15 de mayo de 2009

Arte que no permanecerá (coda)


El patio de la recaudación de la renta de Bilbao, que antes fuera El patio de la recaudación de la renta de Venecia, porque antes se expuso en la Bienal de Venecia y ahora se expone en el Museo Guggenheim de Bilbao, es una obra de Cai Guo Quiang.

Los recaudadores de impuestos, tranquilos funcionarios que se refugian en feroces guardias armados, recaudan un arroz efímero de las cosechas a los agricultores explotados. La instalación se construye y destruye durante la exposición, y sus lecturas son múltiples y metafóricas.

Las estatuas están hechas de barro mal secado, que se ha agrietado al perder agua, y que va quedando poco a poco en su estructura: perchas, y bastidores metálicos y de madera. Varias de las estructuras, además, están aún en construcción. El artista sabe que su obra va a desaparecer y además quiere que desaparezca, se destruya, caiga a la nada. ¿La lectura política? Tal vez que la represión se destruye a sí misma, víctima de su propio peso, exceso, gravedad. La lectura económica podría ser nihilista o anarquista: no hay futuro para un sistema de producción que se devora a sí mismo por existir tal y como es, sólo en su ausencia futura por su destrucción existe una verdad. La lectura artística puede ser la más ambiciosa: ¿qué queda? ¿qué permanece? Aún cuando la ambición y vanidad de artistas sean máximas, las obras de arte no cambiarán el mundo porque el mundo, antes, lo devora todo, hasta esta belleza inútil…


La exposición estará hasta principios de septiembre en el museo. La he visitado ya tres veces, pero de sus instalaciones (muchas de ellas alrededor de lo imperdurable, de lo caduco, de lo efímero), la que más impactado me deja siempre es De frente. O Head On. Las fotos no hacen justicia, y esta que pongo, sacada como las demás de esta entrada de la web del museo, no es excepción.

99 lobos en círculo eterno lanzándose contra un muro. 99, feroces, valientes y convencidos, incapaces de ver que rebotarán contra una pared, y en eterno rebote sin remedio están atrapados. 99, capaces de volar en esta sinrazón, tan motivados están, en la que ninguno es guía en un camino claro, evidente e inflexible. Sus bocas abiertas, sus ojos decididos, sus colas enhiestas, su ánimo indestructible. Son 99, jóvenes lobeznos, héroes de la idea, que se persiguen, se olisquean, se tropiezan en su ideal con retorno.No piensan, sus huellas lo devoran todo, 99 fieras detrás de un imposible, sin ojos para el mundo. Súmate a ellos, estarás protegido, serás feliz.



5 de mayo de 2009

Arte que no permanecerá


No he conocido a Banksy sino por los libros que veo en las librerías; en concreto, en las de gran consumo que son cadena. No sabía si era exactamente una persona, un colectivo, o acaso otro fraude postmoderno.

El caso es que un libro, Wall and Piece, de-venta-en-librerías, cuyo autor es aparentemente Banksy, quien parece un simple artista del graffiti y otras formas de arte plástico callejero. Bueno, no tan simple. Banksy se ha expresado hasta ahora en la calle, colgando cuadros falsos en grandes museos del mundo, mediante este libro que hoy menciono, o en Internet. Su web, como podéis ver, recoge mucha obra que es también la que puede disfrutarse en el libro. ¿Y qué dice Wikipedia? Esto. Que también expone, y que sus obras han llegado a venderse e incluso su permanencia en las paredes de una ciudad ha sido votada por los ciudadanos.


Banksy hace reflexiones demasiado interesantes en su obra como para que la sociedad biempensante y aburguesada que consume arte le despreciara como simple ejecutor de vandalismo. Podrán ser tartufos, pero no son tontos como para ver que su obra gráfica contiene un humor subversivo e irónico (tanto por la temática como por la colocación, ya que la elección del espacio rara vez es inocente o al menos inintencionada), y un potencial estético considerable. En cierto modo, Banksy pretende devolver el arte y la calle a los desfavorecidos, y, como defensor del graffiti como epítome de lo público en la creación artística, lo encumbra como el arte más democrático (que no necesita entrada) y revolucionario (al querer cambiar el urbanismo, tan querido por los ayuntamientos tan deseosos de negocios inmobiliarios). Todo esto es lo esperable, en cierto modo lo tópico. Él quiere seguir en la calle, critica a los que desean su arte, ¿qué puede hacer si gusta a los que quiere criticar?

