Mostrando entradas con la etiqueta Iris Murdoch. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Iris Murdoch. Mostrar todas las entradas

13 de abril de 2024

Huir del yo y practicar la atención

 

Este pensamiento a lo Gracián que encabeza esta reseña pretende resumir en forma de aforismo moral las conclusiones del libro de la sorprendente filósofa que es Iris Murdoch. Bueno, sorprendente para un lector que la conocía exclusivamente por novelista y que apenas había leído su reconocida The Sea, The Sea, hasta llegar a saber que había sido discípula de Wittgenstein. The Sea, The Sea es una novela magnífica. Intentar su filosofía parecía buena idea.

La soberanía del bien, este volumen de Iris Murdoch editado con esmero por Taurus, es una recopilación de tres conferencias que Murdoch pronunció en los años sesenta, y que ella misma reunió en un libro publicado en 1970. Su pensamiento es deudor, lógicamente, de su tiempo, igual de manera muy esperable. A Murdoch le pesan (sin mencionarlas) la guerra y la posguerra, se inscribe en un existencialismo de cierta oscuridad, en el que está ausente toda posibilidad inicial de divinidad, pero busca a ello una salida moral objetivo, al que dedica su pensamiento probablemente desde el mismo título.

Para Murdoch es necesario reemplazar la idea de Dios con algo que ocupe un centro moral. No cree que la razón kantiana o la historia hegeliana sean el sustituto correcto, sino que ella apuesta por una idea de Bien conseguida por una acción que evite mirar al yo (según Murdoch, el yo es una luz demasiado brillante que nos ciega e impide ver nada a nuestro alrededor) y practique la atención a los demás, con el objetivo de conseguir el bien en nuestras acciones y asegurar el fin de la filosofía moral.

Pero Murdoch es una pensadora con dudas. Además de concluir con cierta desesperación si esta sustitución del centro moral que considera imprescindible no será un trampantojo bien intencionado, se preocupa por la forma en que se toman las decisiones y el valor de la construcción de las mismas; se basa para ello en los filósofos que la rodeaban y ya publicaban en Cambridge, que opinaban (Stuart Hampshire especialmente) que no existe en realidad un mundo mental en que las decisiones se mediten y se tomen, sino que lo bueno es necesariamente exterior, dinámico, orientado a la acción. Se intuye de fondo la propuesta definitoria del a existencialismo original, aquel para el que la existencia prevalece sobre la esencia, con sus consecuencias materialistas: una ontología que no puede basarse en ideas o almas de carácter divino. Y se explicita la confusión de ideas entre lo bello y lo bueno: lo bello es estático, no dinámico, y sin este carácter definitorio de lo bueno per se, no es deducible que lo bello defina a lo bueno.

No por ello renuncia Murdoch al arte, ya que lo considera una fuente de ejemplo en sí mismo, en el sentido de que un arte malo es aquel que está preñado del yo, en el que la evidencia del yo del autor malogra la obra y la convierte en mal arte. Murdoch, en los sesenta, podría desde luego intuir el inicio de lo que Gomá llama " vulgaridad respetable " en las formas artísticas que habían iniciado un despliegue global. No era la única, desde luego.

Aunque no lo explicita, Murdoch acaba en desacuerdo con estas ideas sobre un espacio mental interior inoperante. Desarrolla ejemplos intensos de decisión moral interior incluso aunque sucedan con inacción exterior. Reconoce por ello una evolución interna, y un poder emocional en la atención, una acción interna y continuada, dirigida a los demás, un método que no identifica con la oración o la meditación, sino como un camino hacia el ejemplo. Es una ejemplaridad posible, incluso materialista por su descomunal rebaja de su potencial idealismo, donde se combina la dimensión privada con la pública a la que dicha atención obligará en algún momento. El pesimismo es latente, pero la atención es una puerta vital a cierta esperanza, a ese potencial bien como centro moral. Más cerca de Camus que de Heidegger. Probablemente esta pulsión pudo ayudar a convertirle en novelista, como al francés. Tal vez porque el Bien y el Mal, el poder interior de las decisiones, o la actuación en libertad, son temas también novelísticos, o fácilmente encarnables en personajes que los ejecuten.

De hecho, como libro de 1970 (escrito en la década anterior), con sus menciones continuadas al existencialismo y al conductismo, Murdoch parece fuera de las corrientes principales del melón filosófico que se estaba abriendo, sin eso ser necesariamente malo. Por un lado, no parece interesarle el feminismo que empezaba a reestructurar a Beauvoir antes de la eclosión de los estudios de género de los años siguientes, y su preocupación por las posiciones morales positivas en un tiempo en que las consideraba discutidas no tiene enfoque de género (citar en una importante ocasión a Simone Weil, pero no a John Rawls indica que lo político no es su interés, pero nada más). Por otro, es obvio que está lejos de la Escuela de Frankfurt y de los posestructuralistas franceses, a los que no menciona, siendo su bibliografía básica la de los filósofos ingleses de la época, con menciones también continuadas a su propio maestro Ludwig Wittgenstein.

