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28 de febrero de 2023

Fama y genio en Weimar

 

Hay pocas posibilidades de leer un libre tan metagermánico como éste: Thomas Mann, autor años después de Doktor Faustus, fabula sobre una visita a principios del siglo XIX de Carlota Kestner, la mujer real de la que Goethe se enamoró y que le rechazó. Este desplante fue inspiración de su ‘Las penas del joven Werther’, que terminaba con el suicidio de su protagonista. Con Werther convertida en leyenda fundacional del espíritu alemán, y su protagonista femenina en personaje famoso y adorado, Carlota viaja ya viuda a Weimar con la excusa de ver a su hermana, que reside allí, y el objeto claro de visitar a su antiguo admirador, que disfruta de su reconocimiento de gloria de las letras germanas en la ciudad. El momento no es específicamente tranquilo, pues están recién terminados los vaivenes de las guerras napoleónicas, que dejaron su huella en la ciudad dividiendo en bandos a sus habitantes, y por el paso continuo de soldados en dirección a Rusia o lo contrario.

Carlota Kestner, que en las fuentes se conoce como Charlotte Kestner o incluso como Charlote Buff (su nombre de soltera). El nombre en castellano entronca con la tradición de traducción de nombres propios de las novelas antiguas, que luego parece imposible recuperar en el original. En alemán Mann usa el diminutivo Lotte para el título.

Los dos temas principales de Carlota en Weimar, que no suele citarse entre las grandes de Mann, son la fama y el genio, si bien Alemania y su Zeitgeist sobrevuelan todo el texto. Es importante recordar que Mann escribe en 1939, cuando ya está exiliado del régimen nazi y viviendo fuera del universo germánico, de cuyo final -el verdadero final de la época nacionalista romántica- es uno de sus epítomes artísticos más representativos, junto a probablemente Richard Strauss.


Goethe

La llegada de Carlota Kestner a Weimar impacta enormemente en la ciudad, informada por el indiscreto portero del hospedaje en que se aloja junto a su hija. Su salida para visitar a su familia se retrasa porque debe permanecer en sus habitaciones recibiendo a diferentes personas distinguidas de la ciudad: una peculiar socialité retratista, la hermana de Arthur Schopenhauer, o el propio hijo de Goethe. Capítulos de decenas de páginas recogen estos diálogos, una técnica que Mann domina con maestría, y donde se vierten su pensamiento y obsesiones. Carlota no entiende ni comparte que sea relevante esta fama suya, que permite a Mann reflexionar de manera última sobre la fama que ya le asediaba a él, pero también sobre la familia y los hijos (“raro es que los hijos de un gran hombre pasen a la posteridad”, toda una declaración en la que probablemente miraba con condescendencia a sus propios hijos Klaus o Erika), sobre el peso de la experiencia, y, por supuesto, sobre lo germánico: los personajes alrededor de Carlota afirman lo excelente de que el pueblo adore el mito nacional que Carlota representa como ‘estrella de la vida espiritual’. Carlota resulta la más lúcida en subrayar la grosería de tanta curiosidad. Mann es irónico con la destrucción de lo germánico por Napoleón o los invasores de épocas anteriores, aunque no es capaz de liberarse de todos sus esencialismos, como ya hará en Doktor Faustus. Como ejemplo está el subrayado de la línea cultural del helenismo al parecer heredado por Alemania en exclusiva.


Teatro Nacional de Weimar con las estatuas de Goethe y Schiller delante, según foto de marako85 en La Vanguardia