Todo esto está muy bien explicado por otros en la red. De hecho, esta entrada está siendo espantosa, porque veo que todo lo que he pensado ya ha sido antes escrito, y no es que uno no sepa que muerto Homero sólo ha habido plagiarios, pero una constatación tan directa resulta cruel. Se ve que he escogido un tema que por sus características es propicio para el análisis webero. Así que intentaré darle otros matices a Banksy…


En parte, Banksy hace la rosca a la hipocresía del coleccionismo de arte. Gente estupenda que se molestará de que pongan un manicomio junto a su casa pero se alegrará de ver pintadas de locos suicidándose en la ventana de uno de ellos. Banksy les hace sentirse inteligentes, mucho más modernos de lo que ya se consideran, de visión estética más abierta, para que con un mohín de incredulidad reflexionen sobre dónde va el mundo y cómo aún quedan almas libres y valientes que lo denuncian. Algo así como salir sintiéndose estupendo después de una ración de cine social de Guédiguian o Loach, para después no hacer nada, claro. Claro que Banksy intentará pintar sucias ratas en grandes mansiones, pero parece que sus éxitos se circunscriben sólo a las molestias a las instituciones. Que no es poco, admito, pero en nuestro cinismo postmo no deja de ser algo de aceptación fácil…
Otra consideración interesante es tener alma de artista que se sabe autor de obra a ser destruida en muy poco tiempo. Muchas veces, si no fuera por su cámara de fotos, él sabe que su obra desaparecería para siempre. De hecho, pensada como está para ser disfrutada por el pueblo en el más público de los locales, en muchas ocasiones esto resulta imposible porque es retirado antes. Poca pintura de este tipo permanece, aunque bien podríamos decir que hay un nexo entre ella y los frescos de miles de paredes en que el hombre ha pintado algo desde la antigüedad. ¿Resulta excesivo? ¿Recuerdan grandes artistas del graffiti que hayan trascendido?

Yo soy un aficionado generalista y escaso al arte, y a bote pronto sólo me han salido Basquiat y Haring. Keith Haring, que aspiraba no sólo a exponer sino a ser reconocido entrando en mercado como buen artista pop –no lo llegó a conseguir porque el arte consolidado lo rechazaba y él murió muy joven- llegó a pintar en superficies de todo pelo (incluida la piel de Grace Jones), o sobre el muro de Berlín, donde dejó entre otras cosas uno de sus ángeles. Se conservan partes del museo de Berlín, y algunas se dedican a exposiciones de arte callejero, aunque parezca contradictorio. Sin embargo, la obra de Haring desapareció de la ciudad con la destrucción de gran parte del muro. No sé qué opinaría Haring de ello, pero he pensado en él al ver las fotografías con las obras pintadas por Banksy en el muro de Cisjordania. Que deben ser destruidas, no tanto por esas protestas palestinas que dicen que la vergüenza del muro no debe ser embellecida artificialmente, sino por… bueno, por motivos obvios, supongo. De nuevo, sería un posible deseo del artista que entre sus tareas tiene el constatar en duración el período que las autoridades suelen dejar que sus obras permanezcan para el público…












22 de abril de 2009

More Alan Moore


Alan Moore, por si quedan dudas o alguien no le conoce, es el guionista/autor de cómic más conocido, reputado e influyente de los últimos treinta años. Sería algo tonto e innecesario ponerse ahora a desgranar o listar sus obras y sus maravillas/resultados: hay miles de websites tanto pretendidamente serias como asumidamente underground que lo hacen y lo explican todo de él. Incluído su carácter huraño, retraído y obsesivo…

