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15 de noviembre de 2022

¿Qué hacer con Vargas Llosa?

 



El sueño del celta es una novela de Mario Vargas Llosa publicada alrededor del momento en que le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura: como puede verse en esta edición de bolsillo del libro, el nombre del autor es considerablemente más grande que el de la novela. Para un lector clásico de Vargas Llosa (los que consideran obras maestras varias de sus novelas de hace décadas) este libro constituye una sorpresa: es una novela sobre un personaje histórico homosexual, mantiene varias de las características estilísticas que han hecho de su autor un escritor reputado, es plenamente coherente con su desmitificadora obra anterior, mantiene un humanismo vibrante (que en el siglo XXI parece anacrónico), y es un buen retrato del colonialismo, y del progreso y la independencia política y económica de los pueblos. La sorpresa, claro, es que Mario Vargas Llosa haya realizado este esfuerzo impresionante de resultados más que convincentes en 2010, con 74 años, y tras sus mutaciones políticas, que ya analizaba tan bien Rafael Rojas en La polis literaria. De hecho, la pregunta arrogante que preside este texto me la he hecho con varios amigos degustadores clásicos de la obra excelsa que ha escrito Mario Vargas Llosa en los últimos sesenta años. Ver los titulares de sus opiniones políticas actuales, descubrir sus preferencias en las elecciones de diferentes países latinoamericanos, y preguntarse por qué dice estas cosas el autor de obras tan políticas como La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo viene a ser todo uno.

El sueño del celta probablemente no ayude a resolver esta cuestión. Cuenta la historia de Roger Casement, personaje real, irlandés protestante, que con 20 años se embarca en labores comerciales por África, colabora como colonizador entusiasta del Congo, pero siendo más tarde cónsul británico acaba investigando los abusos del gobierno de Leopoldo II en la explotación del caucho, y publica un informe polémico al respecto. Luego realiza algo similar en la caucherías del Amazonas alrededor de Iquitos. Y, tras todos sus reconocimientos por parte del gobierno británico, se alinea con la causa independentista de Irlanda frente a precisamente el gobierno con el que trabajó por décadas, para acabar preso y condenado a muerte tras el alzamiento de Semana Santa de 1916.

Cortar la mano era una práctica habitual cuando no se llegaba a la producción exigida de caucho (foto de la entrada en Wikipedia dedicada al genocidio congoleño)

Vargas Llosa opina (en el epílogo del libro) que la homosexualidad de Casement fue fundamental para su sentencia, ya que los diarios de Casement (que Vargas Llosa considera afectados de coprolalia) se publicaron cuando el gobierno británico decidía la ratificación de su condena, con la sospecha añadida de que su contenido pudiera haber sido exagerado o engrandecido. Vargas Llosa tarda en realidad en entrar en el tema: Casement no se casa ni sale con mujeres, pero hacen falta doscientas páginas para que el autor sea explícito al respecto. Al lector avezado en estas cuestiones la ausencia del pequeño detalle homosexual en una novela que más allá de la aventura describe la psique íntima del protagonista y sus motivaciones todo le suena a evitar el tabú, pero lo cierto es que Vargas Llosa juega bien con el interés, que es finalmente afrontado con un calado apropiado y visión de la pasión, la represión, y la frustración amorosa consecuentes con la época y personaje, que encuentra una libertad sexual inesperada lejos de la Europa mojigata del momento.

