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15 de septiembre de 2024

Para la libertad, versión Berlin


Este librito, Sobre la libertad y la igualdad, contiene tres breves textos de Isaiah Berlin, uno de ellos una transcripción de una conferencia pronunciada en 1958. Berlin es especialmente conocido por haber propuesto los conceptos de “libertad positiva” y “libertad negativa”, una aparente contradicción de calificativos para un concepto escurridizo e inasible en su totalidad. Obsérvese lo que dice Berlin (nacido en la actual Letonia cuando ésta aún era Imperio Ruso y emigrante al Reino Unido tras la Revolución Soviética) en dicho año:

"... nuestro concepto de libertad depende directamente de nuestra visión del hombre, la cual, como cabría esperar, es el concepto fundamental de la ética y la política. Si se manipulan lo suficiente las definiciones del hombre, se puede hacer que la libertad signifique lo que el manipulador quiera. La historia reciente muestra que este asunto dista de ser meramente académico."

La presentación de "libertades" de Berlin sucede esperablemente en el primero de los textos (Dos conceptos de libertad. Una versión concisa: Lo que Isaiah Berlin dijo el 31 de octubre de 1958), el principal del volumen. Básicamente, la libertad adquiere sentido “positivo” por el deseo por parte del individuo de ser su propio amo; su carácter “negativo” viene dado por definirla en relación a los límites impuestos a dicho individuo. Jon Stuart Mill es el principal adalid de la libertad negativa, que es el credo liberal y neoliberal actual (en esta entrada sobre la libertad de expresión yla sensibilidad moderna se recogía su propuesta de libertad de expresión conclaro énfasis en los problemas de las imposiciones a la misma). Aunque entre ‘ser amo de uno mismo' y que 'los demás no me impidan hacer lo que hago', entre 'participar en el proceso mediante el que mi vida es controlada' y el 'deseo de un área libre de acción', los lazos pueden ser varios, la frontera entre ambas definiciones define la praxis de la libertad en el mundo, pero también el concepto de lo colectivo frente a lo individual, y constituye un valor último histórico y moral.

¿Por qué? Veamos.

Berlin en principio plantea críticas plausibles a John Stuart Mill, aunque por un ángulo inesperado, casi provocador: que la coacción sea siempre mala en cuanto tal, que la libertad es un medio y las personalidades libres las más adecuadas para descubrir la verdad y tener una personalidad creativa e independiente, que la libertad individual no existe salvo en el mundo moderno, y que la libertad no es incompatible con determinadas formas de autocracia.

Posteriormente, desgrana varias actitudes sobre el carácter de ambas libertades, empezando por la positiva: (1) el yo empírico (individual) vs. el yo real (social), y la "libertad superior" (o no) de este último; (2) el ascetismo estoico como forma de retraer (dominar) los deseos y así mantenerse (o no) libre, en épocas de gran opresión política; (3) el conocimiento (razón crítica) como eje de la liberación, tal y como hacen los artistas cuando dominan una materia y son capaces de crear obras libres de sus reglas... Siguiendo el devenir histórico, Berlin sugiere que esta liberación por la razón y sus formas socializadas es la base de credos nacionalistas, marxistas y totalitarios, dado que el discurso científico permite conocer cuál es el fin racional de todo individuo según esos discursos. Así, la libertad positiva impone al individuo dicho fin racional, y dice que así le libera, en lugar de en realidad  esclavizarle, que es lo que Berlin piensa, sin conceder otras salidas a esta argumentación.

A la libertad negativa tampoco le va, en principio, especialmente bien. Berlin la cree elitista y contraria a la historia, pues en general las revoluciones liberadoras han buscado otros objetivos y no dicho tipo de libertad individual (como ejemplos: un nuevo gobierno, luchar contra una invasión, justicia y mejoras económicas, etc...). Así, estos liberales pueden ser honestos, pero ciegos. No obstante, Berlin cree que su aproximación es más razonable por empírica y asociada a intereses reales del hombre, al que no pretende despojar de nada que considere indispensable para desarrollarse.

Es decir, el autor finalmente abraza esta libertad negativa, se apoya en el individualismo más radical (recogiendo esta cita un tanto tremenda -que hoy sería casi negacionista- de Jeremy Bentham: "los intereses individuales son los únicos intereses reales. ¿Es concebible que existan hombres tan insensatos como para preferir al hombre que no existe antes que al que existe, atormentar a los vivos con el pretexto de promover la felicidad de unos hombres que no han nacido y que quizás nunca nazcan?"), y supongo, le da una alegría a la tradición empirista británica que le acogió.