Este autor fascinante, que ha liderado sin proponérselo la actal edad de oro del cómic, es algo más que un imaginativo autor postmoderno. La lectura de sus comics, especialmente aquellos que presentan una determinada base histórica, le revela documentado historicista, y, por momentos, tan ensayista gráfico como ficcionador, además de artista metaintérprete del medio y sus personajes, y especialmente comprometido con la esencia o verdad de su arte, algo que le molesta mucho cuando sus obras se adaptan al cine. Es un clásico de la moderna resistencia al mainstream de Hollywood la negativa repetida de Moore a participar o simplemente dejar que su nombre figure como autor de la obra original en que se basan las películas de sus tebeos. Esta resistencia razonada, aunque casi heróica, tan extraña en el mundo de las artes sometidas al poder de la promoción y a comercializar para rentabilizar la inversión (sea del tipo que sea), sólo se alcanza desde la seguridad que (supongo) da el genio verdadero o desde un carácter inalterable y sin duda poco habitual en la psicología temerosa del artista que pueda serlo de masas. Moore, más cercano que a un autor de culto de un medio con implicaciones de consumo de masas, recuerda más a un poeta ermitaño; ¿y no serían los poetas de hoy en día los superhéroes incomprendidos de las artes?

Resultados desiguales y una única pasión de autor: ni verlos


Pero yo, en realidad, hoy quiero hablar del Alan Moore poeta, tal vez porque el Alan Moore superhéroe no resulta verosímil, claro (¿mallas? ¿músculos? ¿supervehículos??) ¡No! Como mucho, máscaras, dobles identidades, sufrimiento y soledad por ser distinto. Tal vez por ello, el poeta Alan Moore escribió hace dos décadas un poema en contra de la homofobia de la llamada ‘Cláusula 28’, una disposición thatcheriana que fomentaba la discreción y el disimulo de la homosexualidad en la familia y que prohibía ‘promoverla’ a las autoridades inglesas y galesas. El libro se titula El espejo del amor y es inclasificable en sí. Por causa de Alan Moore, uno puede encontrarlo en las librerías de cómics. Al ser poesía, en las estanterías dedicadas al olvidado antiguo sexto arte. Y al estar cada estrofa ilustrada por una fotografía a página completa de José Villarrubia, en la de fotografía. Claro que todas estas imágenes de cuidado trabajo previo y excelente calidad artística (cromatística, compositiva, metafórica) hablan con la estrofa que les corresponde pero también con las demás fotos del libro, en un doble lenguaje muy hermoso y que, como siempre en los libros que guioniza Moore, reflexiona a múltiples bandas sobre el medio utilizado.

Miguel Ángel


Alan Moore recupera su aliento historicista llevando a su poema el relato de una Historia de la subcultura gay, a través de momentos de mayor y menor libertad o comprensión, en las diferentes civilizaciones, sin olvidar los puntos más oscuros del origen de una infamia, y hasta llegar a la vergüenza moderna del gobierno conservador británico. El punto de vista parece por momentos algo pasado de moda, ahora que esa subcultura está tan presente en nuestro país, pero tal vez debamos pensar que lo de (parte de) nuestro país es lo excepcional, además de que mucha gente no participa de esa subcultura o esa subhistoria (por eso son ‘sub’, claro), aunque graciosamente la tolere. ¿Y qué es lo aparentemente demodé y sin embargo muy bello? La visión del amor que no osa decir su nombre como una pureza primigenia es una vuelta poética a los principios básicos de la representación de lo homosexual en el arte. Pero resulta no obstante gozoso y emotivo recuperarlo gracias al convencimiento ético de las palabras de Moore, y porque nos recuerda que la base de este conflicto no es sino una vilipendiada cuestión de amor diferente al comportamiento habitualmente aceptado.