La novela se inicia con Casement en prisión y tiene tres partes principales, designadas lacónicamente: Congo, Amazonas, Irlanda. En cada una de las partes, el relato dedica un capítulo a Casement en la cárcel (sus visitas, sus recuerdos y la relaciones con el sheriff que le vigila) y el siguiente a la acción en cada lugar o país. Este estilo paralelo habitual en Vargas Llosa llega en el Amazonas a mezclar las dos tramas en un único capítulo, pero en lugar de atreverse con la inventiva de sus novelas más osadas (Conversación en la catedral puede ser el mejor ejemplo), los párrafos subrayan, algo decepcionantemente, quién y de qué y cuándo habla en cada caso. Vargas Llosa llegó a dominar tan bien este recurso y tenía tal seguridad (supongo que también sus editores) que era capaz de engarzar frases de hasta cuatro conversaciones distintas en un mismo párrafo, y se distinguía quién era cada cual. No ha llegado a tanto aquí, y en este punto cabe destacar cómo Vargas Llosa en El sueño del celta puede haberse quedado atrás no sólo frente a su propio estilo sino a tendencias más modernas: la novela sigue un canon documental, histórico y narrado omniscientemente, con buen pulso y oficio, pero tal vez algo déjà vu, también de su propia obra, frente a libros de Bruce Chatwin (El virrey de Ouidah), Patrick Deville (Ecuatoria), o el mismo Werner Herzog (La conquista de lo inútil), que retratan algunas circunstancias o lugares similares desde el diario, la participación del autor en la investigación, y sin prejuicios en utilizar una estructura menos rígida. Lo peculiar del caso es que sin duda Vargas Llosa es inspirador probable con su obra anterior de estas tendencias.

El sueño del celta sigue además la estela de Vargas Llosa en contra de los tópicos retratado en general por los éxitos habituales del boom latinoamericano. Si en La fiesta del chivo se trataba de dar carpetazo al subgénero del dictador latinoamericano como personaje casi amable e ineludible de la historia del continente debido a la ingobernabilidad de sus gentes y territorios, en El sueño del celta se deshace la fantasía de la selva indómita habitada por seres fantásticos y mutantes. No es así: la habitan negros e indios esclavizados por colonizadores explotadores y asesinos muy humanos y concretos que no vienen de extraños lugares ni se mueven por intereses mágicos. Vargas Llosa vuelve a ser crudo en la descripción de los horrores cometidos en la explotación del caucho, y la exuberancia de la selva no oculta misterios insondables sino miseria y terror.

El sentido humanista del libro es coherente con lecturas anteriores del autor. Los desheredados de La guerra del fin del mundo están aquí. También los avaros y ejercedores de poderes absolutos, torturadores y violentos de La fiesta del chivo. Tal vez en las guerras culturales actuales la explotación colonial del Congo y el Amazonas no son realmente temas polémicos: la crueldad y codicia aplicadas son tan vergonzantes que no puede existir polémica. En el episodio final de su vida, dedicado a la independencia de Irlanda, el protagonista la reivindica a la luz de su experiencia en países colonizados como el Congo, o explotados y regidos por una compañía como en el Amazonas de Iquitos, estableciendo paralelismos con la acción inglesa en Irlanda. La combinación histórica de la traición de Casement al gobierno de su majestad en plena Primera Guerra Mundial, la autonomía prometida que Londres nunca otorgaba, la devoción católica que lleva a buscar (y obtener) el martirio a los líderes del levantamiento de Semana Santa, y la decepción con el gobierno alemán (que no apoyó decididamente a los irlandeses atacando a la vez que sucedía el levantamiento), son elementos todos ellos de interés que Vargas Llosa emplea hasta llegar a un clímax esperable pero muy efectivo y emotivo.

Es difícil entender que un autor aún con estos intereses mantenga un discurso público como el que le conocemos, y que ha alejado, por la polarización del país, a muchos lectores de su obra clásica, aunque sean muchos los que le defienden a pesar del pasmo de que, por ejemplo, prefiera que gobierne Brasil un homófobo apologeta de la violación que no tendría problemas en vender las tierras de los indígenas a las nuevas caucherías del mundo moderno. Queda tal vez rendirse a historias tan bien llevadas, con un perfil de protagonista tan agudo y polifacético como el conseguido con Casement, su ambición de contar con profundidad grandes historias de lo humano con su peso de justicia, lamentar que ya no existe genio además del oficio, y seguir haciéndose cruces por la extraña naturaleza humana, sea irlandesa o peruana.