La soberanía del bien es un libro que exuda dolor, pero resume tres conferencias, es decir, no se trata de un sistema filosófico general, estructurado y elaborado. Se lee con gusto, pero requiere de fuerte atención e introspección, porque su lenguaje es profundo en filosofía, con una cierta visceralidad. El impacto por lo revelador de su expresión, no obstante, es perdurable.



5 de mayo de 2019

El mar primitivo, el primitivo mar


 

Le tenía algo de miedo a The Sea, The Sea, la novela de Iris Murdoch, un miedo injusto porque entre la compra de la novela (que ya no recuerdo cuándo hice) y el momento de la lectura pasó el rodaje y el estreno de Iris, la película sobre la escritora, que se centraba en su enfermedad terminal basándose en los recuerdos de su marido y cuidador. Es un subgénero cinematográfico que detesto bastante, pero la autora no tenía culpa alguna de decaer en la elección entre la excesiva cantidad de libros que me quedan en casa por leer. The Sea, The Sea ganó en su día (1978) el Booker Prize, Iris Murdoch trabajó como filósofa con Ludwig Wittgenstein y Elias Canetti, y todo sonaba bien. Pero, estas estupideces del alma, al final la he leído por la terrible falta de libros de inglés en las estanterías, y porque quiero mantener la buena costumbre de leer literatura en inglés en la medida que pueda.

El protagonista de The Sea, The Sea se llama Charles Arrowby; es un exitoso director de teatro que decide retirarse en su jubilación a una casa sin electricidad junto al mar, en un pueblo alejado del mundo, donde poder dedicarse a escribir, nadar desnudo, y dar rienda suelta a su peculiar estilo de cocina. Hombre de personalidad fuerte, solitario y soltero con historial de relaciones amorosas entrecruzadas con amistades, aparentemente tiránico en su trabajo, ve frustrada su aspiración de soledad porque, por supuesto, los diferentes personajes de su vida van poco a poco apareciendo por el desolador paisaje que ha escogido, e incluso acaba encontrándose con su primer amor, que había desaparecido de su vida cuarenta y cinco años atrás después de haberse jurado amor eterno. Este encuentro convulsiona de manera definitiva su estancia y desata un destacable conjunto de acciones de sentido moral que atormentan al protagonista y derivan incluso al terreno de la tragedia, anunciada por la obsesión shakespeariana del protagonista.

The Sea, The Sea posee además un subtexto fantastique que resulta muy atractivo, desde el aire gótico de la casa aquejada de extraños ruidos interiores y exteriores, azotada por la furia del viento y sin acceso directo al mar si no es mediante el descenso y ascenso por escarpadas rocas, al desfile de fantasmas del pasado que toma la narración. Está además potenciado por alguna estremecedora visión del protagonista en plena observación extasiada del paisaje que le rodea. Hábilmente, este subtexto no se impone al realismo estricto, sino que queda como trasfondo de complicidad entre el protagonista (que es narrador) y el espectador, que puede interpretar también que el entendimiento de Arrowby puede estar fallando.

Arrowby es un hombre arrogante, orgulloso y satisfecho de sí mismo que no abandona en ningún momento todos estos rasgos de su carácter, a pesar de las dificultades de las situaciones que el deus ex machina armado por Murdoch pone en su camino de continuo, hasta el final de la novela. Murdoch imprime de intensidad sus reflexiones, y consigue un aire de intriga profunda a la peculiar red de sentimientos y actitudes morales implicados. El ritmo implacable y la dosificación de personajes aparecidos en el pueblo y en la casa están estructurados y funcionan muy bien, pero probablemente serían poco interesantes sin la reflexión también ética a la que llevan a los personajes, especialmente Arrowby, en lo que además parece un ajuste de cuentas a algún macho alfa de la vida de Murdoch, que es tentador relacionar con Canetti. No obstante, la profundidad del texto sobre temas como el dolor, la pérdida, la resignación ante la soledad, le da un valor universal. Unido a la facilidad en que lo he podido leer en inglés, me hace pensar en que hay que volver a esta autora en su v.o. Sin dejar también de preguntarse por la circunstancia de los filósofos narradores y el éxito en la transmisión de sus ideas que tiene el formato novelístico.

(Entre la lectura del libro y la escritura de esta reseña, Laura Barrachina realizó este programa sobre Iris Murdoch en el estupendo Efecto Doppler de Radio 3. De su escucha, que recomiendo realizar de manera atenta, y de la búsqueda de información sobre la autora, extraje como textos a buscar para hacerse una idea de la variedad de Iris Murdoch The Black Prince, La soberanía del bien, y El unicornio. Veremos…)

Iris Murdoch (vía)