Poco a poco, tras el impacto del encierro de Carlota al inicio de su visita (que parece el de una estrella en el plató de un reality), la centralidad del discurso en las conversaciones va virando de Carlota a Goethe, de la fama al genio y su misterio, de los asuntos de corazón, negocio y filiación en la ciudad al carácter y presencia de Goethe en la misma, que lógicamente Mann abraza en todo su potencial. Crea expectación haciendo que Goethe no aparezca hasta llevar 300 páginas de novela; el genio fundador de la cultura germánica sufre el juicio de los jóvenes (que ya consideran que Werther no les representa: “el tiempo es el que es irrespetuoso, al abandonar lo viejo y producir lo nuevo”), o bien es definido como un misterio que multiplica el conocimiento pero que resulta indescifrable, aunque haya que reconocerle un irracional derecho regio. Es Carlota de nuevo quien pone los pies en el suelo recordando cómo sus propias obligaciones y compromisos (los de ella) forzaron al genio a abandonar sus presuntos derechos sobre la mujer, aunque Goethe los romantizara literariamente en su obra con el suicidio victimista de Werther que él mismo no cometió. Mann no obstante no deja de mirarse en el genio anterior al suyo propio, y su solidaridad deja perlas implacables como ésta: “El instrumento más adecuado para vencer por sí mismo las dificultades, y disolverlas, es, sin duda, el talento poético, la confesión poética, con la que se espiritualiza el recuerdo convirtiéndolo en una obra permanente y admirable”. Que sirve a modo de resumen de la propia obra de Mann.

Finalmente, Mann termina la novela con dos grandes capítulos y un epílogo necesarios: un día de Goethe narrado por sí mismo, con sus caprichosos despertar, comportarse con servicio e  hijo, y pensar libremente en cierto batiburrillo de conciencia que parece irónico si pensamos en que un autor extremadamente controlado y estructurado como Mann es quien escribe este caos mental y libérrimo en que a Goethe se le estremece el elitismo (“multitud y cultura son cosas que no riman”), se le encrespa el ánimo (“es un poco tonto hablar consigo mismo, y la juventud es una edad tonta a la que eso se acomoda, pero más tarde ya no”), o se le desborda la vanidad (“soy de la madera de los que han sido tallados por Dios”). El segundo capítulo es una cena social en casa de Goethe en la que Carlota es una invitada más a aun acto de pleitesía ciudadana al genio en que las contradicciones de este son reflejadas en sus diálogos, formas y posición social. El libro concluye con un diálogo final privado entre Carlota y Goethe, en que Carlota expresa por fin el sacrificio que habría sido vivir junto a él, donde toda persona se convierte en víctima infeliz. Goethe por supuesto mitifica estos sacrificios de quienes le rodean en aras de la belleza superior.

Y con ello cierra Mann esta genial pieza de cámara, aparente divertimento de exquisita escritura, protagonizado por una vez por una mujer no idealizada ni romantizada sino plenamente realista (aunque Mann reserva unos entusiasmos habituales en él a un efébico soldado herido), y en que arte, vida, patria y cultura se entretejen de maravilla, especialmente en las primeras 300 páginas de banales cotilleos y crónica social, trufadas de valentía literaria y premonitorio análisis del poder no tan superficial de la fama.

Thomas Mann


 

29 de agosto de 2019

Lo que te (nos) pertenece



Dentro de la abundante literatura LGTBI es difícil discernir, y lo cierto es que no sigo foros ni editoriales especializados al respecto, porque no los conozco ni tengo un criterio claro para distinguirlos. Sé, sin embargo, que la etiqueta como subgénero ha crecido e incluso proliferado. Así que me muevo por mis viejos criterios de siempre, la crítica especializada en publicaciones sobre literatura de suplementos culturales, la editorial de cierto o supuesto prestigio, la lectura de clásicos y el boca-oreja, actualmente practicado por redes sociales sobre todo. No me quejo: la veo fuerte y actualizada, y las últimas selecciones (William S. Burroughs, Weldon Penderton, Sebastian Barry, Quique Palomo) han calado bien. Lo que te pertenece se suma a este juicio, sobre todo por un trabajo profundo del drama psicológico, y su descripción de un deseo perturbador y complejo.

Parte de este deseo, al menos de las formas en que toma forma, se produce en un universo que ya parece algo antiguo: unos diez años, aproximadamente, antes de la implantación de las aplicaciones de contactos de los móviles inteligentes como forma mayoritaria, y de manera casi masiva, de encontrar pareja sexual, estable o no. Un periodo en que ya existen redes sociales, servicios de mensajería instantánea o canales de conversación, aunque todo en ordenador. Cuando esta época sea objeto de nostalgia porque sus protagonistas hoy jóvenes quieran consumir su pasado, como hace toda generación reciente, la cronología que lleva de los canales de ligoteo gay a la eclosión de Grindr mostrará una evolución vertiginosa. Pero no es que Lo que te pertenece sea antigua, ni mucho menos rancia, pero sí parece que su escritura ha sido lenta: su traducción al castellano llega en septiembre de 2018, su publicación original sucede en 2016, y la primera parte de la novela en realidad fue un relato largo titulado Mitko, que ganó un premio en 2010.

