Michael Cunningham adquirió fama gracias a la adaptación que de su novela Las horas hizo Stephen Daldry, que le supuso un Oscar a Nicole Kidman, y que presentaba una renovación del espíritu de la Mrs Dalloway de Virginia Woolf a tiempos y sensibilidades modernos. Tengo excelente recuerdo de libro y novela.
Meryl Streep recogiendo las flores de la señora Dalloway (vía)
Cuando cae la noche me ha recordado mucho a Las horas. Como ella, es una novela corta, ambientada en Nueva York, y la novela renovada es otra, Muerte en Venecia. Y aunque, a diferencia de Las horas, Cunningham no convierte en personajes a Thomas Mann o Luchino Visconti, sí llega a mencionarlos… El protagonista es Peter, un galerista de mediano éxito, cuarentón y con un matrimonio de más de veinte años ya renqueante, que se encapricha del hermano pequeño de su mujer, un muchacho veinteañero drogadicto y hedonista que les visita en su piso (y que a Peter le recuerda sin remisión a su mujer veinte años más joven), mientras se afana en vender una pieza importante a una coleccionista. Es una novela hábil, sensible, y bien escrita: los males del matrimonio veterano y las cuitas del mundo del arte se describen con lucidez, sentido del ritmo y profundidad psicológica, y ambos se imbrican bien cuando a Peter se le aparece, terrible y poderosa, la BELLEZA efímera, no exhibible en una galería, cruda y capaz, piensa él, de darle felicidad.
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La reflexión (o el mareo) alrededor de la orientación sexual es uno de los grandes temas de Michael Cunningham (Una casa en el fin del mundo, también llevada al cine por Michael Mayer con Colin Farrell es otro ejemplo), que siempre presenta personajes en el filo de su aceptación/conocimiento íntimo. Peter es un galerista de NYC, conoce el ambiente gay, su mismo hermano es homosexual. Su paso del Rubicón puede por ello no ser tan grave que si fuera un baserritarra de Apatamonasterio (no, no estoy pensando en nadie en concreto) y quedarse en crisis de madurez y en una ensoñación que se subraya desde el título y en que la mayoría de dudas y avances de Peter suceden en sus noches de insomnio.
Cunningham escribe (creo, me parece) pensando positivamente en el cine, dado el carácter secuencial de algunas escenas puramente visuales, hasta el punto de que en el capítulo del beso en la playa es fácil notar los travellings. Maneja magistralmente la anticipación del lector, al que crea la expectación de la resolución sexual del planteamiento (¿llegará? ¿no llegará?) y de la decisión de un hombre inteligente arrastrado por una pasión que, aunque le destruya, sabe que le permitiría ser juzgado con benevolencia. El conflicto clásico entre lo apolíneo y lo dionisíaco (lo racional y lo placentero, si prefieren) encuentra varias cumbres en el texto, pero yo dejo aquí como ejemplo esta, obtenida de la visita a la coleccionista, una mujer excéntrica que cría gallinas:
Cuando Peter fue a cenar allí el año pasado, le enseñó un huevo recién puesto, tenía un increíble y conmovedor color azul verdoso pálido, con algunas plumas pegadas, y estaba manchado de sangre parda por el otro lado. Así es como son antes de limpiarlos, le había explicado Carole. Y Peter había respondido (o más probablemente lo había pensado), me encantaría encontrar un artista capaz de hacer algo parecido.
Michael Cunningham (vía)