El espejo del amor debe leerse, como dice en una de sus recomendaciones, en la cama, a la persona amada (nuestro espejo) a la luz de las velas que se irán encendiendo y apagando según corresponde, y en voz alta, como si fuera un conjuro para que las fuerzas del amor nunca abandonen al hombre, nunca sean utilizadas en su contra, y nunca más dejen una foto en negro.




Agradecimientos a Jonathan por el link del odio de Moore por las pelis de comics.
Agradecimientos a Roberto por la idea del conjuro, y por todo lo que significa la participación en el libro, claro está

14 de abril de 2009

Me pillas en China (y tres)

Nos preguntábamos ayer después de tanto rollo oriental que a dónde nos llevaba todo esto. Y me respondía que, por supuesto, al terruño, pues ¿a dónde si no?

A que no existe literatura española que me encaje en esto de ‘descubramos China a nuestra manera y presentémosla con originalidad, fuerza, carácter, lo que sea que tenga vida propia’. O por lo menos, yo no lo conozco. Algún libro de viajes al estilo de Manu Leguineche, pero siempre me pareció de otra época y no conseguía encajar en su espíritu aventurero bien narrado pero un tanto suficiente. Hace meses tuve sin embargo conocimiento de un libro que enseguida compré y me leí, Los mares de Wang (Gabi Martínez).


Hong Kong: mar

Martínez es un excelente escritor, dinámico y altamente documentado (y bien guapo, por cierto), capaz de desentrañar parte del alma de la contradictoria China actual, aunque… Veamos, el libro narra un viaje para descubrir/describir las zonas chinas más desarrolladas, que son las costeras, y sin embargo se encuentra con que las relaciones con Wang, el joven chino del interior que Martínez contrata como traductor y que desconoce tanto esa China raramente supradesarrollada como el lejano Occidente, son su mayor conflicto.

A Martínez le aprecio un esfuerzo investigador/documental, y un estupendo análisis sociológico e histórico, además de los lugares descubiertos (insospechados y sorprendentes, tal y como sucede siempre en China), pero su relación con Wang da idea del fracaso al conocer a los chinos y, en general, el de una experiencia, aunque el libro sea un interesante reflejo de cómo el triunfo occidental se asombra del despertar del dragón que en gran parte ha alentado y dado de comer. Martínez parece viajar por China con ojos muy abiertos, pero con escaso sentido del humor (o con mucho orgullo, o una combinación de ambos sentimientos). Pareciera que su observación de la astracanada sociológica no es consciente de que sus protagonistas, los chinos de carne y hueso, la conocen, y que conocen su contradicción, pero que la línea entre subrayar el detalle y la ofensa es sutil si se hace sin humor y sin reírse también de lo que supone que un hombre blanco viaje a China en las condiciones del autor. Supongo que como en todas partes, en China se sobrevive sólo con sentido del humor. Pero lo sorprendente es el humor que atesoran ellos mismos, algo que Gabi Martínez apenas consigue rascar a pesar de ser un analista profundamente racional. O tal vez por eso.

Más allá, el libro opta por perder la concentración en lo viajado para ramificarse por detalles que no le ayudan a centrar su efecto en el lector: sus cuitas con la website en que narra los episodios de su viaje, su retorno a España en medio del relato, sus reuniones con inmigrantes españoles en China… Son detalles humanos que lo acercan más a un libro de experiencias personales, una literatura excelente de blog (por así decir), pero que al no ser profundo en su introspección personal hace que pese más la personalidad del autor que el objeto del libro. Y eso es una pena, aunque para nada invalida la propuesta que, sinceramente, recomiendo mucho leer porque, al menos yo, he aprendido bastante. Y no me considero especialmente exigente, pero consideren que nunca hablaré aquí de libros que no merezcan la pena. ¡O eso espero!


4 de abril de 2009

Me pillas en China... (dos)

(((Decíamos ayer... Pero España, a decir verdad, no ha mostrado demasiado interés en China.)))

