15 de septiembre de 2024

Para la libertad, versión Berlin


Este librito, Sobre la libertad y la igualdad, contiene tres breves textos de Isaiah Berlin, uno de ellos una transcripción de una conferencia pronunciada en 1958. Berlin es especialmente conocido por haber propuesto los conceptos de “libertad positiva” y “libertad negativa”, una aparente contradicción de calificativos para un concepto escurridizo e inasible en su totalidad. Obsérvese lo que dice Berlin (nacido en la actual Letonia cuando ésta aún era Imperio Ruso y emigrante al Reino Unido tras la Revolución Soviética) en dicho año:

"... nuestro concepto de libertad depende directamente de nuestra visión del hombre, la cual, como cabría esperar, es el concepto fundamental de la ética y la política. Si se manipulan lo suficiente las definiciones del hombre, se puede hacer que la libertad signifique lo que el manipulador quiera. La historia reciente muestra que este asunto dista de ser meramente académico."

La presentación de "libertades" de Berlin sucede esperablemente en el primero de los textos (Dos conceptos de libertad. Una versión concisa: Lo que Isaiah Berlin dijo el 31 de octubre de 1958), el principal del volumen. Básicamente, la libertad adquiere sentido “positivo” por el deseo por parte del individuo de ser su propio amo; su carácter “negativo” viene dado por definirla en relación a los límites impuestos a dicho individuo. Jon Stuart Mill es el principal adalid de la libertad negativa, que es el credo liberal y neoliberal actual (en esta entrada sobre la libertad de expresión yla sensibilidad moderna se recogía su propuesta de libertad de expresión conclaro énfasis en los problemas de las imposiciones a la misma). Aunque entre ‘ser amo de uno mismo' y que 'los demás no me impidan hacer lo que hago', entre 'participar en el proceso mediante el que mi vida es controlada' y el 'deseo de un área libre de acción', los lazos pueden ser varios, la frontera entre ambas definiciones define la praxis de la libertad en el mundo, pero también el concepto de lo colectivo frente a lo individual, y constituye un valor último histórico y moral.

¿Por qué? Veamos.

Berlin en principio plantea críticas plausibles a John Stuart Mill, aunque por un ángulo inesperado, casi provocador: que la coacción sea siempre mala en cuanto tal, que la libertad es un medio y las personalidades libres las más adecuadas para descubrir la verdad y tener una personalidad creativa e independiente, que la libertad individual no existe salvo en el mundo moderno, y que la libertad no es incompatible con determinadas formas de autocracia.

Posteriormente, desgrana varias actitudes sobre el carácter de ambas libertades, empezando por la positiva: (1) el yo empírico (individual) vs. el yo real (social), y la "libertad superior" (o no) de este último; (2) el ascetismo estoico como forma de retraer (dominar) los deseos y así mantenerse (o no) libre, en épocas de gran opresión política; (3) el conocimiento (razón crítica) como eje de la liberación, tal y como hacen los artistas cuando dominan una materia y son capaces de crear obras libres de sus reglas... Siguiendo el devenir histórico, Berlin sugiere que esta liberación por la razón y sus formas socializadas es la base de credos nacionalistas, marxistas y totalitarios, dado que el discurso científico permite conocer cuál es el fin racional de todo individuo según esos discursos. Así, la libertad positiva impone al individuo dicho fin racional, y dice que así le libera, en lugar de en realidad  esclavizarle, que es lo que Berlin piensa, sin conceder otras salidas a esta argumentación.

A la libertad negativa tampoco le va, en principio, especialmente bien. Berlin la cree elitista y contraria a la historia, pues en general las revoluciones liberadoras han buscado otros objetivos y no dicho tipo de libertad individual (como ejemplos: un nuevo gobierno, luchar contra una invasión, justicia y mejoras económicas, etc...). Así, estos liberales pueden ser honestos, pero ciegos. No obstante, Berlin cree que su aproximación es más razonable por empírica y asociada a intereses reales del hombre, al que no pretende despojar de nada que considere indispensable para desarrollarse.

Es decir, el autor finalmente abraza esta libertad negativa, se apoya en el individualismo más radical (recogiendo esta cita un tanto tremenda -que hoy sería casi negacionista- de Jeremy Bentham: "los intereses individuales son los únicos intereses reales. ¿Es concebible que existan hombres tan insensatos como para preferir al hombre que no existe antes que al que existe, atormentar a los vivos con el pretexto de promover la felicidad de unos hombres que no han nacido y que quizás nunca nazcan?"), y supongo, le da una alegría a la tradición empirista británica que le acogió.