A Berlin no puede achacársele no conocer lo sucedido desde que John Stuart Mill escribe Sobre la libertad hasta el día de 1958 en que da su conferencia. Su escrito conoce el totalitarismo soviético y el fascista, y los asocia, al modo de Adorno y Horkheimer (que a su vez escribieron entre 1944 y 1947), al racionalismo exaltado por las ciencias descontroladas del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, al determinismo histórico, y, en última instancia, a la libertad positiva. Si el debate es "poner freno a la autoridad" frente a "quiero la autoridad en mis manos" parece lógico el resultado de la investigación. Pero esto es injusto, creo: en 1958 no todo era Unión Soviética frente a Estados Unidos, sino que Europa ya constituía un incipiente modelo intermedio, donde un reformismo político manejaba la libertad del hombre entre ambas latitudes positiva y negativa, entre el liberalismo individualista último y el socialismo real totalitario, en un sistema democrático de sufragio universal. Por ello, el resultado de Berlin me sorprende, cuando es obvio que se trata de un hombre de percepción y argumentación, dado que parece incapaz de ver que la libertad negativa directamente no está implantada en lugar alguno: si la existencia de un Estado procede de la libertad positiva, existen estados supuestamente reconocibles de países más comprometidos con el liberalismo económico y la libertad negativa (Reino Unido y Estados Unidos), que llevan doscientos años ejerciendo un imperio mundial, comercial y/o político, basado en fortísimos ejércitos estatales que tal vez hayan proporcionado mucha libertad a los individuos de su metrópolis -y mucha riqueza a varios de ellos-, pero que, si consideramos que los individuos merecedores de libertad negativa somos todos los humanos, nos lleva a ciertas dudas sobre la validez del argumento. Por otro lado, forma parte de un idealismo no racional que los hombres cooperen sin una mínima organización, que se vuelve inevitablemente compleja cuando son muchos, como es el caso del mundo moderno.

El libro incluye un ensayo sobre La igualdad en que se vuelve a echar en falta la fraternidad como tercer eje del discurso político, pero sí creo que la reflexión de Berlin es más sutil, especialmente al analizar la reivindicación de la igualdad frente a las reglas con excepciones, las reglas malas, o la simple existencia de reglas. Berlin reivindica la igualdad como uno de los elementos más antiguos y profundos del pensamiento liberal, pero pone el foco de su conclusión en que el igualitarismo extremo choca con otros ideales con los que no puede reconciliarse por completo: principios que en su forma extrema no pueden coexistir (felicidad, virtud, justicia, progreso en artes y ciencias). Por fino que sea este argumento, que creo veraz en cierto grado, no existe en este ensayo ni en el anterior un juicio explícito sobre los libertarios puros. Berlin refleja bien el conflicto: "El precio a pagar por garantizar la libertad política y legal es cierta desigualdad económica, porque de lo contrario es necesario reducir el grado de libertad política y de igualdad legal". Le encuentro acertado, por otro lado, al introducir el concepto de equidad al momento de describir la quiebra de la igualdad cuando alguien incumple la ley. No se trata de ser iguales, sino de partir de condiciones equivalentes o que lleven a resultados equivalentes. Pero al buen escritor y argumentador que es Isaiah Berlin se le ven un tanto las costuras. No entra en profundidad en el debate de la meritocracia, aunque lo apunta someramente justificándolo a las "aberrantes" inequidades de nacimiento, como si estas no influyeran decisivamente en el desempeño eficaz en la vida: siempre es sorprendente que muchos liberales no entiendan esto, incluso con la libertad de expresión. Puedo comprender probablemente que no le interese la deconstrucción que ya crecía en la filosofía continental, y que le hubiera obligado a otras reflexiones sobre el poder y las élites. Tampoco me agrada verle justificar la defensa de sistemas definidamente desiguales ya que es lo desigual lo que conceptualmente necesita explicación o razonamiento, y no los demás principios en conflicto que puedan llevar a ello. Supone una aceptación de partida que suena algo deshonesta con el mismo concepto bajo estudio.

Berlin pareciera un continuador brillante de John Stuart Mill, pero que no avanza novedades en exceso, si bien su presentación es aguda. Escribiendo casi cien años después no parece que los devenires históricos influyan demasiado en su pensamiento o conclusiones, dejando de existir como excusa la falta de catástrofes económicas y bélicas que sucedieron una vez fallecido John Stuart Mill, y sus causas profundas. ¿Por qué? ¿Por haber visto de cerca la Revolución Soviética? ¿Por la tradición de su país de acogida? ¿Por la guerra fría y el miedo a la Unión Soviética? No lo sé, igual son argumentos simples ante una simple diferencia ideológica. En cualquier caso, es un volumen de fácil seguimiento, que apunta matices aunque se interese más por descalificar un extremo determinado, y poco por la justicia social y sus mecanismos, olvido probablemente nada inocente y que creo que es grave en un autor posterior a la Segunda Guerra Mundial.


 

6 de septiembre de 2024

La libertad de expresión, en peligro bajo la dictadura LGTBI

 


La filósofa alemana Svenja Flasspöhler ha publicado hace poco un libro titulado Sensible. Sobre la sensibilidad moderna y los límites de lo tolerable. Por este motivo concedió una entrevista en el nº 6 de la Revista Filosofía & Co, publicado en septiembre de 2023, y realizada por Irene Gómez-Olano. La filósofa focaliza su pensamiento en un tema que atañe a toda la sociedad, que está constantemente presente en los medios de comunicación y en declaraciones de muchas personas, y que se relaciona directamente con la libertad de expresión. Lo formula así: no hay ninguna duda de que la sensibilidad ajena se debe tener en cuenta hoy más que nunca en la relación entre seres humanos.

¿Por qué ha sucedido esto? ¿Es bueno o malo, o, al menos mejor o peor que cuando la sensibilidad ajena no era tan relevante en los discursos público o privado?

