Eduardo Mendoza es un escritor de maestría impresionante que
en este estupendo Riña de gatos. Madrid
1936 aúna su peculiar estilo de comedia ligera con determinados mecanismos
del best seller histórico –el personaje extranjero objetivo, la aparición
estelar de personajes reales, el uso de acontecimientos históricos para
encauzar los azares de los protagonistas individuales- para rendir una pieza
excelentemente cerrada, un pequeño libro de historia lúcida y perfectamente
resumida, y una nueva narración de costumbres y pasiones de las gentes en la
ciudad, aunque cambie su escenario habitual y no se atreva del todo a ir hasta
las peores cloacas.
Puerta del Sol en 1935 (vía)
El macguffin de la
historia es un cuadro de Velázquez desconocido hasta marzo de 1936, año en que
su familia propietaria, unos aristócratas amigos de José Antonio Primo de
Rivera, decide venderlo para en teoría ganar fondos con los que exiliarse; para
ello contratan a un tasador inglés, un joven conocedor a fondo de la pintura
española y que descubre en la posibilidad de revelar la existencia de este
cuadro oculto una oportunidad profesional que le permita avanzar en su carrera.
Lo malo es que se enreda en la azarosa historia de España de ese momento, tanto
haciendo amistad con personas de los futuros bandos bélicos –uno tan relevante
como José Antonio- como visitando los calabozos de la policía y hasta
cruzándose con el jefe del gobierno o con el futuro dictador, sin dejar de lado
mítines políticos, atentados, conspiraciones soviéticas, embajadas
occidentales, amoríos con señoritas de bien y con prostitutas, etc...
Elecciones Generales de febrero de 1936 (vía)
Entre las páginas de su inocente vodevil, Mendoza cuela la
inevitable tragedia de las dos Españas que culminó en un baño de sangre, en un
libro que con frecuencia me ha recordado las
descripciones históricas de Stanley G. Payne que hace poco comenté aquí.
Los resortes de Mendoza alcanzan desde las enseñanzas paralelas que el pasado de
la pintura española trae hasta 1936, a las breves pinceladas de historia que
pone en pensamiento o boca de determinados personajes en parajes de apreciable
objetividad que no afectan al ritmo. La novela es también un retrato enamorado
de Madrid, la capital de un país de hombres con razones personales y de clase, pero
con tendencia todos ellos -excepto los curas- a un hedonismo innato que resulta
descuartizado por las ideologías y el pistolerismo.
Terrazas en Madrid, en 1935 (vía)
La inevitabilidad determinista de la tragedia hace que el libro
no termine con el clímax previsto de un best seller, sino con una
sensación agridulce de abandono a criaturas a las que hemos aprendido a querer
en 400 páginas y cuyo destino incierto acaba por herir dado el tono levemente
cómico de parte de su narración. Es un libro en equilibrio permanente,
consciente del material que trabaja, y en el que parece fácil superar la
dialéctica que dicta la historia que llevamos en nuestro ser común como casi
imposible país, siendo obviamente complicadísimo. Que Mendoza lo consiga creo
contribuye (me gustaría decir enormemente, pero, hey, hablamos de literatura en
España) a pensar que esa Historia sesgada y malhadada que vierte una sombra
alargada sobre nuestras generaciones empieza a ser herida cauterizada. Que lo
haga usando tanto el vodevil de salón como la comparación con el gran arte –en ese
Velázquez que puntea la acción- es asombroso. Mendoza es posiblemente el mejor
escritor de su generación.
Eduardo Mendoza (vía)
Habrá que seguir leyendo a Mendoza para poder rescatar joyitas así.
ResponderEliminarIndeed!
EliminarGracias, Molina!