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1 de febrero de 2020

En busca del niño perdido



Después del resultado estupendo de A esmorga/La parranda, me dio mucha alegría conocer la reedición de La catedral y el niño, de Eduardo Blanco Amor, poeta gallego exiliado, rojo y homosexual, que se hizo prosista a los 50 años y rindió, al menos, estas dos maravillosas novelas. La catedral y el niño es la primera que escribió (en 1948) muy lejos de su Galicia natal. Hay un detalle en ella que remite a Clarín, a La Regenta: es el cambio de nombre de la ciudad en que a modo de microcosmos asfixiante suceden los hechos. Si Oviedo se rebautizaba como Vetusta en la obra magna de Clarín, Orense pasa a ser, no menos irónicamente, Auría en La catedral y el niño. Luego, por supuesto, comparten más detalles de sociedad del provincianismo español en levítica ciudad de finales del XIX y principios del XX, pero no recuerdo tanto de La Regenta, que leí hace muchos años y cuya preocupación central es otra. En este aspecto, La catedral y el niño, por una buena cantidad de paralelismos dramáticos, por gran parte del tono irónico y social de las descripciones de clase, y por el desarrollo, descripción e intereses vitales del protagonista, sin obviar el subtexto –o texto, directamente- homosexual, a quien recuerda es a Marcel Proust y a En busca del tiempo perdido.

Catedral de Orense (vía)

Obviamente Blanco Amor alcanza un espectro menor y los diferentes países suponen diferencias sociológicas de peso (la presencia continua del clero en un caso, el antisemitismo en otro). Pero ambos comparten el humor del protagonista: inteligente, observador, diletante, exquisito, asombrado ante las bellezas del arte y el mundo. Por supuesto, aunque se llame Auría en la novela, Orense no es París, y aunque tanto Luisito como Marcel son conscientes de la mediocridad social que les rodea, sus potencialidades difieren. Eso no afecta a la delicadeza y exquisitez del hermoso lenguaje de Blanco Amor, que sitúa a su delicado niño sensible viviendo con su madre y sus tías, mientras que su padre ha sido obligado a separarse de la familia por su carácter manirroto y prácticamente montaraz. La catedral del título es el edificio junto a la casa en que vive Luis, un refugio imponente y severo con el que establece una particular relación de necesidad, referencia espacial e impostadamente moral, y anclaje vital de una ciudad de la que Luis parece incapaz de deshacerse. Llega en esto casi más allá que Proust con la epifanía en la iglesia de Balbec, pero es explicable ya que la representación del cristianismo apela a diferentes matices en los dos países.

Blanco Amor es florido y barroco; domina un vocabulario extenso, preciso y culto. Refleja además el hablar y las expresiones de época; su mayor logro es probablemente conseguir una atmósfera que oscila equilibradamente entre la mirada ingenua del niño enmadrado y la sociedad cerrada y encerrada en que vive. Por los márgenes se cuelan una Iglesia y sus varios matices (desde la fascinación por la mole arquitectónica a los sacerdotes y sus dobles caras, un retrato que llevó a la censura del libro, según cuenta Fernando Larraz), una división sociopolítica entre clases dominantes y dominadas, aunque con peculiaridades transversales (desde los pobres devotos a los indianos millonarios y algunos ricos ácratas), una hipocresía generalizada respecto al sexo, y la homosexualidad de Amadeo, el amigo de Luis en que el autor proyecta su propia sexualidad, en un juego similar de fascinación y representación al de Proust con Robert de Saint-Loup. El efecto literario es envolvente, aunque es cierto que la tercera parte de la novela introduce de manera esforzada personajes y situaciones nuevas que permitan resolverla, una vez que la trama principal se agota. Blanco Amor no sólo es un fascinante escritor descriptivo de lo íntimo y lo público, sino un narrador ágil e irónico, capaz de observar matices y puntos de vista en algunas situaciones de planteamiento complejo (el entierro cristiano de la dueña del prostíbulo, o el ajusticiamiento de un asesino por garrote vil entre ellos) que revelan gran amplitud estética en su concepción literaria. Es una obra de menor contundencia que A esmorga, pero su conjunto poético-realista es una cumbre literaria en medio del panorama tremendista de la literatura española de aquellos años.

Eduardo Blanco Amor en los años 20 (vía)





30 de mayo de 2015

Ser como una mula fuera el alma


En apenas un par de semanas tuve dos apelaciones a Eduardo Blanco-Amor. Primero fue la lectura de Letricidio español, donde Fernando Larraz le reivindica como un autor brillante e interesantísimo. Después fue la proyección de A esmorga, de Ignacio Vilar, dentro del festival Zinegoak de Bilbao, basado en la novela del autor, que en la traducción al castellano se conoce como La parranda. Me costó encontrar la novela, está en depósito en las bibliotecas municipales de Bilbao en una edición de 1973 que no indica traductor.

La parranda cuenta la historia de una desastrosa juerga monumental que tres amigos, el Castizo, el Bocas y el Milhombres, se corren durante día y medio en la ciudad y los alrededores de Orense, a finales del siglo XIX, bajo una infernal lluvia intensa y continuada, y alimentada por alcohol y por los tópicos de la vida rural gallega. El Castizo es el único narrador en primera persona de la novela: cuenta los hechos que se suponen y se van revelando graves a una autoridad muda, que está representada por guiones sin diálogo, y cuyas preguntas sólo podemos adivinar por los esforzados cambios de tema o ritmo del Castizo, quien está detenido y ha sido torturado, y a quien esta autoridad interroga en busca de la verdad. El Castizo se revela como un narrador completo y excelente, lleno de maravillosos giros populares, y un ritmo trepidante.

El Castizo, el Milhombres y el Bocas en adoración del orujo, en A Esmorga, de Ignacio VIlar. Lógicamente, los apodos no son casuales.

La determinista aventura de los tres amigos comienza cuando el Bocas y el Milhombres, que ya llevan una noche de parranda, reclutan a la mañana al Castizo a la salida de su casa para unirse a ellos en vez de ir al trabajo. El Castizo acepta porque la lluvia arrecia, es posible que no haya trabajo en la obra a la que acude, y porque sus sabañones le están matando… En su día de juerga los tres amigos pasan por la taberna rural, visitan la finca del aristócrata de la zona, la iglesia, el burdel y una destilería rural de orujo, dejando tras de sí un rastro de broncas, pequeños hurtos, un peligroso incendio… para terminar metafóricamente en el vertedero de la ciudad. El Castizo actúa como narrador y participante, pero también es espectador de la malsana relación entre el Bocas y el Milhombres, en la que se juntan aprecio y desprecio mutuos y homosexualidad reprimida.
En el relato se cuela obviamente la dura vida rural de la Galicia de aquel tiempo, que Blanco-Amor consigue describir con la musicalidad y fisicidad en el trabajado lenguaje oral, sufrido y dolido, del Castizo, a partir del cual deja un sutil análisis de personajes sometidos a diferentes poderes a los que la jornada de libertad de alcohol acaba por desquiciar. La estrategia de usar la primera persona, retrasar la acción noventa años respecto al momento en que fue escrita, y además eliminar la voz de la autoridad permite distanciar la mirada del autor y presentar el libro como la vivencia de tres desgraciados de no demasiadas buenas hechuras más que como una denuncia de las represiones y las pobrezas que anulaban el alma humana también en la época en que se publicó. En este equilibrio está posiblemente el mayor logro de esta joya, que participa del realismo social y el miserabilismo rural de parte de la literatura del franquismo, del que en efecto puede ser una cumbre olvidada y muy reivindicable.


Eduardo Blanco-Amor (vía)