Parece existir cierto consenso en que la causa inmediata de este hecho es la defensa de la diversidad de identidades que han sido y se han sentido históricamente maltratadas. Las personas representadas por esas identidades se han hecho fuertes en la reivindicación de sus derechos civiles, incluidos el honor y el respeto, y, al apelar a la mejora moral de la sociedad también en el lenguaje -como creación de discurso y de ejercicio de poder-, ponen a la sociedad frente a un espejo contradictorio: el de la dignidad igualitaria de todos los ciudadanos frente al uso del lenguaje en libertad completa.

Hablaré ahora de experiencias personales: en dos episodios públicos recientes me he sentido molesto e incluso ofendido por un uso deshumanizador del lenguaje en entornos digamos protegidos como son las presentaciones de libros. Las expongo para entender cómo vive este tema un hombre de mis circunstancias, y cómo puede cambiar según su crecimiento personal y el contexto de su educación. Se trata, como decía, de la presentación de dos libros de análisis político y social.

El primero versaba sobre la historia del populismo desde los años treinta del siglo pasado, estableciendo una línea de estudio de paralelismos y diferencias entre estas tendencias en la política europea de hace cien años, y la situación política mundial actual en la que el populismo vuelve a estar presente. Durante el coloquio un asistente preguntó al autor por las razones específicas del populismo hoy. El autor respondió mencionando el neoliberalismo, la cultura individualista potenciada por las nuevas tecnologías, y una categoría a la que llamó el “encierro identitario”. Fue específico, hizo una pausa grave, miró con seriedad, y deletreó, separando las letras: L G T B I, como si mencionara un horror definitivo. Informó que al adscribirse a este tipo de identidades los individuos se aislaban en sí mismos, eran incapaces de entender otras realidades, eran claramente carne de cañón del nuevo populismo.

En mi cabeza surgieron entonces varias contradicciones que tal vez debiera haber respondido en público. Que por ejemplo hay más votantes de los populismos que población LGTBI, que ésta es políticamente muy heterogénea, o que fenómenos como los hombres incel se acercaban más al  perfil que dibujaba que los de la comunidad LGTBI. Esto dice Wikipedia de estos hombres:

 incel​ (acrónimo de la expresión inglesa involuntary celibate, 'celibato involuntario') es una subcultura que se manifiesta como comunidades virtuales de hombres que dicen ser incapaces de tener relaciones románticas y relaciones sexuales con mujeres, como sería su deseo.​ Las discusiones que se producen en los foros inceles se caracterizan por el resentimiento, la misantropía, la misoginia y la apología de la violencia contra las mujeres y contra los hombres que se suponen sexualmente activos.​ El Southern Poverty Law Center describió la subcultura como "parte del ecosistema de la supremacía masculina presente en internet" que se incluye en su lista de grupos de odio.”

Curiosamente, este primer libro hablaba del nazismo, cuya violencia se inició con la deshumanización del otro mediante el lenguaje, según describió Klemperer. A mucha gente le disgusta el acrónimo LGTBI, también dentro del propio colectivo. Les parece frío, excesivamente político, y, en efecto, compartimentalizador, incluso algo en lo que no se reconocen, que no apela a su historia, a sus sentimientos, a su posición en su entorno. Pero su sencillez y accesibilidad son fehacientes instrumentos políticos. Las personas representadas por las letras T e I lo dicen: su visibilización política antidiscriminatoria en todo el mundo empieza con su mención continuada dentro del acrónimo y la mayor dificultad para dirigirse a elles por términos o palabras que consideraban despreciativos. Que cuando un político se enfrenta al acrónimo se ve obligado a mirarles (por cierto: este “mirarles” no es leísmo, aunque al corrector insiste en corregirlo). Lógicamente, a este autor, por debajo de un análisis sociopolítico fácil, le asoma un orgullo: no está seguramente en contra de los derechos de nadie, pero cree que no tienen por qué usar estrategias de visibilización que le molestan, ni denominarse de un modo que a él le disgusta.

El segundo libro a cuya presentación acudí en apenas una semana versaba sobre Euskadi como realidad sociopolítica “decente” en la actualidad. El tema se centraba en la batalla del relato del fin del terrorismo y sus afecciones en la sociedad actual, pero también buscaba analizar lo social y sus problemáticas. El entorno era muy político, y el autor hizo dos veces, muy preocupado, una observación sobre lo que le parecía un tema olvidado del debate público; estaba alarmado porque, inexplicablemente, la gente no habla de ello en los cafés ni en la calle: “lo trans”. Le resultaba inexplicable que no se estuvieran discutiendo de continuo las consecuencias de la aprobación de estas leyes. Visto que en el turno de preguntas nadie parecía coger el guante, subió la apuesta y añadió: “lo trans” forma parte de un interés legislativo de carácter leninista con indisimulado anhelo de control de la población. Debo decir que este autor es un antiguo pope de la política vasca muy conocido hace treinta años, y se dedica ahora al análisis político.

Así, para este politólogo, al que no se le conoce activismo ni obra anterior centrada en los estudios de género o los asuntos de los derechos de las minorías sexuales, y que presenta un libro sobre el relato del fin del terrorismo, las personas LGTBI, de repente, se han convertido en un factor clave en ese marco porque están adquiriendo derechos bajo las formas de una dictadura comunista. La falta de contexto histórico es enorme: en cincuenta años de presencia política en las calles y los parlamentos no es que todo haya sido precisamente colaboración de los gobiernos en los momentos más difíciles, como fue por ejemplo el estigma que supuso el VIH.