Y el desinterés puede considerarse histórico. Aunque se supone que Colón iba a desembarcar en esas tierras, al final la separación de territorios de ultramar entre España y Portugal les dejaron su colonización y, sobre todo, el comercio con los mismos, a nuestros vecinos. España después sufrió su aislamiento secular y entre otras incorporaciones tardías al mundo, la de comerciar con China resulta ser una de las más dolorosas actualmente. Y a pesar de la obvia necesidad comercial con China, sea para comprar, sea para vender, apenas existe una conexión diaria directa con China por avión, un escaso Madrid-Beijing de Iberia, que además no lleva muchos años operando. Los chinos continentales y los chinos de Hong Kong tampoco programan vuelos a nuestro país. El resto de grandes aeropuertos europeos pueden tener más de diez o quince vuelos diarios a las tres grandes capitales chinas, pero… Así, no es de extrañar que nos falten libros de viajes por China, como el que ya hace más de veinte años publicó Vikram Seth en Desde el lago del cielo. Seth con los años se convertiría en un escritor pionero del boom de la literatura angloindia y en autor afamado de una novela monumental en todos los sentidos (Un buen partido). Pero antes, había sido estudiante en el extranjero, nada menos que en Nanjing (China), y decidió hacer un viaje de regreso a su Delhi de nacimiento desde el dichoso lago, situado en la muy alejada y paupérrima provincia norteña de Xinjiang, atravesando para ello medio país, incluyendo el Tibet, en… ¡autostop! Seth hace su viaje a principios de los ochenta, cuando China todavía se desperezaba en su apertura al exterior y las dificultades logísticas y estructurales eran tan descomunales como el país en sí. El libro todavía habla de una China lejana para la mayoría de los visitantes occidentales, que no se adentran donde Seth lo hace, incluso aquellos que huyen de los hoy propuestos grandes centros de interés turístico y pretenden descubrir una China más primigenia. Aunque este concepto sea un tanto falaz, ya que por un lado no existe una China primigenia (la Revolución Cultural del maoísmo lo borró todo) sino una pobreza extrema que un pueblo que parece desamparado intenta combatir como puede; por otro, no se conceden permisos fácilmente para visitar la China tan pobre y hambrienta que ni tan siquiera puede hacer el más mínimo negocio con Occidente. Por no hablar del Tíbet, claro.

China: en construcción

Desde el lago del cielo es un libro bello y poético, escrito con sencillez (¿ingenuidad?) desbordada por un escritor aparentemente primerizo pero lúcido y honesto, retrato de una aventura contra la burocracia y los elementos, de un reto planteado para el aprendizaje, la emoción estética, y la experiencia sobre lo que implica viajar:

Sin embargo, en un plano personal, aprender de otra gran cultura es enriquecer la propia vida, comprender mejor el propio país, sentirse más en casa en el mundo, y, de modo indirecto, incrementar ese depósito de buena voluntad que quizá pueda, dentro de generaciones, atenuar el uso cínico del poder nacional.

La China que podemos ver y visitar hoy en día es otra cosa. Si hablamos de Guy Delisle y su Shenzhen ya jugamos en otra liga. No, mejor en otro deporte. Shenzhen, por un lado, es un gran centro económico, nombrado zona económica especial por Deng en 1979, y que antes era un poblado irrelevante. Hoy, cuando ha pasado en 30 años de 50.000 a más de ocho (puede que cinco, puede que diez, ¿quién sabe?) millones de habitantes, es un paraíso del capitalismo alucinado a la china, del desarrollismo urbano desastroso, de la producción y comercialización masivas de componentes electrónicos, y de la polución sin solución; lo más alejado posible geográfica y emocionalmente de ningún lago del cielo o de ninguna cultura tradicional, pero también de un desarrollo sostenible, moderno, o cualquier otra zarandaja correctamente comercial de Occidente que prefieran.