A Berlin no puede achacársele no conocer lo sucedido desde que John Stuart Mill escribe Sobre la libertad hasta el día de 1958 en que da su conferencia. Su escrito conoce el totalitarismo soviético y el fascista, y los asocia, al modo de Adorno y Horkheimer (que a su vez escribieron entre 1944 y 1947), al racionalismo exaltado por las ciencias descontroladas del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, al determinismo histórico, y, en última instancia, a la libertad positiva. Si el debate es "poner freno a la autoridad" frente a "quiero la autoridad en mis manos" parece lógico el resultado de la investigación. Pero esto es injusto, creo: en 1958 no todo era Unión Soviética frente a Estados Unidos, sino que Europa ya constituía un incipiente modelo intermedio, donde un reformismo político manejaba la libertad del hombre entre ambas latitudes positiva y negativa, entre el liberalismo individualista último y el socialismo real totalitario, en un sistema democrático de sufragio universal. Por ello, el resultado de Berlin me sorprende, cuando es obvio que se trata de un hombre de percepción y argumentación, dado que parece incapaz de ver que la libertad negativa directamente no está implantada en lugar alguno: si la existencia de un Estado procede de la libertad positiva, existen estados supuestamente reconocibles de países más comprometidos con el liberalismo económico y la libertad negativa (Reino Unido y Estados Unidos), que llevan doscientos años ejerciendo un imperio mundial, comercial y/o político, basado en fortísimos ejércitos estatales que tal vez hayan proporcionado mucha libertad a los individuos de su metrópolis -y mucha riqueza a varios de ellos-, pero que, si consideramos que los individuos merecedores de libertad negativa somos todos los humanos, nos lleva a ciertas dudas sobre la validez del argumento. Por otro lado, forma parte de un idealismo no racional que los hombres cooperen sin una mínima organización, que se vuelve inevitablemente compleja cuando son muchos, como es el caso del mundo moderno.

El libro incluye un ensayo sobre La igualdad en que se vuelve a echar en falta la fraternidad como tercer eje del discurso político, pero sí creo que la reflexión de Berlin es más sutil, especialmente al analizar la reivindicación de la igualdad frente a las reglas con excepciones, las reglas malas, o la simple existencia de reglas. Berlin reivindica la igualdad como uno de los elementos más antiguos y profundos del pensamiento liberal, pero pone el foco de su conclusión en que el igualitarismo extremo choca con otros ideales con los que no puede reconciliarse por completo: principios que en su forma extrema no pueden coexistir (felicidad, virtud, justicia, progreso en artes y ciencias). Por fino que sea este argumento, que creo veraz en cierto grado, no existe en este ensayo ni en el anterior un juicio explícito sobre los libertarios puros. Berlin refleja bien el conflicto: "El precio a pagar por garantizar la libertad política y legal es cierta desigualdad económica, porque de lo contrario es necesario reducir el grado de libertad política y de igualdad legal". Le encuentro acertado, por otro lado, al introducir el concepto de equidad al momento de describir la quiebra de la igualdad cuando alguien incumple la ley. No se trata de ser iguales, sino de partir de condiciones equivalentes o que lleven a resultados equivalentes. Pero al buen escritor y argumentador que es Isaiah Berlin se le ven un tanto las costuras. No entra en profundidad en el debate de la meritocracia, aunque lo apunta someramente justificándolo a las "aberrantes" inequidades de nacimiento, como si estas no influyeran decisivamente en el desempeño eficaz en la vida: siempre es sorprendente que muchos liberales no entiendan esto, incluso con la libertad de expresión. Puedo comprender probablemente que no le interese la deconstrucción que ya crecía en la filosofía continental, y que le hubiera obligado a otras reflexiones sobre el poder y las élites. Tampoco me agrada verle justificar la defensa de sistemas definidamente desiguales ya que es lo desigual lo que conceptualmente necesita explicación o razonamiento, y no los demás principios en conflicto que puedan llevar a ello. Supone una aceptación de partida que suena algo deshonesta con el mismo concepto bajo estudio.