Así que, en una semana, y simplemente por intentar escuchar algo de teoría y análisis político, me encontré con que los derechos LGTBI se relacionaban a la par con el anarcocapitalismo libertario y el totalitarismo soviético.

No está mal.

Sé que estas demonizaciones no son nuevas: se trata por ejemplo del mismo mantra antifeminista de principios del siglo XX, según el cual las mujeres quitaban el trabajo a los obreros, practicado ahora por escritores varones blancos supuestamente progresistas, de cierta edad, generacionalmente desnortados y que, bajo un perfil analista, resultan profundamente iliberales.

Pero también me miré a mí mismo, porque todas estas palabras me incomodaron profundamente. No me atreví a responder en vivo, en parte por sorpresa, en parte por la facilidad del señalamiento como un ofendido “woke”. Lo hice semanas más tarde en un artículo de opinión que me publicaron en prensa (puede leerse aquí). Parecía un modo adecuado, responder a escritores con un texto que probablemente no hayan leído, porque no di oportunidad de mencionar sus nombres ni sus títulos.

Hasta ahora he explicado mi estado, pero en realidad yo nunca he tenido la piel fina a la hora de aguantar excesos verbales que inevitablemente he vivido como hombre gay, y que no ha sido raro que respondiera, alguna vez incluso con posible peligro hacia mí. Y en realidad disfruto entre cisheteros (por supuesto, no delante de cualquiera) de formas y chistes de mariquitas, que con frecuencia soy yo el que narra (de nuevo, por supuesto, no delante de cualquiera), y no considero precisamente que traicione a nadie por ello. Pero, ¿acaso tengo ahora menos paciencia?

¿Por viejo? ¿Porque estoy más sensible? ¿Porque los tiempos han cambiado y tras las reivindicaciones tipo #MeToo y #MeQueer no me da la gana mirar todo por alto si es que acaso veo una intención claramente agresiva? Igual no tenía la piel más dura antes, igual antes simplemente asumía un rol social no sometido pero individualista.

Ahora bien, ¿tan fuerte es el poder de la palabra, de la expresión, de la denominación? ¿Cuál es el límite entre la libertad de expresión, la incorrección política, la mala educación, y la ofensa? Las propias leyes de nuestro país demuestran que no es un debate cerrado. Me propuse buscar las fuentes originarias, y acudí a John Stuart Mill, autor de Sobre la libertad. Y, ¿qué dice el filósofo liberal, hace 175 años? Pues estoy tentado de decir que casi lo resuelve todo…



 “Imponer silencio a la expresión de una opinión constituye un robo a la especie humana, a la posteridad tanto como a la generación existente, a los que se apartan de esa opinión aún más que a los que la sostienen.”

“La libertad completa de contradecir y desaprobar nuestra opinión es la condición necesaria para que podamos afirmar su certeza en la práctica de la vida; el hombre no puede por ningún otro procedimiento tener la seguridad racional de que posee la verdad”.

Es decir, sin una opinión contraria o al menos discordante no encontrarás modo de confrontar tus ideas. A pesar de aparentar una clasificación dicotómica que pudiera llevar a una gramática de identidad por oposición, no deja de ser cierto que en un mundo ideal en que todo el mundo piense lo mismo probablemente no habrá libertad de expresión.

“El hombre es capaz de rectificar sus equivocaciones por la discusión y la experiencia. No por la experiencia solamente: Es necesaria la discusión para mostrar cómo debe interpretarse la experiencia”.

O, dicho de otro modo, no aprenderás sin un sentido crítico aplicado a lo que son tus postulados.

“Que la verdad triunfa siempre de la persecución es una de esas mentiras que se alegan y que los hombres se repiten los unos a los otros hasta llegar a convertirse en lugares comunes que rechaza toda experiencia. La historia nos muestra a la verdad constantemente reducida al silencio por la persecución, y si no desaparece del todo puede retrasarse cuando menos algunos siglos”.

Es decir, desengáñate, la verdad no prevalece por sí misma. Si no la defiendes, tienes una responsabilidad. Esto contiene un prurito moral, pero al modo del imperativo kantiano, exige sin considerar el conocimiento de las condiciones del entorno.

“En cuanto a lo que se entiende comúnmente por discusión sin límite alguno, a saber, las invectivas, los sarcasmos, los ataques personales, etc... La denuncia de estos procedimientos sería mejor acogida si se propusiese prohibirlos para siempre y por igual para ambas partes. La injusta ventaja que puede obtener una opinión discutiendo de esta manera perjudica casi únicamente a ella más que a sus contrarias. El medio más reprobado que puede emplearse en una polémica es estigmatizar como hombres peligrosos e inmorales a los que profesan la opinión contraria.”

Yo estoy de acuerdo, pero describe un ideal. Mi objeción se refiere a la igualdad de quienes vierten opiniones y aquellos que son el objeto de las mismas: no todo el mundo tiene altavoz o micrófono o habilidad para responder a los ataques. No es lo mismo la invectiva entre políticos en una (posible) situación de igualdad entre pares, que si una de las partes no es capaz de dar respuesta. Porque se siente dolido injustamente, porque responder supone un sacrificio que para el contrario no existe, porque se encuentra en situación de debilidad. El mundo real es difícil para quien tiene estos recursos. Para el que no los tiene, esta discusión sin límte es un sueño, un imposible.