Hoy Chueca.com es un portal de contenidos, pero el chat sigue existiendo

Lo que te pertenece narra la vida de un joven profesor norteamericano en Bulgaria. Profesor de inglés, presunto trasunto del autor (que ejerció de profesor en Sofia), es aficionado al cruising y en una de sus correrías conoce a Mitko, joven prostituto a cuya belleza arrebatadora no consigue sustraerse a pesar de los infinitos problemas que le provocan su intento de tener algo parecido a una relación con él, y de su propia capacidad reflexiva al respecto de la deriva personal que le supone. Las reseñas hablan de referentes como Lolita o Muerte en Venecia, fáciles por el amor obsesivo, prohibido y poco recomendable por una persona joven, por la narración desde el punto de vista del personaje mayor de edad, pero creo que están lastradas por la falta de suficientes referentes de representación homosexual en la literatura aceptada canónicamente. Muerte en Venecia funciona en un estricto juego de amor platónico y virginidad estéticos aquí imposibles por el contenido necesariamente sórdido de la historia (siempre he creído que Thomas Mann conceptualiza –maravillosamente, eso sí- desde la represión y el armario, y que sin ellas sería otro autor muy distinto). Y en Lolita, pues… en Lolita hay mujeres y la posibilidad engañosa de una aceptación social, hay una representación familiar con su propia lucha interna, hay un triángulo, y hay pederastia directa y conocida. Mitko es adulto, Mitko es homosexual, Mitko folla con clientes, Mitko no representa ideales estéticos para la moral del protagonista, y su amor nihilista y explícito también es construido estéticamente, pero demasiado cercano a tierra para (los tiempos de) Nabokov y Mann. Las decisiones de Mitko, 23 años, son aparentemente inconscientes, pero proceden de un adulto necesitado; reconocemos una psicología infantil (su afán consumista por los móviles, su gusto por pavonearse ante otros amantes) pero también un instinto de supervivencia. Mitko en última instancia es pobre y un adicto.

Muerte en Venecia, de Luchino Visconti, basada en la novela de Thomas Mann

Pero en la comparación sí me parece relevante un detalle: el protagonismo y el punto de vista corresponden al personaje mayor, también en Lo que te pertenece. Esto adquiere un rango sobresaliente en la segunda parte de la novela, cuando el profesor recibe la noticia de la enfermedad e inminente muerte de su padre y evoca sus relaciones de infancia y pubertad con él, su inquietante deseo incontrolado hacia la figura paterna –en una delicada y epatante inversión freudiana- y ausculta sus deseos y costumbres actuales en la memoria de su imposible educación sexual. La novela, en cierto modo, pasa de la metafísica al psicoanálisis sin resentirse. En la tercera parte del libro la narración deriva a la aparición de la enfermedad y su gestión. Es un momento en mi opinión menos original y conseguido aunque coherente con el ambiente narrado. Sirve obviamente para resolver la figura de Mitko, y la novela adquiere un tinte más social por las diferencias sanitarias entre países, y la situación en Bulgaria al respecto.

Mladost, en Sofía, foto de TripAdvisor.