Berlin pareciera un continuador brillante de John Stuart Mill, pero que no avanza novedades en exceso, si bien su presentación es aguda. Escribiendo casi cien años después no parece que los devenires históricos influyan demasiado en su pensamiento o conclusiones, dejando de existir como excusa la falta de catástrofes económicas y bélicas que sucedieron una vez fallecido John Stuart Mill, y sus causas profundas. ¿Por qué? ¿Por haber visto de cerca la Revolución Soviética? ¿Por la tradición de su país de acogida? ¿Por la guerra fría y el miedo a la Unión Soviética? No lo sé, igual son argumentos simples ante una simple diferencia ideológica. En cualquier caso, es un volumen de fácil seguimiento, que apunta matices aunque se interese más por descalificar un extremo determinado, y poco por la justicia social y sus mecanismos, olvido probablemente nada inocente y que creo que es grave en un autor posterior a la Segunda Guerra Mundial.


 

6 de septiembre de 2024

La libertad de expresión, en peligro bajo la dictadura LGTBI

 


La filósofa alemana Svenja Flasspöhler ha publicado hace poco un libro titulado Sensible. Sobre la sensibilidad moderna y los límites de lo tolerable. Por este motivo concedió una entrevista en el nº 6 de la Revista Filosofía & Co, publicado en septiembre de 2023, y realizada por Irene Gómez-Olano. La filósofa focaliza su pensamiento en un tema que atañe a toda la sociedad, que está constantemente presente en los medios de comunicación y en declaraciones de muchas personas, y que se relaciona directamente con la libertad de expresión. Lo formula así: no hay ninguna duda de que la sensibilidad ajena se debe tener en cuenta hoy más que nunca en la relación entre seres humanos.

¿Por qué ha sucedido esto? ¿Es bueno o malo, o, al menos mejor o peor que cuando la sensibilidad ajena no era tan relevante en los discursos público o privado?

Parece existir cierto consenso en que la causa inmediata de este hecho es la defensa de la diversidad de identidades que han sido y se han sentido históricamente maltratadas. Las personas representadas por esas identidades se han hecho fuertes en la reivindicación de sus derechos civiles, incluidos el honor y el respeto, y, al apelar a la mejora moral de la sociedad también en el lenguaje -como creación de discurso y de ejercicio de poder-, ponen a la sociedad frente a un espejo contradictorio: el de la dignidad igualitaria de todos los ciudadanos frente al uso del lenguaje en libertad completa.

Hablaré ahora de experiencias personales: en dos episodios públicos recientes me he sentido molesto e incluso ofendido por un uso deshumanizador del lenguaje en entornos digamos protegidos como son las presentaciones de libros. Las expongo para entender cómo vive este tema un hombre de mis circunstancias, y cómo puede cambiar según su crecimiento personal y el contexto de su educación. Se trata, como decía, de la presentación de dos libros de análisis político y social.

El primero versaba sobre la historia del populismo desde los años treinta del siglo pasado, estableciendo una línea de estudio de paralelismos y diferencias entre estas tendencias en la política europea de hace cien años, y la situación política mundial actual en la que el populismo vuelve a estar presente. Durante el coloquio un asistente preguntó al autor por las razones específicas del populismo hoy. El autor respondió mencionando el neoliberalismo, la cultura individualista potenciada por las nuevas tecnologías, y una categoría a la que llamó el “encierro identitario”. Fue específico, hizo una pausa grave, miró con seriedad, y deletreó, separando las letras: L G T B I, como si mencionara un horror definitivo. Informó que al adscribirse a este tipo de identidades los individuos se aislaban en sí mismos, eran incapaces de entender otras realidades, eran claramente carne de cañón del nuevo populismo.

En mi cabeza surgieron entonces varias contradicciones que tal vez debiera haber respondido en público. Que por ejemplo hay más votantes de los populismos que población LGTBI, que ésta es políticamente muy heterogénea, o que fenómenos como los hombres incel se acercaban más al  perfil que dibujaba que los de la comunidad LGTBI. Esto dice Wikipedia de estos hombres:

 incel​ (acrónimo de la expresión inglesa involuntary celibate, 'celibato involuntario') es una subcultura que se manifiesta como comunidades virtuales de hombres que dicen ser incapaces de tener relaciones románticas y relaciones sexuales con mujeres, como sería su deseo.​ Las discusiones que se producen en los foros inceles se caracterizan por el resentimiento, la misantropía, la misoginia y la apología de la violencia contra las mujeres y contra los hombres que se suponen sexualmente activos.​ El Southern Poverty Law Center describió la subcultura como "parte del ecosistema de la supremacía masculina presente en internet" que se incluye en su lista de grupos de odio.”