John Stuart Mill, uno de los padres del liberalismo moderno

 “Por esto el interés de la verdad y la justicia reclama con urgencia prohibir el uso de un lenguaje insultante; y, aun si fuese preciso escoger, sería mucho más útil reprobar los ataques ofensivos contra las creencias libres que contra la religión del Estado. Es evidente, sin embargo, que ni la ley ni la autoridad tienen que intervenir en estas prohibiciones, y que el juicio de la opinión debería determinarse, en cada caso, por las circunstancias de cada momento. Debe condenarse a un hombre, cualquiera que sea el punto, siempre que en su alegato se trasluzca la falta de buena fe, la malignidad, la hipocresía o la intolerancia del sentimiento.”

Aquí la confianza de Mill en la opinión pública es excesiva, y se ha demostrado sólo parcialmente efectiva. No es que él mismo no viviera la sátira o que la situación política bajo la aparente estabilidad victoriana no tuviera sus polarizaciones. Pero también escribe antes del uso indiscriminado y polarizador, cuando no deshumanizante, de la propaganda del siglo XX y de la postverdad del siglo XXI: hay entornos en que la buena fe es algo inentendible, inocuo, una fruslería inútil... ¿Qué más le da a los objetivos espurios de un mentiroso, un populista o un totalitarista la buena fe de nadie?

Mill ahora se baja del anterior imperativo sobre la verdad: la respuesta global es imposible y la ética del acto debe considerar las circunstancias en que el acto se ejecuta. Probablemente y dado lo general de su discurso, Mill tiene en mente la consideración a la afección de la libertad individual, pero, por otro lado, tiene un matiz relativista y lógico, dado que el relativismo permite seguir adelante ante las condiciones cambiantes del mundo.

Termino con dos puntos:

Hace poco escribí un texto sobre un libro que trataba de la discapacidad (aquí). Lo compartí en mis redes y grupos y en este caso lo hice con personas que sé que trabajan en este tema con cierto grado de involucración. A pesar de que cómo llamar a las personas con discapacidad es un tema de actualidad debido a la modificación que se ha realizado en la Constitución Española para eliminar el término ‘disminuidos’, en el texto se coló un ‘mujeres discapacitadas’. Bueno, éste es el mensaje que recibí por parte de una lectora del texto:

 “Por fa GoioBorge cambia mujer discapacitada por mujer CON discapacidad!!!! Como mujer con discapacidad me flagela y me hace estremecer”

Cuando se recibe un mensaje de este dolor, pienso que la única actitud posible es la disculpa, el admitir el desconocimiento o el error, y la modificación. Y que eso no atenta contra la libertad de expresión, sino que ayuda a una mejor integración de quienes, por sus características o por sus recursos, tienen menos acceso a poder expresarse. Creo que el ejemplo vivido en mis propias palabras es útil para entender que esto es una cadena que involucra a toda la sociedad, y que ante la presencia y la queja de la persona discriminada que alza la voz debe prevalecer el reconocimiento de la dignidad, y la admisión de que el lenguaje, sí, es modificable en favor de un mejor reparto de su poder.

Mi punto final quiere volver a la autora que mencionaba al principio de este texto. Flasspöhler habla del dolor de las heridas que tenemos y que nos conmocionan, como aquellas que hacen que el lenguaje nos haga daño. Transmito aquí las palabras de la autora en la entrevista:

 “En mi libro se desarrolla un diálogo ficticio entre Nietzsche y Emmanuel Lévinas. Lo importante para mí era, entre otras cosas, dar la importancia de la ubicación desde la que se habla. Nietzsche, que no pertenecía a ningún grupo marginado y no sufrió persecuciones ni amenazas, abogaba por tolerar las experiencias dolorosas y crecer con las crisis. Pero el pensamiento de Lévinas tiene otro punto de partida. Lévinas era judío. Su familia fue asesinada en el Holocausto. Con un trauma así no podía desarrollar una filosofía como la de Nietzsche, de modo que también la herida tenía para él un sentido totalmente distinto: hay que dejarla abierta en aras del recuerdo, que tal crimen contra la humanidad no vuelva a repetirse jamás. ¿Qué se desprende de ello para nuestra época actual? Evidentemente, nosotros, como sociedad y como comunidad internacional, debemos procurar que un crimen como el Holocausto nunca vuelva a producirse. Y, por supuesto, también hemos de intentar que las personas no sufran discriminaciones racistas o sexistas. Lévinas nos puede servir aquí como referencia. Pero, por otro lado, y aquí es donde entra Nietzsche, no podemos preservar a las personas de todos los sentimientos desagradables. Tal y como expongo en mi libro, la noción de trauma se ha vuelto muy amplia y también se ha subjetivado. Se considera traumático lo que daña la integridad personal. Pueden ser palabras, una mirada malintencionada, un indeseado roce en la rodilla en el bar de un hotel... ¿Cómo va a proteger la sociedad a las personas de todas las experiencias desagradables sin privarlas de su libertad? Por tanto, la cuestión central es: ¿cuándo debemos cambiar las estructuras sociales, según Lévinas, y cuándo debemos trabajar en nosotros mismos, según Nietzsche?”

Hay métodos para ello, hay que saber buscarlos.