Greenwell domina muy bien el uso del entorno y los paisajes. Los paisajes y sus descripciones refuerzan con mucha potencia, y en general cierta grisura dramática, los estados físicos y mentales de los hombres protagonistas. Desde los barrios poco acogedores de Sofia a las playas y resorts vacíos de Varna, desde los paseos por los infinitos descampados a los viajes a los centros sanitarios, el acompasamiento entre pensamiento y entorno es casi adictivo. Paisaje y psicología se influyen y retroalimentan, aunque el retrato de país no es el más amable. Bulgaria, por Unión Europea que sea, no es un país rico ni igualitario, y el libro no devuelve la imagen de una sociedad abierta, ni en la atención sanitaria, ni en la represión homosexual tanto social como familiar… No calificaría a la novela de activista, pero su naturalismo subyugante, a veces cerca de un miserabilismo controlado, funciona bien, y los problemas de aceptación están presentes como preocupación. No obstante, aunque el autor comprenda y trate con ternura a Mitko, sólo consigue adoptar el punto de vista del personaje rico dañado por la vida, y esto lleva a aristas morales en el juicio de la novela, pues, dados a retratar una represión familiar y social, una tragedia íntima, y una descomposición tanto física como moral, Mitko –los diferentes Mitkos del mundo- exigen –en 2019, pero también en 2010, por vertiginosos que sean los tiempos- trascender, opinar, una mirada propia. Creo que eso aún falta.

Garth Greenwell, por Jarma Wright (vía)

26 de junio de 2017

El diablo alemán


Perseguía hace años la posibilidad de leer el Doktor Faustus, una de las últimas grandes obras de Thomas Mann. Me lo había encontrado descrito con pasión como ejemplo en El ruido eterno, el magnífico ensayo de Alex Ross que explicaba política e historia del siglo XX a través de la música compuesta y estrenada durante el mismo; ejemplo en realidad del objetivo del propio Ross, que Thomas Mann focaliza especialmente en el nacionalsocialismo, canalizando la historia a través de Adrián Leverkühn, el músico que tal y como sugiere el título vende su alma al diablo a cambio de conseguir componer con la perfección que perseguía. Alex Ross ha llegado incluso a especular sobre la música imaginaria de Leverkühn, de completa que es su descripción en las páginas de Mann.

Y al final encontré el libro en la vieja colección de clásicos en tapa dura de Seix Barral de @anitalorite, y, para mi alegría, a pesar de ser una colección editada en 1984, la traducción corría a cargo de Eugenio Xammar, uno de los excelentes periodistas españoles de entreguerras, y de cuyos conocimientos para el alemán y su capacidad de prosa no podía dudar tras leer sus Crónicas desde Berlín. Más que no dudar, tuve una alegría inmensa.

Serenus Zeitblom, amigo de infancia y seguidor durante toda su vida del compositor Adrián Leverkühn, narra su vida basándose en el trato personal que tuvo con él y en los cuadernos y notas que recibe a su muerte. Escribe en los últimos años de la II Guerra Mundial y aunque no menciona acontecimientos bélicos concretos, el desmoronamiento del régimen nazi está ya sucediendo literalmente, tal y como esperaba el propio Zeitblom. Mann escribe desde su exilio norteamericano, y describe con desapego la frustración de la historia alemana desde el inicio del siglo XX, lleno de ilusiones germánicas tal y como ilusionante era la amistad del narrador con el joven Leverkühn, hasta la caída tanto del régimen nazi como de todas las posibilidades de felicidad que nunca pudiera tener el músico autor de las composiciones más brillantes de su tiempo. En el centro del libro, su capítulo más famoso, adoptando una simetría crítica y consciente de su relevancia (y con un mecanismo dramático que ya empleaba en La montaña mágica), Zeitblom relata la visita intensa y terrorífica del diablo, recogida de  los cuadernos de Leverkühn, como un episodio que pudiera ser onírico o real, pero cuya fuerza es demoledora en una novela de corte realista a pesar de la tradición romántica, gracias a la ausencia de subrayado, a la presencia del razonamiento filosófico previo, y a una fisicidad desasosegante. Fausto es uno de los mitos germánicos más conocidos, el que anhelaba el máximo de conocimiento y reconocimiento, desde los que el salto al máximo de poder es cuestión de dialéctica histórica mediante el nacionalismo racial. Que el nazismo sea la consecuencia de tanta ambición germánica pareció obvio una vez que se destruye el sueño, pero Mann ya lo anticipa en su estudio histórico implícito, que incluye el despropósito de autoengaño en que se inundó Alemania en la I Guerra Mundial, y que indica un formidable cambio de opinión respecto a su visión anterior del conflicto, que quedaba recogido en La montaña mágica con una visión aún idealizadora de la guerra.