Curiosamente, este primer libro hablaba del nazismo, cuya violencia se inició con la deshumanización del otro mediante el lenguaje, según describió Klemperer. A mucha gente le disgusta el acrónimo LGTBI, también dentro del propio colectivo. Les parece frío, excesivamente político, y, en efecto, compartimentalizador, incluso algo en lo que no se reconocen, que no apela a su historia, a sus sentimientos, a su posición en su entorno. Pero su sencillez y accesibilidad son fehacientes instrumentos políticos. Las personas representadas por las letras T e I lo dicen: su visibilización política antidiscriminatoria en todo el mundo empieza con su mención continuada dentro del acrónimo y la mayor dificultad para dirigirse a elles por términos o palabras que consideraban despreciativos. Que cuando un político se enfrenta al acrónimo se ve obligado a mirarles (por cierto: este “mirarles” no es leísmo, aunque al corrector insiste en corregirlo). Lógicamente, a este autor, por debajo de un análisis sociopolítico fácil, le asoma un orgullo: no está seguramente en contra de los derechos de nadie, pero cree que no tienen por qué usar estrategias de visibilización que le molestan, ni denominarse de un modo que a él le disgusta.

El segundo libro a cuya presentación acudí en apenas una semana versaba sobre Euskadi como realidad sociopolítica “decente” en la actualidad. El tema se centraba en la batalla del relato del fin del terrorismo y sus afecciones en la sociedad actual, pero también buscaba analizar lo social y sus problemáticas. El entorno era muy político, y el autor hizo dos veces, muy preocupado, una observación sobre lo que le parecía un tema olvidado del debate público; estaba alarmado porque, inexplicablemente, la gente no habla de ello en los cafés ni en la calle: “lo trans”. Le resultaba inexplicable que no se estuvieran discutiendo de continuo las consecuencias de la aprobación de estas leyes. Visto que en el turno de preguntas nadie parecía coger el guante, subió la apuesta y añadió: “lo trans” forma parte de un interés legislativo de carácter leninista con indisimulado anhelo de control de la población. Debo decir que este autor es un antiguo pope de la política vasca muy conocido hace treinta años, y se dedica ahora al análisis político.

Así, para este politólogo, al que no se le conoce activismo ni obra anterior centrada en los estudios de género o los asuntos de los derechos de las minorías sexuales, y que presenta un libro sobre el relato del fin del terrorismo, las personas LGTBI, de repente, se han convertido en un factor clave en ese marco porque están adquiriendo derechos bajo las formas de una dictadura comunista. La falta de contexto histórico es enorme: en cincuenta años de presencia política en las calles y los parlamentos no es que todo haya sido precisamente colaboración de los gobiernos en los momentos más difíciles, como fue por ejemplo el estigma que supuso el VIH.

Así que, en una semana, y simplemente por intentar escuchar algo de teoría y análisis político, me encontré con que los derechos LGTBI se relacionaban a la par con el anarcocapitalismo libertario y el totalitarismo soviético.

No está mal.

Sé que estas demonizaciones no son nuevas: se trata por ejemplo del mismo mantra antifeminista de principios del siglo XX, según el cual las mujeres quitaban el trabajo a los obreros, practicado ahora por escritores varones blancos supuestamente progresistas, de cierta edad, generacionalmente desnortados y que, bajo un perfil analista, resultan profundamente iliberales.

Pero también me miré a mí mismo, porque todas estas palabras me incomodaron profundamente. No me atreví a responder en vivo, en parte por sorpresa, en parte por la facilidad del señalamiento como un ofendido “woke”. Lo hice semanas más tarde en un artículo de opinión que me publicaron en prensa (puede leerse aquí). Parecía un modo adecuado, responder a escritores con un texto que probablemente no hayan leído, porque no di oportunidad de mencionar sus nombres ni sus títulos.

Hasta ahora he explicado mi estado, pero en realidad yo nunca he tenido la piel fina a la hora de aguantar excesos verbales que inevitablemente he vivido como hombre gay, y que no ha sido raro que respondiera, alguna vez incluso con posible peligro hacia mí. Y en realidad disfruto entre cisheteros (por supuesto, no delante de cualquiera) de formas y chistes de mariquitas, que con frecuencia soy yo el que narra (de nuevo, por supuesto, no delante de cualquiera), y no considero precisamente que traicione a nadie por ello. Pero, ¿acaso tengo ahora menos paciencia?