Por otro, Shenzhen ya no está sólo ambientado en los 90, sino que es un cómic, género más pop que la novela autobiografiada o el viaje de aprendizaje, y signo tal vez de los tiempos aperturistas. Guy Delisle ya no es un autor oriental, sino un canadiense, un profesional occidental que debe vivir seis meses en Shenzhen y enfrentarse a la contradicción entre la organización del trabajo (jefe de un equipo que debía terminar episodios de series de dibujos animados a emitir en Occidente según cánones de productividad) y el desconcierto del choque cultural entre dos referencias necesitadas una de otra. Yo supongo que no se puede ser objetivo al juzgar un libro que retrata situaciones reales que uno ha vivido de una manera directa y clavada a cómo el autor las presenta. Las experiencias son personales y laborales y se resumen sobre todo en el desastre de comunicación que tenemos entre ambos hemisferios, siendo el resultado unos meses de absolutas sorpresas e infinito aburrimiento por parte del protagonista. En realidad, Shenzhen es una crónica de un viaje al absurdo, de la relación entre dos mundos que quieren e intentan conocerse, pero que no parecen saber desarrollar cómo, y del estupor que eso genera en uno de esos mundos. El anecdotario es inmenso (ese portero que siempre le saluda con una frase en inglés absurda, ese cocinero que siempre le hace la señal del huevo cuando se cruza, esa gente que le saluda por la calle porque sí, esa visita al 'dentista', esos mendigos que aplastan la cabeza contra el suelo pidiendo dinero, esas traducciones de minutos para decirte al final que 'están de acuerdo', esas habitaciones cuyas luces no hay manera de apagar, esos imposibles cruces de fronteras, etcétera...), y la capacidad de observación del autor aumenta el goce de una historia que indica cómo viajar puede no ser tan maravilloso. Me da envidia gorda una cosa del canadiense, y es que al menos para él la comida china era una fuente de placer. Posiblemente tendría más costumbre o más valentía, porque... bueno, hay que vivirla...


Shenzhen: la ciudad


Delisle es uno de los maestros de la historieta autobiográfica, aunque es un género inmenso y de grandes obras. Les adjunto un link donde podrán ver que hace tiempo tuvieron a bien referenciar varias de estas reflexiones, todo ello gracias a un maestro en el superanálisis de la infracultura, cuya lectura de nuevo recomiendo a quienes no conozcan y deseen sorprenderse de continuo.

¿Y a dónde nos lleva todo esto? Pues, por supuesto, al terruño, ¿a dónde si no?

(continuará...)









28 de marzo de 2009

Me pillas en China... (uno)

He viajado mucho por razones laborales a China. No es que esto sea ya excepcional ni mucho menos. He estado allí seis veces (¡creo!), en estancias siempre de diez a quince días, lo que no son duraciones excepcionales ni me hacen conocedor de tanta realidad del país como la gente que se ha ido allí a trabajar de manera continua y, supuestamente, vivir. Pero sin duda son más veces de lo habitual.

Los viajes son una buena oportunidad para leer, y si el viaje es largo y además puedes perder el sueño por la diferencia horaria, lo mejor es llevarse una buena provisión de libros. Recuerdo haberme leído Mauricio o las elecciones primarias (Eduardo Mendoza) o La felicidad de los ogros (Daniel Pennac) gracias a las horas de sueño perdidas en China. No es la mejor forma de leer, también lo reconozco. Aunque ahora quiero escribir sobre alguna literatura sobre China, que siempre es forma buena de prepararse para el mundo surreal que allí espera al viajero. Yo mismo he hecho literatura personal al respecto, ya que en China me han abandonado en aeropuertos; me han tenido nueve horas encerrado en un coche y he estado a punto de sufrir dos accidentes de tráfico que hubieran sido muy graves de, como dicen en el fúmbol, ‘concretarse’; me han llevado de putas y he comido cosas que no puedo explicar a mi madre (este punto no tiene relación con el inmediatamente anterior); y, por si fuera poco, les he visto celebrar bodas. ¿Acaso todo eso no merece escribirse?. Pero no publicaré nada (aún) por aquí. De mientras, me gustaría que mis lectores improbables pudieran regocijarse con los textos que The Big Kahuna ha enviado a varios allegados al respecto. Desgraciadamente, él no los publica en su blog, y sólo podemos afearle por ello. Lean algunas de sus entradas los que no le conozcan, descubrirán un escritor sorprendente.