Svenja Flasspöhler en la revista Filosofía&Co, no. 6









13 de agosto de 2024

Un liberal propone cooperativismo



Cuenta Harriet Taylor, la segunda esposa de John Stuart Mill, que en 1869 el autor decidió echarle un ojo crítico al socialismo. Pero el trabajo que emprendió al respecto quedó incompleto, y el autor solo escribió los cuatro primeros capítulos de una serie que debía ser más larga. John Stuart Mill muere en 1873. Había escrito Sobre la libertad y La dominación de la mujer (que comenté hace unas semanas; un ensayo del que hay duda de que la autoría pudiera ser de la propia Harriet Taylor, pero parece cierto que su matrimonio era bastante igualitario). Ahora bien, ¿conocía Mill la obra y escritos de Karl Marx? Es posible que sí, pero probablemente no su obra principal, El capital, que se escribe de 1869 a 1883. Una pregunta más: ¿Mill vio los hechos, y los reflexionó, de la Comuna de París, que fueron relevantes como primera revolución comunista casi triunfante? En estos Capítulos sobre el socialismo escritos por el gran liberal de la Inglaterra victoriana no existen menciones a estos textos y hechos. Para estudiar estos Capítulos, vamos a resaltar tres partes:

 

Diagnosis

Mill da tres razones principales para que las clases populares adopten las tesis sociales: (1) la pobreza; (2) la falsa meritocracia frente a los privilegios del nacimiento, el azar de los accidentes y las oportunidades (argumento que aunque hoy suene novedoso resulta coherente con el liberalismo clásico porque implica falta de oportunidad para todos); y (3) los insultos y desprecios que practican, además, las clases altas. Con todo esto, Mill afirma que las clases populares lógicamente piensan que se dirigen a un nuevo feudalismo, de carácter industrial, donde los grandes capitalistas son los nuevos señores feudales. Recordemos que el feudalismo es el demonio de los liberales del siglo XVIII y XIX, ya que aún no existe el Estado como lo conocemos hoy. La potencia argumental de John Stuart Mill y su capacidad de empatía al entender al diferente, en este caso al trabajador, da un texto demoledor a la hora de comprender radicalmente bien el éxito de las tesis socialistas.

 

Prognosis

Pero, como cabía esperar, John Stuart Mill no está de acuerdo con las recetas del socialismo contra todos estos males, sino que propone otras soluciones. ¿Por qué? (1) porque Mill confía en el sistema liberal/capitalista para crear condiciones de trabajo justas y hacer subir los salarios (y si no se crean estas condiciones justas, entonces es que el sistema no es puramente liberal, sino que existen comerciantes deshonestos); (2) porque desconfía, o tiene reparos, a la intervención estatal: a las malas leyes, a la regulación, al, en una palabra, gobierno poderoso y omnipotente; y (3) porque tiene miedo a los procesos/gobiernos revolucionarios. En su argumentación sin embargo existe una admisión implícita de la necesidad de los procesos de reforma (no es un conservador). Pero en el texto no proporciona una explicación a las agudas crisis del liberalismo, que ya habían existido y eran relevantes a nivel local, ni tampoco acaba de explicar cómo combatir la creación de oligopolios o monopolios que se producen en el sistema y que son contrarios a la libre competencia.

Así que frente a la reivindicación de las clases populares sobre los salarios que no suben porque la producción del país se divide para enriquecer a las personas que no producen, Mill replica que los beneficios no dan lugar a usura porque el comerciante honesto siempre aumentará los salarios. Y, si acaso la competencia no asegura la calidad, esto se debe de nuevo a los comerciantes inmorales. Mill confía en el control social, dado que los comerciantes caerán en desgracia con su actitud, más que en las leyes (lo cual podemos reconocer como una característica muy inglesa en otros temas no económicos) para obligar a que esto suceda. Su confianza en la honestidad de los agentes comerciantes, a los que hoy llamaríamos capitalistas, resulta total. ¿Algo ingenua? Refugiado en el mantra de que un comportamiento inmoral (entiéndase: buscar acabar con la competencia o no subir salarios cuando hay beneficios de los capitalistas) significa que ‘entonces no hay liberalismo’, es fácil que se autoconfirme en su propuesta. Pero, del mismo modo que en sus escritos sobre la libertad afirma que no puede legislarse contra la libre naturaleza humana, diría que, por ingenuidad o por interés, en este punto está desconociendo dicha naturaleza.


Dificultades

Mill realiza un análisis peculiarmente honesto considerando su opinión sobre los métodos del socialismo, y se pregunta cómo de plausibles son estas propuestas para triunfar en sus propósitos. Para ello hace una distinción relevante entre el socialismo comunitario, que se puede vivir en comunidades tipo falansterios sin romper el sistema, y socialismos revolucionarios, que implican un cambio radical del sistema de manera total.

A Mill le interesa ese socialismo comunitario, porque lo considera un ensayo factible y controlado, cree que su potencial éxito le permitiría expandirse, y que, en el fondo, no es demasiado lejano a una empresa grande bajo un control. El problema que le ve a su ejecución es el de la propiedad. Intuye que este socialismo puede tener una tendencia al autoritarismo, y que produciría disminución de la calidad por la falta del incentivo económico al trabajador. Entre lo que no intuye, sin embargo, está el hecho de que el socialismo sacara a millones de personas de la pobreza incluso extrema, o que pudiera existir una regulación laboral combinada o insertada en el sistema liberal (o, en este caso, mejor capitalista).