¿Por viejo? ¿Porque estoy más sensible? ¿Porque los tiempos han cambiado y tras las reivindicaciones tipo #MeToo y #MeQueer no me da la gana mirar todo por alto si es que acaso veo una intención claramente agresiva? Igual no tenía la piel más dura antes, igual antes simplemente asumía un rol social no sometido pero individualista.

Ahora bien, ¿tan fuerte es el poder de la palabra, de la expresión, de la denominación? ¿Cuál es el límite entre la libertad de expresión, la incorrección política, la mala educación, y la ofensa? Las propias leyes de nuestro país demuestran que no es un debate cerrado. Me propuse buscar las fuentes originarias, y acudí a John Stuart Mill, autor de Sobre la libertad. Y, ¿qué dice el filósofo liberal, hace 175 años? Pues estoy tentado de decir que casi lo resuelve todo…



 “Imponer silencio a la expresión de una opinión constituye un robo a la especie humana, a la posteridad tanto como a la generación existente, a los que se apartan de esa opinión aún más que a los que la sostienen.”

“La libertad completa de contradecir y desaprobar nuestra opinión es la condición necesaria para que podamos afirmar su certeza en la práctica de la vida; el hombre no puede por ningún otro procedimiento tener la seguridad racional de que posee la verdad”.

Es decir, sin una opinión contraria o al menos discordante no encontrarás modo de confrontar tus ideas. A pesar de aparentar una clasificación dicotómica que pudiera llevar a una gramática de identidad por oposición, no deja de ser cierto que en un mundo ideal en que todo el mundo piense lo mismo probablemente no habrá libertad de expresión.

“El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por la discusión y la experiencia. No por la experiencia solamente: Es necesaria la discusión para mostrar cómo debe interpretarse la experiencia”.

O, dicho de otro modo, no aprenderás sin un sentido crítico aplicado a lo que son tus postulados.

“Que la verdad triunfa siempre de la persecución es una de esas mentiras que se alegan y que los hombres se repiten los unos a los otros hasta llegar a convertirse en lugares comunes que rechaza toda experiencia. La historia nos muestra a la verdad constantemente reducida al silencio por la persecución, y si no desaparece del todo puede retrasarse cuando menos algunos siglos”.

Es decir, desengáñate, la verdad no prevalece por sí misma. Si no la defiendes, tienes una responsabilidad. Esto contiene un prurito moral, pero al modo del imperativo kantiano, exige sin considerar el conocimiento de las condiciones del entorno.

“En cuanto a lo que se entiende comúnmente por discusión sin límite alguno, a saber, las invectivas, los sarcasmos, los ataques personales, etc... La denuncia de estos procedimientos sería mejor acogida si se propusiese prohibirlos para siempre y por igual para ambas partes. La injusta ventaja que puede obtener una opinión discutiendo de esta manera perjudica casi únicamente a ella más que a sus contrarias. El medio más reprobado que puede emplearse en una polémica es estigmatizar como hombres peligrosos e inmorales a los que profesan la opinión contraria.”

Yo estoy de acuerdo, pero describe un ideal. Mi objeción se refiere a la igualdad de quienes vierten opiniones y aquellos que son el objeto de las mismas: no todo el mundo tiene altavoz o micrófono o habilidad para responder a los ataques. No es lo mismo la invectiva entre políticos en una (posible) situación de igualdad entre pares, que si una de las partes no es capaz de dar respuesta. Porque se siente dolido injustamente, porque responder supone un sacrificio que para el contrario no existe, porque se encuentra en situación de debilidad. El mundo real es difícil para quien tiene estos recursos. Para el que no los tiene, esta discusión sin límte es un sueño, un imposible.

John Stuart Mill, uno de los padres del liberalismo moderno

 “Por esto el interés de la verdad y la justicia reclama con urgencia prohibir el uso de un lenguaje insultante; y, aun si fuese preciso escoger, sería mucho más útil reprobar los ataques ofensivos contra las creencias libres que contra la religión del Estado. Es evidente, sin embargo, que ni la ley ni la autoridad tienen que intervenir en estas prohibiciones, y que el juicio de la opinión debería determinarse, en cada caso, por las circunstancias de cada momento. Debe condenarse a un hombre, cualquiera que sea el punto, siempre que en su alegato se trasluzca la falta de buena fe, la malignidad, la hipocresía o la intolerancia del sentimiento.”