China: ¿es rara o fascinante?

No, no tengo una desatada pasión por leer todo lo que me caiga de China en las manos. Algo he leído, además de guías de viaje y libros de negocios, aunque ambos géneros son poco dados a la poesía y en general están mal escritos. Pero lo poco que he leído me ha permitido contrastar lo que otros ven con ‘lo mío’, conocer algo lo que le ha pasado a ese país, y he podido tanto reconocerme yo como a los chinos. Son además cuatro libros de géneros muy distintos, pero que, a su modo, fueron pioneros en lo suyo…

Hace años una amiga muy querida, convenientemente fascinada por China, su idioma y su cocina, y que, sobre todo, adivinó lúcidamente que iba a viajar mucho a Catay me regaló un volumen en inglés de Wild Swans, publicada en castellano como Cisnes Salvajes, la biografía de Jung Chang, que fue un auténtico best seller mundial a pesar de que no sea escritora muy conocida aquí y Wikipedia ni siquiera tenga una entrada para ella en castellano. Cisnes Salvajes es una biografía río de tres mujeres de la misma familia que tienen a mal vivir varias décadas del convulso siglo pasado en China, pasando por diferentes regímenes y formas políticas, que tenían todas sus traducción en hacer sufrir convenientemente al pueblo llano. La novedad vino de ser una buena novela publicada por una mujer china que había vivido el régimen de modo directo: la nieta de la abuela, escapada en su día con éxito a una universidad occidental, era mujer y había sido adolescente de la Guardia Roja antes y militante anticomunista ahora. Como buena conversa, abominaría del régimen y años más tarde publicaría una biografía (Mao. La historia desconocida) que desmitificó cualquier aspecto que pudiera quedar intacto de la personalidad y régimen del Gran Timonel. Wild Swans es una magnífica forma –ágil, completa, directa- de acercarse a China desde dentro. Que yo sepa, no es novela demasiado conocida en España. Pero España, a decir verdad, no ha mostrado demasiado interés en China.

(continuará)

16 de marzo de 2009

Sexo y plagio

El cuerpo de Jonah Boyd, la última novela publicada en castellano de David Leavitt, es su particular La ley del silencio. David Leavitt viene a justificar el plagio como Kazan podría hacerlo con la delación en su película, a través de un personaje vapuleado y cuya actuación Kazan presenta comprensible como el de Terry Malloy y su convincente ingenuidad. Supongo que el ‘plagio’ viene a parecer un crimen menor frente a la ‘delación’, aunque se nos presenten justificados, o, por decirlo de manera más oficial, legalizados a la luz de los acontecimientos que rodean a sus ejecutores en las dos obras. Eso sí, Kazan era un cineasta hablando de delatar a compañeros por sus ideas, mientras que Leavitt es un escritor hablando de copiar a compañeros, de escribir a fin de cuentas. Es decir, como escritor, debe tener convenientemente sacralizada su actividad y el plagio debiera suponer un crimen gordo.

Yo he tenido algo con David Leavitt. Lo que muchos de mi generación a los que les gustara reconocerse en la literatura: una revelación de identidad sexual normalizadora. El Lenguaje perdido de las grúas o Baile en familia fueron libros publicados también en la época en que se estrenó Maurice, y todos ellos eran… ¡referentes serios! ¡¡bien ejecutados!! ¡¡¡sensibles!!! Incluían un sexo no demasiado explícito pero sí realista (que, por supuesto, suponían onanismo obligado en un lector postadolescente), pero yo las veía como obras pioneras, únicas, me separaban de visiones socialmente aterradoras, o de los griteríos de locazas que yo pensaba que existían sólo para ridiculizar al homosexual.