La solución de Mill a esta situación es, sorprendentemente (para mí), el cooperativismo, donde una propiedad privada conjunta permitiría también apuntalar la necesidad de la libertad individual. Mill dice que este socialismo comunitario podría tener un desarrollo bajo circunstancias favorables, si bien cree que para tener éxito requeriría un alto nivel de educación intelectual como moral en todos los miembros de la comunidad.

 

Conclusiones

Lógicamente Mill escribe sin conocer lo que vendría después de su época. Atreverse a enmendarle la plana con la historia posterior sería presentista. Leerle, además, permite concluir que si Mill tuviera capacidad de réplica, sería un oponente correoso, dada la potencia de su argumentación, su detalle exhaustivo y su análisis demostrativo de contradicciones. En realidad se genera cierta envidia de no tenerle hoy en el debate con su furibunda defensa de los derechos individuales y su sintaxis apasionada, porque (1) su acercamiento a una ideología distinta a la suya es honesto y transparente; (2) existe en el texto una apelación a conseguir justicia ante las reivindicaciones comprensibles de quienes se encuentran al margen del sistema, cuya existencia como problema reconoce, pero que no es capaz de resolver (tampoco es que eso fuera el objetivo de los Capítulos sobre el socialismo); y (3) su visión tiene un marco de progreso filosófico, resumible en la evolución desde la caridad que proponía Adam Smith, aunque sin llegar a la justicia social de John Rawls en el estado liberal. Median cien años entre cada uno de estos tres pensadores liberales.

John Stuart Mill
 

 

 


4 de julio de 2024

La dominación de la mujer

 



En 1867, John Stuart Mill, que era miembro del Parlamento británico, propuso una enmienda para conceder el voto a la mujer. No tuvo éxito; en 1868 perdió su escaño y en 1869 publicó La dominación de la mujer, que en ocasiones se traduce por El sometimiento de la mujer. El título original es The Subjection of Women.

Decía Salvador Giner que con John Stuart Mill aparece el intelectual que no se contenta con publicar sus ideas, sino que considera su deber pasar a la acción pública y cívica, sin aspiración a ocupar cargos públicos. Parece que con los derechos de las mujeres ejerció ambas funciones: escribir y actuar. No sin consecuencias, pues es fácil encontrar caricaturas sobre su 'ocurrencia' de 1867, brindando por las mujeres, llevándolas al Parlamento, incluso travestido. Mill era hijo de un genio de su época, y tuvo que luchar contra su propio origen para ganarse su prestigio intelectual; con el tiempo eclipsó a su padre. Se casó con una mujer con la que tuvo una relación igualitaria formalizada en un documento firmado al casarse. En estos términos, no parece exagerado llamarle el primer hombre feminista público moderno.

 “Miss Mill joins the ladies”

Cuatro capítulos de prosa intensa conforman este emocionante La dominación de la mujer, que he leído en un volumen publicado por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social en 1991 con más textos del autor. Mill es un escritor directo y vehemente, que profundiza en los matices de su argumentación, y que responde con agudeza contraargumentativa y de antemano a las respuestas que esperaba de sus contrincantes, que en este caso viene a ser casi toda la sociedad de agentes políticos. Aunque no titula sus capítulos, ni estructura por partes su tratado como ahora sería más habitual, sí que sigue una línea demostrativa elaborada y construida perfectamente legible por un lector de la contemporaneidad. Su pensamiento respecto a la emancipación de la mujer bebe de temas y argumentos que ya expuso Mary Wollstonecraft casi cien años antes, pero con mejor literatura y edición. Lógicamente, también es un pensador del siglo XIX y no es posible que satisfaga todos los estándares actuales.

El primer capítulo describe la situación de la mujer en la sociedad de su tiempo como una esclavitud. El término debía ser contundente (aún lo es) en los tiempos finales del abolicionismo, pero Mill ahonda en lo que hoy es obvio: que esta dominación es una costumbre basada en la fuerza, que toda dominación parece natural al que la ejerce, que nunca es precisamente fácil para el dominado conseguir remover su yugo, pero que además la mujer, cuando estas relaciones esclavistas son evidentes en una pareja, siempre queda entregada al hombre que las ha ejercido. Así, para la mujer es casi imposible rebelarse. Para Mill, además, los hombres no conocen en realidad a las mujeres, dado que su subordinación impide su desarrollo. La excepcionalidad de la existencia de reinas inglesas de gran prestigio le es útil para solicitar criterios de justicia y utilidad para describir las verdaderas naturalezas de los dos sexos observados en relaciones recíprocas verdaderas. Su contraargumentario sobre el carácter de la mujer es una continua bofetada a los tópicos de su tiempo que, a fin de cuentas, construía el mito de la familia nuclear blanca, heterosexual, reproductiva y eterna.

El segundo capítulo versa sobre el contrato matrimonial, al que llega a calificar de absolutismo del cabeza de familia, al que llama incluso verdugo. La calificación de víctima para la mujer acerca la visión a la actual violencia de género, si bien sólo insinúa la necesidad de protección sin realmente llegar a pedir ley al respecto. Porque, aunque "las leyes se hacen porque existen también hombres malos", Mill es un liberal utilitarista clásico: pedir leyes rara vez es lo que le apasiona. En su tiempo hay que considerar también lo especialmente gravoso que era que en el matrimonio el marido pudiese disponer de los bienes de la esposa y no al revés, algo que denuncia. Como Wollstonecraft, Mill piensa que estos matrimonios desiguales llevan a las mujeres a ejercer un derecho de represalia sobre sus maridos, a que los maridos pierdan interés cuando las mujeres dejan atrás su juventud, y a una profunda infelicidad. Su comparación predilecta en este caso se realiza con el contrato comercial y la relación entre socios. Por supuesto, propone el divorcio para todas aquellas personas incapaces de vivir el matrimonio en igualdad, y piensa que un matrimonio basado en la igualdad de sus cónyuges es el modo de hacer de la vida diaria una escuela moral en un sentido elevado.