Mario Vargas Llosa en su foto actual en Wikipedia

 

 

 

 

 

4 de agosto de 2020

La polis literaria



La polis literaria es un libro de magnífico título, que se acompaña de un subtítulo explicativo: El boom, la Revolución y otras polémicas de la Guerra Fría, que centra mucho más el tema. La polis literaria, con su metafórica alusión a la polis como lugar de encuentro y diálogo, es fundamentalmente la historia de un desencanto: el de la gran mayoría de los escritores del boom latinoamericano con la deriva autoritaria de la Revolución Cubana, a la que mayoritariamente apoyaron en un principio, y de la que fueron desligándose paulatinamente, sobre todo tras el apoyo de Cuba a la invasión de Checoslovaquia en 1968, y, especialmente, tras la detención del poeta Heberto Padilla, el ostracismo al que fue sometido José Lezama Lima, y los exilios de Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy. Este proceso fue diferente y matizado para cada una de las grandes figuras del boom. El libro, en cualquier caso, es una muestra del relevante peso que la política latinoamericana en general, y el proceso revolucionario cubano de manera específica y central, tuvo en la posición literaria y en la postura pública de hombres como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, o Julio Cortázar.

Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, 2008 (vía)

Rafael Rojas estructura el libro basándose en cada una de estas personalidades fascinantes, en lugar de hacerlo siguiendo una cronología de hechos. Ello hace que algunos hechos concretos se repitan en varios capítulos pero que la visión sea la de cada autor, y cada uno ofrece el suficiente interés significativo y distintivo. El viraje al liberalismo de Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, uno desde la idealización del concepto de Revolución como exorcismo y catarsis nacido en el papel de la Revolución Mexicana, y otro desde su juvenil ideología marxista, o los lábiles desligamientos justificados por Cortázar o García Márquez, abrumado uno por las críticas recibidas por su vida en París o su barroquismo poco revolucionario, y refugiado otro en su idea de la estirpe autoritaria encarnada casi genéticamente en las dictaduras latinoamericanas de manera determinista e inevitable (además de en su amistad con Fidel Castro), para no romper con el régimen a pesar de su horror por las purgas culturales… Los cinco primeros capítulos se dedican a estos cinco autores mencionados, muestran sus derivaciones intelectuales alrededor de la Revolución, pero también el acoso del poder que ésta acumuló y que sufrieron en el boom. Son cinco brillantes muestras de crítica literaria mezclada con evolución de pensamiento político y apuntes biográficos que recuerdan de continuo, para quien haya sido lector de estos autores, el caudal enorme de talento que fluye por sus libros. La tesis de La polis literaria es, por tanto, esta centralidad que desde Cuba se pretendía tener del boom y que el autor asume en su consecuencia final: por un lado fue Cuba, fue la Revolución, la que dio entidad al boom, y fue también Cuba, con su deriva dictatorial (o burocrática, como el eufemismo que empleaban con frecuencia), la que lo rompió. Sin olvidar el impacto, poco reconocido en la élite cultural revolucionaria cubana, de la victoria de Salvador Allende en Chile, primero, y de Mitterrand y González en Francia y España después, como muestra de que un socialismo reformista podía llegar al poder y mantenerse durante años en su labor con victorias democráticas, sin armas y sin represión.

Octavio Paz y Mario Vargas Llosa (vía)

Rojas dedica un capítulo necesario al subgénero de la novela de dictadores (es clarividente cómo recoge el paso del estilo barroco justificativo como defensa laxa del dictador letrado, culto, o, al menos, plenamente identificado con el cuerpo de la nación, al realismo dramático con que Vargas Llosa prácticamente finiquita estas veleidades en La fiesta del Chivo), hace un viaje a Chile –que se aparenta algo menor- con Donoso y Edwards, y finalmente dedica tres capítulos a los tres represaliados cubanos de la Revolución arriba mencionados (Lezama Lima, Cabrera Infante y Sarduy) con los que completa un espectro amplio de diferentes actitudes vitales de los escritores cubanos. Rojas admira sin disimulo a Lezama Lima y su Paradiso despreciado por la Revolución, cuyo ídolo literario nacional era el (excelente, por otro lado) Alejo Carpentier.