Cierto es que yo no conocía la obra de Edmund White, la de Jean Genet, o la incipiente de nuestro patrio Luis Antonio de Villena. Pero a todos ellos Leavitt añadía una pátina de cotidianeidad sin ñoñería, hija de la incipiente visibilidad en Nueva York o San Francisco, y menos refugiada en los personajes singulares, o en el atractivo del sexo descarnado y morboso de los muelles de Brest. A Fassbinder le había visto poco, pero eso de la visibilidad social como tal no le importaba al germano. Tampoco entendía la petardez que me parecía que envolvía la moral hedonista de Almodóvar. Y lo pienso todo y me digo: ¡claro que Leavitt era fundacional! Su presentación era normalizadora, cuando esto en literatura era todavía escaso o francamente incomprensible. O, lo que suele ser peor en arte, aparentemente adocenada o burguesa frente a modelos de libertad absoluta en las formas que no encuentran interés artístico alguno en un vulgar reconocimiento social de sus personajes por pertenecer estos a una minoría.

David Leavitt: ¿literatura para hombres?


Y David Leavitt construyó su carrera en ese espacio, en el que aparecieron muchos más competidores a la búsqueda de un mercado incipientemente consumidor. Yo seguí su carrera, que tuvo su curioso clímax en Mientras Inglaterra duerme, cuando fue acusado de, precisamente, plagiar una autobiografía. Por resumirla, era una especie de mezcla de las novelas de Alan Hollinghurst (sobre todo La biblioteca de la piscina) y de la película de Ken Loach Tierra y libertad, en la que un escritor británico acaba siguiendo a su amante despechado que ha venido a España a luchar en las Brigadas Internacionales. Ese escritor existió realmente y escribió un libro sobre sus peripecias, pero Leavitt no mencionaba nada… La brillante carrera de Leavitt sufrió un vuelco, pero supo aprovechar el revés que le supuso. Perdió inspiración en Junto al pianista, con tópicos en esta ocasión poco inspirados como el ambiente mediterráneo, las relaciones entre madres e hijos (y eso que las madres de Leavitt siempre fueron espléndidas en sus relatos iniciales, como cuando las presentaba como la única fuerza de la naturaleza capaz de salir a la calle para intentar concienciar a la sociedad ultraconservadora del reaganismo de la necesidad de prevenir el SIDA, una tarea tan ardua e imposible que sólo las madres serían capaz de emprender), y las relaciones entre artistas de distintas edades. Ventura Pons hizo una película igual de insípida que la novela. Sin embargo, ya en los relatos de Arkansas, en los que un profesor defenestrado de literatura escribe los trabajos de los alumnos de la facultad a cambio de sexo, se veía claro que el universo del plagio iba a ser un motivo creativo del que sacar mucha literatura.

Y ahí llegamos hasta Jonah Boyd. Por primera vez, la homosexualidad no es central en la historia ni en la definición de los personajes, aunque se atisbe un momento de lesbianismo entre dos de ellos. Tal y como en aquella estupenda película de Elia Kazan (On the waterfront se titulaba en inglés, un título menos explícito pero en cierto modo más inquietante), David Leavitt construye una peripecia alrededor de la secretaria de un psiquiatra a la que las cicunstancias ofrecen primero amantes, luego marido, y, finalmente, un manuscrito inesperado de un escritor despistado y desaparecido. El cuerpo de Jonah Boyd es una novela muy bien construida y cerrada, con manejo estupendo del tiempo y del clímax, y en la que la ausencia de homosexuales permite probablemente una menor implicación personal del autor en la psicología de los personajes a favor de un thriller literario compensado. Su imposible final irónico (tal vez lo más discutible de la función, aunque sin duda hace reír mucho) lanza incluso una sombra cálida sobre su anterior literatura de nuevas familias y relaciones en las sociedades occidentales modernas.

Así, David Leavitt parece tras Jonah Boyd un escritor militante modificado por una pasión mayor que la orientación sexual que tuvo toda su obra. ¿Sucede porque ha madurado, o porque la literatura –plagiaria o no- se le ha convertido en mayor patria que la sexualidad? La respuesta puede estar en su último libro, que todavía debe publicarse entre nosotros.