Leer los 14 poemarios de Joan Margarit incluidos en esta antología casi completa, leído cada uno intercalado entre otras lecturas de diferente cariz, a veces también poesía, ha resultado ser una empresa excesiva, y ahora, al reseñar, todo son lamentos: por el olvido de los poemarios iniciales, leídos hace casi tres años, por las mil páginas del volumen, porque resumen tan completamente una vida (o mejor, una madurez y vejez), por una visión tan repentina de haber "leído" a un hombre.
Margarit, aparentemente, no tiene poemas de juventud. Su
primer libro en este volumen, Restos de aquel naufragio, data de 1975, publicado
con 37 años, y el último, Un asombroso invierno, de 2017, dos
años antes de ganar el Cervantes y cuatro antes de morir. En 2020 aún
publicaría un último libro, Animal de bosque, no recogido en este
volumen. Margarit no se ganó, obviamente, la vida con la poesía, sino con la
arquitectura, arte que está presente en más de un poema de su obra. Era
catedrático de la materia, participó en el rediseño y reconstrucción del
Estadio Olímpico de Montjuic para los Juegos Olímpicos de 1992, y alguna vez
dijo que poemas y edificios sobre todo tenían que tener cimientos sólidos.
Escribía sus poemas en catalán y castellano a la vez. Tal vez no es raro que
empezara a publicar en 1975.
La vida y consecuentemente la poesía de Joan Margarit está
atravesada por la enfermedad y la muerte a los 30 años de su hija Joana, nacida
en 1970 y afectada de un síndrome que le obligaba a usar muletas y silla de
ruedas. A ella se le dedica un libro entero (Joana) y su presencia o
ausencia es patente en muchos más versos. La enfermedad de su hija angustia al
poeta, y su muerte tampoco le libera, sino que le aprisiona por el vacío creado
y el enorme afecto que Joana supo ganarse. Su poesía, además, habla de la
vejez, que es un tema que rara vez he visto tratar en poesía de manera tan
continuada y acuciante.
Margarit es un pensador de su arte. La reflexión que da
lugar a cada poema está presente en textos propios, ligeros y muy claros, que
añade al final de cada poemario, y de donde surge toda una teoría literaria,
con la poesía no como don divino sino como esfuerzo de realidad y refugio de
penalidades. Margarit se inspira en la cotidianeidad, en la cultura (música y
arquitectura especialmente), no olvida su pasado de penurias de niño de la
posguerra. Compone siempre en verso libre poemas de una sola página, y no es
raro que de muy pocos versos. Es fácil caer en la tentación de verlos como
edificios invertidos, porque su final suele ser de cierta contundencia, una
imagen potente, una frase lapidaria, una muestra en todo caso de que el poema
se construye hacia un clímax que el autor no se ha encontrado, sino que en
efecto ha ido poco a poco preparando. Columnas que terminan en una cúpula.
Aspiración de un arquitecto que por lo que dice en algún poema terminó viviendo
de hacer inspecciones técnicas de edificios. Esto no significa que la
estructura se imponga al sentimiento. Margarit se asombra también con el alma
de poeta por los actos, personas y ambientes que le rodean, o que le rodearon: la
pasión, la alegría, el amor, son siempre nostalgia.
Margarit es con frecuencia pesimista o incluso nihilista.
Descreído del poder y las estructuras, aunque aceptando con los años que su
tiempo ha ido pasando, y que es su labor quedarse en casa y observar. La
impresión con una lectura tan larga es que cada pedazo de versos compuestos que
publicó es siempre resultado de un esfuerzo, una concentración, y una
reflexión, con, casi siempre, dolor por las agonías de la vida. Una nostalgia
cariñosa también se desprende, pero Margarit es más criatura de noche que de
día, sobre todo en las disquisiciones del alma.
Vienen ahora versos y poemas que durante esta lectura arrobada
se escurrieron y el lápiz decidió recoger:
ARQUITECTURA
Me abren su puerta desconfiados,
maldicen al gobierno. Me pongo a
examinar
las vigas. Sienten pena de sí
mismos.
Entro en la habitación donde
alguien duerme
tras un turno de noche: una densa,
bochornosa bodega de mercante.