Doktor Faustus es un libro que al igual que otros de Mann habla de arte como metáfora de vida. Se nota su autoría por un hombre alejado ya de la modernidad, donde la alta cultura es el concepto predominante y justificado (cierto es que en contra de las formas dictatoriales de la cultura que emanaba del comunismo estalinista de la época), pero la brillantez del discurso oblicuo de las formas armarizadas de entender al personaje solitario y de homosexualidad latente y enmascarada sigue presente. También las dicotomías de los personajes en la descripción del mundo, que en este caso se centra en Alemania y el germanismo. Y frente a la filosofía de la anterior opus magna, aquí el mecanismo principal es la música. Al parecer, una buena parte de las ideas musicales que Mann describe a través de su narrador están recogidas de textos que Adorno preparó para él y lo cierto es que frente al libro de Alex Ross que mencionaba más arriba, han resultado mucho más complicadas para un profano, posiblemente por un salto de época evidente en formación cultural, por la propia exigencia al melómano que suponían los tiempos anteriores a la guerra, los de esa alta cultura que también arrastró a un pueblo entero.

Thomas Mann (vía)




12 de febrero de 2011

Manns und Buddenbrooks

Bjorn Andresen siempre aparece cuando se buscan imágenes de Thomas Mann

Han pasado 18 años desde que con la (ahora lo creo así) tierna edad de 24 años leí, en un verano de playa de los que la juventud universitaria me permitía, La montaña mágica, de Thomas Mann. Aquel Hans Castorp, personaje de mi edad, era un hombre diletante atrapado en una encrucijada de amor, enfermedad y pensamiento. Mientras él esquiaba por las laderas de los montes de Rorschach, Suiza, yo sudaba la gota gorda del verano en el Mediterráneo. Devoraba las páginas del libro, entendía perfectamente el subtexto homosexual de la historia, y me preocupaba poco por mis escasas posibilidades en el terreno, apenas me permitía un voyeurismo que ya aquel entonces sabía interpretar como espejo del del músico Von Aschenbach en Venecia . Poco imaginaba que la impresión indudablemente duradera de aquella novela me dejaría en la práctica imposibilitado para afrontar otro Mann en tantos años.


Thomas Mann ha conocido recientemente una revisión de su obra en castellano, con nuevas traducciones y la edición de sus cuentos y narraciones cortas menos conocidas . En este tiempo he seguido conociendo noticias de este novelista muerto en 1955, sin duda uno de los más influyentes del siglo XX, cuyo peso intelectual aparece con frecuencia en la historia del siglo, incluso en la de su música (nada extraño siendo el autor de Muerte en Venecia o Doktor Faustus). Algunas de esas noticias eran prosaicas: sus famosos diarios que hace pocos años glosaba Manuel Vicent en El País) revelaban de su puño y letra su ya conocida sexualidad reprimida, no completada, casi se diría que proyectada en sus hijos en cuanto a lo que significaba su anhelo de libertad, y en su literatura en cuanto a su sentido estético.


Años después, en un viaje al mismo lugar del veraneo de mis 24 años, desgraciadamente más corto, he vuelto al mismo novelista, con la que es su primera obra maestra reconocida, escrita a los 25 años, y que supuestamente es una libérrima reconstrucción de la vida de su familia de la alta burguesía de la ciudad de Lübeck. La novela se titula Los Buddenbrook, y fue el primer paso histórico hacia la fama desmedida de Thomas Mann. En ella existen ya los personajes divididos entre una pulsión interior y la representación del escándalo de su imagen exterior; la sublimación estética e intelectual del deseo todavía no me parece clara, pues no encuentro subtexto. La capacidad para llevar a una novela río la comprensión íntima de toda una época, sin embargo, sí está presente. La historia es la de una rica familia en tres generaciones que se va cerrando en sí misma poco a poco hasta acabar su descendencia, como una monarquía cosanguínea y decadente.