Aquí la confianza de Mill en la opinión pública es excesiva, y se ha demostrado sólo parcialmente efectiva. No es que él mismo no viviera la sátira o que la situación política bajo la aparente estabilidad victoriana no tuviera sus polarizaciones. Pero también escribe antes del uso indiscriminado y polarizador, cuando no deshumanizante, de la propaganda del siglo XX y de la postverdad del siglo XXI: hay entornos en que la buena fe es algo inentendible, inocuo, una fruslería inútil... ¿Qué más le da a los objetivos espurios de un mentiroso, un populista o un totalitarista la buena fe de nadie?

Mill ahora se baja del anterior imperativo sobre la verdad: la respuesta global es imposible y la ética del acto debe considerar las circunstancias en que el acto se ejecuta. Probablemente y dado lo general de su discurso, Mill tiene en mente la consideración a la afección de la libertad individual, pero, por otro lado, tiene un matiz relativista y lógico, dado que el relativismo permite seguir adelante ante las condiciones cambiantes del mundo.

Termino con dos puntos:

Hace poco escribí un texto sobre un libro que trataba de la discapacidad (aquí). Lo compartí en mis redes y grupos y en este caso lo hice con personas que sé que trabajan en este tema con cierto grado de involucración. A pesar de que cómo llamar a las personas con discapacidad es un tema de actualidad debido a la modificación que se ha realizado en la Constitución Española para eliminar el término ‘disminuidos’, en el texto se coló un ‘mujeres discapacitadas’. Bueno, éste es el mensaje que recibí por parte de una lectora del texto:

 “Por fa GoioBorge cambia mujer discapacitada por mujer CON discapacidad!!!! Como mujer con discapacidad me flagela y me hace estremecer”

Cuando se recibe un mensaje de este dolor, pienso que la única actitud posible es la disculpa, el admitir el desconocimiento o el error, y la modificación. Y que eso no atenta contra la libertad de expresión, sino que ayuda a una mejor integración de quienes, por sus características o por sus recursos, tienen menos acceso a poder expresarse. Creo que el ejemplo vivido en mis propias palabras es útil para entender que esto es una cadena que involucra a toda la sociedad, y que ante la presencia y la queja de la persona discriminada que alza la voz debe prevalecer el reconocimiento de la dignidad, y la admisión de que el lenguaje, sí, es modificable en favor de un mejor reparto de su poder.

Mi punto final quiere volver a la autora que mencionaba al principio de este texto. Flasspöhler habla del dolor de las heridas que tenemos y que nos conmocionan, como aquellas que hacen que el lenguaje nos haga daño. Transmito aquí las palabras de la autora en la entrevista:

 “En mi libro se desarrolla un diálogo ficticio entre Nietzsche y Emmanuel Lévinas. Lo importante para mí era, entre otras cosas, dar la importancia de la ubicación desde la que se habla. Nietzsche, que no pertenecía a ningún grupo marginado y no sufrió persecuciones ni amenazas, abogaba por tolerar las experiencias dolorosas y crecer con las crisis. Pero el pensamiento de Lévinas tiene otro punto de partida. Lévinas era judío. Su familia fue asesinada en el Holocausto. Con un trauma así no podía desarrollar una filosofía como la de Nietzsche, de modo que también la herida tenía para él un sentido totalmente distinto: hay que dejarla abierta en aras del recuerdo, que tal crimen contra la humanidad no vuelva a repetirse jamás. ¿Qué se desprende de ello para nuestra época actual? Evidentemente, nosotros, como sociedad y como comunidad internacional, debemos procurar que un crimen como el Holocausto nunca vuelva a producirse. Y, por supuesto, también hemos de intentar que las personas no sufran discriminaciones racistas o sexistas. Lévinas nos puede servir aquí como referencia. Pero, por otro lado, y aquí es donde entra Nietzsche, no podemos preservar a las personas de todos los sentimientos desagradables. Tal y como expongo en mi libro, la noción de trauma se ha vuelto muy amplia y también se ha subjetivado. Se considera traumático lo que daña la integridad personal. Pueden ser palabras, una mirada malintencionada, un indeseado roce en la rodilla en el bar de un hotel... ¿Cómo va a proteger la sociedad a las personas de todas las experiencias desagradables sin privarlas de su libertad? Por tanto, la cuestión central es: ¿cuándo debemos cambiar las estructuras sociales, según Lévinas, y cuándo debemos trabajar en nosotros mismos, según Nietzsche?”

Hay métodos para ello, hay que saber buscarlos.


Svenja Flasspöhler en la revista Filosofía&Co, no. 6