(Reseña previamente publicada en la Revista Cultural Factor Crítico)
Siguen llegando libros brillantes del pozo inagotable de la
literatura latinoamericana. Daniel Saldaña París es un poeta mexicano que nació
en 1984 y En medio de extrañas víctimas
es su primera novela. Su título, algo grandilocuente, y su estructura ya vista
(dos historias de dos personajes, con estilos diferentes, que acaban
convergiendo) no presagiaban demasiado interés, pero el autor es muy talentoso,
incluso para sobreponerse a influencias cercanas (Bolaño, que incluso convierte
en homenaje), o más distantes, como Houllebecq, con quien comparte esa
inquietante capacidad de encontrar poesía en el vacío postmoderno; o Melville,
cuyo Bartleby gravita sobre el diseño del primer protagonista de la novela:
Rodrigo, un veinteañero con un gris trabajo de oficinista como ‘administrador
de conocimiento’ en un museo del DF. La inactividad, falta de iniciativa y
penosa parálisis mental de Rodrigo le llevan incluso a casarse víctima de una broma
de sus compañeros de oficina a la que es incapaz de negarse.
El segundo protagonista es Marcelo, un profesor de filosofía
madrileño que pasa una estancia de un año en una universidad mexicana,
intentando investigar la vida de un ignoto poeta boxeador desaparecido en
México a principios del siglo XX. Marcelo es un cuarentón soltero un tanto
cínico y pedante que acaba conociendo a Rodrigo porque la madre de este trabaja
en la misma universidad. Ambos personajes, tan normalizados en vidas esperables,
acaban sucumbiendo a las artes de un desquiciado gurú estadounidense que
pretende hipnotizarlos mediante el consumo de orina adolescente para acabar de
percibir en grupo el futuro del arte…
La suma de bizarrías epatantes en una trama novelística no
es necesariamente un valor, sino más bien un riesgo. Las mencionadas más arriba
y varias más no resumibles en un espacio limitado, son en parte asumidamente
tópicas, y en parte excusas dramáticas para que el autor destile lucidez ante
supuestas certezas de la vida actual: del oficinismo a la política cultural,
del anhelo de expresión a la intelectualidad universitaria, del urbanismo atroz
al aprendizaje en los viajes al extranjero. Su herramienta es una sintaxis
brillante, la capacidad de conseguir imágenes recurrentes de gran potencia, un
conjunto de relaciones entre las tramas que supera la estructura algo forzada,
y el humor, un corrosivo humor que nunca lleva a carcajada, pero que asoma de
continuo en toda frase al abrir el libro, con una carga de ironía sardónica que
no da respiro (que es propia del autor pero que también traspasa a sus
personajes principales), excepto, por supuesto, en el antepenúltimo párrafo.
Que no les voy a contar…
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