Julio Cortázar y José Lezama Lima, 1968 (vía)

La polis literaria encierra muchas claves de interés sobre cada autor y sus reflexiones sobre la Revolución en un sentido general, sobre su sentido, origen, conclusiones y derivas, con el caso latinoamericano como foco, que en los años sesenta y setenta fue amenazado de facto por la Guerra Fría alentada por dos países cuyos estados habían nacido precisamente de sendas revoluciones que ahora habían pervertido sus ideales de partida. Encierra también un ensayo literario, una lectura política de la acción cultural de autores comprometidos a un nivel supranacional de gran intensidad con su propio continente como unidad de reflexión política. Está además excelentemente escrito, con un lenguaje rico y con una exposición sencilla de las implicaciones políticas en lo literario y viceversa. Hay elementos especialmente llamativos que probablemente ahora el tiempo permite encajar: el interés político por apropiarse del favor del genio intelectual (ahora parece impensable, el genio intelectual en general es despreciado por los gestores políticos), la importancia de los padrinazgos de las revistas literarias principales del continente y lo que suponían políticamente como modo de diálogo a distancia o al negarse interesadamente a la publicación en las mismas de las contribuciones de determinados autores, y la capacidad continuada y mantenida en autores de varios países para la metáfora política en su obra artística. Finalmente, por supuesto, está el placer del recuerdo de tantas obras del boom leídas. No todas, obviamente, y por ello el libro es también una fuente de ideas de lectura a aprovechar adecuadamente. ¿Algo más placentero que un libro bueno que llame a la lectura de otros libros buenos?

Rafael Rojas (vía)



21 de junio de 2014

Podemos. Ser. Héroes.


Como en varias de sus novelas anteriores, Mario Vargas Llosa cuenta en El héroe discreto dos historias diferentes con paralelismos o conexiones más o menos casuales. El héroe del título es un modesto empresario transportista de Piura, con mujer, dos hijos y amante, a quien unos extorsionadores piden dinero a cambio de seguridad, a lo que él se niega, poniendo el asunto en manos de la policía, donde el sargento Lituma trabajará en el caso. Por su lado, en Lima, otro personaje de una novela anterior de Mario Vargas Llosa, don Rigoberto, recién jubiliado y que planea un viaje cultural a Europa con su mujer, se enfrenta a dos problemas: por un lado, los hijos del dueño de la empresa de seguros para la que trabaja le acosan por haber sido testigo de la boda de dicho hombre con su empleada de hogar cuarenta años más joven; por otro, su propio hijo adolescente tiene conversaciones frecuentes con un hombre misterioso al que nadie conoce pero que conoce a todos, y que se le aparece en lugares insospechados con intereses ambiguos.

Piura (vía)

Además de las dos historias paralelas y convergentes, Vargas Llosa usa como siempre de manera magistral su técnica de cruce de diálogos en cada una de ellas, tejiendo escenas que suceden en diferentes tiempos y lugares, con gran agilidad y haciendo avanzar acción y relaciones entre personajes.

El héroe discreto parece en muchos sentidos una novela de recuperación. Mario Vargas Llosa recupera un par de personajes de sus novelas anteriores, vuelve también al Perú, tanto a la alta sociedad limeña como a una ciudad poblada por cholos, y escribe con gran profusión de disfrutable vocabulario peruano. La maestría narrativa está ahí, pero el edificio tiene menos fuerzas que en ocasiones anteriores. ¿Por qué? Tal vez en lo estrictamente dramático las dos tramas son en exceso previsibles, y, en el caso de la limeña, incluso está mal cerrada. Tal vez la posible profundidad humana de las mismas queda un tanto desdibujada por dichas resoluciones, pues la resistencia honorable y reconocible del acoso es un asunto que como tema moral depende también del carácter del acosador, cuya concreción aquí no es relevante más allá de lo privado o personal, y que no alcanza tampoco un plano abstracto (como sería el estilo de Michael Haneke en Funny Games o Caché, por poner un ejemplo). De este modo, y sorprendentemente en la novelística de Vargas Llosa, pareciera que todo se reduce a mostrar los peligros algo maniqueos y superficiales que los esperables hombres de bien tienen por parte de seres simplemente envidiosos, vagos y celosos, a causa de construir riqueza y país.

Desprovista por ello de la hondura psicológica de los personajes que en general eleva las novelas de Vargas Llosa a obras maestras, El héroe discreto es un título placentero de leer por la técnica fluida de un autor experimentado, pero poco trabajada, sin el equilibrio entre divertimento y profundidad literaria que normalmente atesora su autor.

Mario Vargas Llosa (vía)