10 de septiembre de 2017

En el país de los Soviets


Svetlana Aleksiévich ganó el Premio Nobel de Literatura en 2015, y fue entonces masivamente traducida al castellano, e inmediatamente supimos de ella y de sus escritos sobre los desastres del final de la era soviética. Su libro más reciente al recibir el Premio era éste que traigo hoy aquí, El fin del ‘Homo sovieticus’, publicado en 2013, y que al parecer emplea la misma técnica periodístico-literaria que en toda su obra anterior: recoger testimonios personales de personas que vivieron determinados acontecimientos y a partir de ahí construir a través de ese conjunto literario una visión del asunto bajo estudio: la guerra, la industria soviética, Chernóbil, el fin de la URSS, etc…


Sabía que Aleksiévich era periodista, pero no que sus libros consistían en este tipo de relatos recogidos, historias de vida, o incluso novelas orales, en el que, por así decir, el esfuerzo de la documentación parece incluso superado por el del seguimiento y obtención de testimonios. Comprobar que las voces del libro no son en sí las de Aleksiévich me hizo ser escéptico ante el carácter de un premio dedicado a una carrera de creación literaria. Pero obviamente este escepticismo inicial parte de una reserva algo reaccionaria ante las nuevas formas de literatura que debemos considerar. Y la sola sospecha de que Aleksiévich no es voz presente y original en el texto fue ridícula por mi parte y la lectura del volumen así lo desmiente: existe una estructura no subrayada que articula los testimonios, que mantienen también cierta homogeneidad lingüística (que supongo es potenciada por la imprescindible traducción que no puede captar modismos generacionales o geográficos) que consigue que cada testigo individual no pierda su voz única, pero sin que la lectura global sea incoherente, deslavazada, o desoriente al lector. Al contrario.


Aunque el libro no lo sigue estrictamente, existe una cierta cronología de acontecimientos en las referencias de cada historia recogida y unida al relato común. También una cierta clasificación de problemas engarzados que conectan los relatos y permiten que los que el lector encuentra avanzado el libro sean más seguibles, incluso apetecibles, que los iniciales, en principio más cercanos a noticias que en su día todos pudimos seguir por los medios. Y Aleksiévich permite, por supuesto, un anecdotario generalmente emocional en cada entrevista que ayuda a fijar la psicología de cada personaje y actúa como fuga del drama generalizado retratado.


El fin del ‘Homo sovieticus’ tiene dos partes principales. La primera se dedica a la caída del régimen soviético en el segundo semestre de 1991, pero a partir del hecho en sí, los testigos hablan necesariamente del pasado. La añoranza de la patria que los nostálgicos dan por perdida tras lo que consideran traición de Gorbachov se centra sobre todo en la IIGM y la salvación de la nación ante la invasión alemana; también por supuesto en el logro de haber conseguido imponer la en 1991 recién perdida ideología comunista y en la obligación de su pervivencia hasta el punto claramente ideologizado de que los perseguidos y enviados al gulag no rechazan en gran medida al régimen, sino que consideran que sus equivocaciones –las deportaciones injustas- no emanaban del liderazgo de Stalin, al que creían engañado por la burocracia del estado/partido. Este estaba corrupto y todos lo admitían, pero no haber sido engañados en dicha construcción ideológica o nacional. Lamentan haber dejado atrás un mundo en que los parias de la tierra lograron al fin su dignidad, o una educación que primaba la lectura y la discusión, disculpando casi siempre el precio a pagar por millones de ellos o culpando a los demás. Aunque el internacionalismo comunista no les importa demasiado: el peso de la patria resulta sorprendentemente fuerte en la construcción sentimental de la pérdida que les desampara, y la narración de horrores superados se realiza en función de un valor mayor que el de su vida como individuos. Aunque cada ejemplo particular en general suela desmentirlo con los hechos, con, por ejemplo, la frecuencia de las delaciones interesadas o envidiosas a vecinos, amigos e incluso familiares.


La segunda parte se dedica a la vida en la nueva Rusia, la que definitivamente desmantela al homo soviéticus. La percepción del gobierno de Yeltsin como un desastre que desmonta los valores de la etapa anterior y convierte al dinero en el principal valor del país en apenas unos meses supone una gran frustración para la mayoría de los testigos. Tampoco los nuevos ricos, también voces orales del libro, resultan especialmente felices, refugiados en la autocomplacencia egoísta de un capitalismo frenético y desbordado en lucha frenética continua, pero sufriendo el miedo de la corrupción política arbitraria que ellos mismos ejercen. Aparecen datos inesperados, como la percepción de que el campo sigue manteniendo valores y formas soviéticas mientras que las ciudades se someten al más feroz mercado, con los más jóvenes emigrando en masa ante la facilidad aparente de vivir una vida más cómoda y con sus mayores no entendiendo los nuevos ritmos de vida ni la explotación de los viejos símbolos nacionales, un día sagrados y ahora objeto de negocio a diferentes niveles. Las diferentes guerras en las repúblicas periféricas, el envío de soldados a las mismas, los horrores del pasado de nuevo cometidos en ellas, o la inmigración ilegal interior y su represión en Moscú completan un panorama que asoma su sombra al presente…


El resultado es un retrato apasionante, quiero pensar que preciso, de un país terrible, muy poco cohesionado y de múltiples contradicciones, que no ha encontrado un relato común constructivo, pero en el que sus habitantes han sido educados en una dureza tremenda que gustan de practicar tanto en el juicio verbal realizado en privado como en el seguimiento a las corrientes del poder, sin capacidad para crear una sociedad de auténticos derechos civiles, o para que una mínima moral del individuo y sus derechos prevalezca. La impresión obtenida es cruel, siempre trágica, incluso tétrica, y la tentación es pensar que el conjunto de sistemas que las diferentes revoluciones han impuesto a sus habitantes es una red de trampas contra los propios habitantes que estos mismos incluso conscientemente gustan muchas veces de alimentar incluso sufriéndolas... No, El fin del ‘Homo soviéticus’ no es un libro edificante; no muestra una salida posible que pudiera dar esperanza, sino que más bien es un retrato de miseria humana engarzado y practicado en una parte demasiado importante del mundo, en el que hablar de las inefables características del alma rusa lleva a la desazón y las lágrimas. Y, en cierto modo, sólo el valor literario del libro permite respirar algo al terminarlo, aunque no he podido alimentar las ganas de leer más obras de la autora, al menos en breve.

(Aquí y aquí algunas indicaciones simples y encontradas sin más en la web de cómo ejecutar la metodología de la historia de vida en las ciencias sociales)

Svetlana Aleksiévich, fotografiada por Elke Weltzig (vía)

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