Desde el verano hasta ahora, he visto la fallida pero muy curiosa serie de televisión Los Mann, rodada en alemán con Armin Müller-Stahl, Monica Bleibtreu y Sebastian Koch (el estupendo protagonista de las aún más estupendas El libro negro y La vida de los otros). Los Mann parte de e incluye documentos audiovisuales varios: grabaciones realizadas a Thomas Mann, fotografías, entrevistas grabadas a su mujer o a sus hijos Erika o Golo, y, sobre todo, una entrevista larga realizada a Elizabeth Mann-Borgese, la hija pequeña aún viva cuando se rodó la serie en 2001, y con la que el realizador visitaba varios de los lugares clave de la vida de la familia Mann, incluyendo algunos en los que la misma Elizabeth no había llegado a estar. Pero… en efecto, he dicho ‘serie’, para que se entendiera ‘serie de ficción’ y no ‘documental’. En Los Mann, allí donde el documento no alcanza, el director Heinrich Breloer ficciona representando con los actores las diferentes escenas recordadas. La sensación es extraña, en cierto modo algo fría. Al plantearse hablar de los Mann, mítica familia de escritores con semejante peso en la novelística alemana, parece imprescindible usar un material documental de tan alto valor. Pero al montar en paralelo imágenes de actores para aquello que no existe en archivo (y que es sobre todo vida doméstica), se produce distanciamiento y la posibilidad de emocionarse con los personajes ‘de ficción’ es menor, fomentándose el comentario puramente técnico: qué parecido el de los actores, qué buena dirección de producción, etc…

Erika Mann (Sophie Rois) y Klaus Mann (Sebastian Koch) rodean a una amiga
Aún así, la serie sirve como caudal informativo de la psicología de Thomas Mann y esos hijos educados a la sombra de un genio de peso enorme. En su casa no faltó libertad ni educación, pero sí el cariño último de un padre reprimido. Que tres hijos fueran homosexuales (bastante menos reprimidos, por cierto), tres fueran artistas y dos se suicidaran, conforma una leyenda folletinesca en la que la serie se detiene sin amarillear la historia. Pero, por así decir, el posible triunfo de la serie puede estar en haberse imbuido de la fría ejecución de la mismísima literatura de Thomas Mann. Sus cuadernos y cuitas personales son, por ello, parte central de la serie, aunque, sin embargo, no se explican las claves que le formaron como autor de sus novelas, como si en vez de explicar al mayor escritor de la saga, la serie prefiriera conocer los motivos íntimos de todos aquellos que fueron como fueron por influencia de Thomas Mann.
Armin Müller-Stahl interpreta a Thomas Mann. En la foto, con la verdadera Elizabeth Mann-Borgese
Hace cinco años, en Berlín, visité el Schwules Museum , único de su tipo en aquel entonces en el mundo, que, aprovechando el quincuagésimo aniversario de la muerte de Thomas Mann, programó una exposición sobre él, su familia, sus obras y sus adaptaciones al cine, con obvia preferencia por Muerte en Venecia, la película de Luchino Visconti con Dirk Bogarde. No sé qué habría pensado Thomas Mann de los tiempos actuales, en los que en su país y continente su condición no sería tan problemática. Creo íntimamente que sin duda su literatura sería muy diferente, dado el aliento de la supresión emocional en sus personajes, que parece obvio reflejo de la suya propia, tan armarizada. Los Mann recoge cómo los cuadernos de los diarios de Thomas Mann absorben el erotismo barato de sus ensoñaciones con los jóvenes, hijos de amigos de la familia o hermosos camareros de hotel. Pero nada de dolor o emoción por los múltiples problemas de casi todos sus hijos. Rodear de continuo su cuestión íntima principal dio lugar en este autor a páginas maravillosas, en las que un caudal cultural inmenso se cruzaba con la gran lucidez analítica de una observación minuciosa de la psicología humana, para resultar en una maestría lírica que su asombrosa capacidad de estructura novelística lleva a una cima.

No he sido, sin embargo, capaz de disfrutar de Los Buddenbrook. Tal vez el recuerdo de La Montaña Mágica, tal vez el hecho de que las sagas familiares hayan sido tan desgastadas como género por este siglo sobreexplotador de ficciones, me han alejado de ella, aunque la lectura fuera voraz. Hay momentos en los que me apetecía aplaudir por la perfección de la construcción, pero otros resultaban reiterativos o innecesarios, menos conseguidos tal vez, en el intento de desmitificar las glorias de una familia de apariencias más grandes que sus realidades.