Durarán mucho, dice: y no hablan
de vigas.
Lo hacen de sí mismos
Y, entretanto, la muerte los
contempla
desde retratos puestos encima de
los muebles.
Gente y muros conviven y se
agrietan.
Negros mohos corrompen a la vez
almas, techumbres y las azoteas
donde los jubilados cultivan sus
camelias.
No he creído nunca que las casas
fuesen ladrillos, hierro y
hormigón.
Tampoco proporción, ejes de
simetría.
Para mí son este aire helado, el
tedio
que en la escalera siento ya en el
rostro,
como si se pudriera un templo
griego.
CERRANDO EL APARTAMENTO DE LA
PLAYA
Ya está limpio y en orden.
Ningún armario abierto, tampoco
las ventanas.
No descuidamos nada encima de los
muebles.
El dormitorio con la cama hecha,
la mesita de noche y el retrato
de la muchacha con los ojos
iluminados por una sonrisa.
Todo el invierno sola, y
escuchando el mar.
INVIERNO AZUL
Brillante como
la neblina de agua
que el viento
esparce desde un surtidor,
del ayer ha
quedado un centelleo.
Te quedan las
palabras y las calles,
y, empotrada en
el muro,
la anilla para
atar caballos de los sueños.
La vida te
habla en el lenguaje duro
de aquel que ya
no miente.
Los hombres a
tu edad sois como lobos,
sólo lleváis el
tiempo en la mirada
MAR SUBURBIAL
Nuestro amor
nació donde la ciudad
se pierde en la
tristeza de las playas,
ante los bares
solos, olvidados
al viento y al
cansancio turbio del oleaje.
Es la hora del
perdón, porque el mañana
es ya como el
olvido tras el muro del aire.
Si hemos
querido a una mujer,
queda en el mar
un rastro de miradas
donde ir a
buscarla cuando, al fin,
la soledad es
la última pasión.
Camino junto a
ella por las tablas podridas
de un viejo
embarcadero y nuestra imagen,
reflejada en el
agua, nos sigue lentamente
sobre un fondo
de barcas medio hundidas.
ARKADI VOLODOS:
<<SONATA D894>>
Es una música
modesta
como una cena
en la cocina,
hospitalaria
como haber tenido hijos.
Se compadece de
este cuerpo
que la marea
arrastra
a la playa
invernal de cada uno.
Qué franqueza
en las notas más abruptas
diciéndome: es
amor también aquello que parece hostil.
Cuando el eco
del piano se ha extinguido,
lo que he
escuchado me estremece aún.
La música de
Schubert
es una forma de
la caridad.
NOCHE DE LLUVIA
EN EL PATIO
La oscuridad
Joana.
Hago las paces
con la oscuridad
porque desde
que tú estás en ella,
también es
casa.
Sentado bajo el
porche habló contigo,
te escucho en
el rumor que hace la lluvia.
Si me vieras, Joana,
asomado a la ausencia.
Hablemos en el
verde sereno de las hiedras
que tiemblan en
la noche con tu nombre,
Joana,
convertida en mi canto.
SOBRE EL
TERRENO
Como las naves
que, cargadas
de sedas,
fondeaban en Venecia,
la última
soledad viene de lejos.
Trae un nuevo
vigor contra el desánimo
por el sentido
de la vida:
descubrirlo es
difícil porque es irrelevante.
La culpa es mía
cuando lo sagrado
se convierte en
grotesco.
El esqueleto y
la guadaña
que Durero
grabó ya no nos sirven:
hoy hubiese
grabado una ventana
encendida en
una calle oscura.
SE PIERDE LA
SEÑAL
Nunca sientas
piedad por lo que has sido,
pues la piedad
es demasiado efímera:
sobre ella no
se puede construir nada.
De noche, en un
pequeño aeropuerto,
ves que un
avión se eleva y se distancia.
Se va perdiendo
la señal.
Ahora estás
convencido de vivir,
aunque sin
esperanzas, tus años más felices.
Hay otra
poesía, la habrá siempre,
igual que hay
otra música: la de Beethoven sordo.
Cuando se
pierde la señal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario