muerto; pero que el diseño de
personajes no funcionaba bien, porque Mario se veía obligado a replicar, y el
retrato de Carmen se exageraba. Este atrevimiento de planteamiento de la novela
es probablemente la mayor valentía brillante del autor, que, por otro lado,
controla muy bien su dominio del idioma para no dar su propia voz al personaje
de Carmen, que no es persona culta. Probablemente esto hace la lectura algo más
cansina de lo habitual en Delibes, pues a la reiteración se suma un personaje de
un perfil diáfano, pero es probablemente el instrumento para burlar la censura
al emplear el perspectivismo irónico (como dice Larraz) para poder denunciar la
dictadura sin hacerlo en referencias literales. Delibes plantea además una nube
creciente, acumulativa, de no demasiados hechos familiares o intereses de la
propia Carmen, que se alimenta de detalles poco a poco, que dibujan bien el
momento obsesivo que vive la mujer, y cuya finalización en la confesión de
infidelidad no es tampoco un requisito de mayor o menor duración. Desde luego,
el éxito de la novela y la obra de teatro se antojan lógicos
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