Pero… (1) Mill ejerce desde el clasismo al afirmar que las clases bajas tienen un problema mucho mayor; (2) opina también que una mujer en igualdad legal en el matrimonio "con derecho a disponer de sus bienes" hallará su camino al éxito, si tiene talento, en el mundo liberal, obviando la resistencia que las estructuras y el poder establecido le opondrán; y (3) cree que la división más conveniente del trabajo entre los dos esposos es la tradicional: el hombre gana al sustento y la mujer dirige el hogar. Pero esto, que le eliminaría al momento de ese puesto de feminista que le dábamos, es al menos una opinión con infinitos matices: esto sucederá sólo si el sostenimiento de la familia es por trabajo y no por renta (algo mucho más habitual en aquella Inglaterra que hoy), la dirección del hogar es la labor más pesada en trabajos corporales y espirituales de una pareja, etc…

Mill coquetea casi con el análisis estructural al intentar entender cómo los hombres disfrutan del poder que el matrimonio les otorga, o al explicar las dificultades de los oprimidos en zafarse de las injusticias que sufren de manera estructural más que directa; pero es incapaz (es pronto aún) de aplicarlo a clases bajas con escasos recursos de vida, o a la condena social que supone el espacio doméstico al alejar a la esposa del ejercicio y del derecho público. La contradicción viene a ser no ver que la estructura familiar sustentada en la división de trabajo que propone condiciona y define la desigualdad, y que no tiene sentido ni siquiera social que encierre a mujeres" excepcionales "(según él) en sus casas. Faltan muchas décadas para la discusión de los significados de los ámbitos público y privado con postulados feministas.

La tercera parte de La dominación de la mujer es probablemente más acorde con el inicio del sufragismo, y se deduce de la necesidad de igualdad entre sexos: la representación política resultado de la capacidad y naturaleza de la mujer para esa tarea. El capítulo es un conjunto de argumentos que parten de la falta de educación y oportunidades de las mujeres para explicar su minusvaloración, incluida su educación en una reclusión que en la práctica suponía (de nuevo Wollstonecraft) amedrentar a todo el género. Mill lamenta la falta de talento femenino en las grandes obras literarias de artistas, pero afina bien al explicarlo por la preparación social a ejercer tareas domésticas que han tenido las mujeres (a Mill, hombre de la época victoriana, le falta, esperemos que honestamente, el conocimiento que hoy tenemos: que ese talento existió siempre, que existieron mujeres destacadas en todas las épocas, pero que la historia que escriben los hombres las olvida con facilidad). Su contradicción anterior vuelve a aflorar: las mujeres no tienen tiempo para dedicarse al estudio con las tareas a que se ven obligadas (pero claro, si era lo más conveniente para ellas, es difícilmente sostenible que estudien).

Y el cuarto capítulo, el final, responde a la pregunta ¿qué gana la humanidad con la libertad de la mujer? Empieza por una respuesta contundente: el mundo se regiría por la justicia en lugar de institucionalizar la injusticia. Esto no está exento de su utilitarismo: la injusticia de la desigualdad es contraria a la sociedad moderna, el despotismo es corruptor del hombre y pervierte su carácter, y la libertad de la mujer permitiría duplicar la suma de facultades intelectuales que la humanidad utiliza para sus servicios. De nuevo Mill piensa que es suficiente con permitir el acceso a la educación y a las mismas oportunidades para que, gozando de libertad, la humanidad pueda aspirar a ese duplicado de facultades en su beneficio, pero la impresión es que tampoco podía intuir los sesgos y la reacción desde su liberalismo racional (y su convencimiento profundo de los valores de la modernidad ilustrada), previo incluso al desarrollo de la psicología o a los desmanes bélicos del siglo XX.

En todo caso, Mill no concibe que la mujer no pueda ser objeto de las mismas oportunidades, prebendas y derechos del hombre por pura convicción de su trabajo principal: el estudio de la libertad individual. Si dedicó mucho esfuerzo a explicar las limitaciones que debía imponerse el Estado a la hora de regir la vida individual (nunca debe olvidarse que Mill escribe en el siglo XIX y que la presencia histórica del absolutismo y el feudalismo superados es el referente, y no el estado moderno), su lógica en este punto no es contradictoria ya que no puede admitir que la familia sea un régimen dictatorial como el que percibe en su tiempo en las relaciones entre cónyuges.

Este texto es todo un espejo de una época, y de un pensador que se atrevía a ir contracorriente del poder político y a favor del grupo minorizado de las mujeres en su lucha política. Su vehemencia se viste además de una prosa elegante y un ritmo endiablado. Hoy solemos exigir más epígrafes y una línea argumental más continuada. Mill en ese sentido es austero; pero su convencimiento racional es potentemente emocional, gracias a un acercamiento honesto a una situación dramática. Considerando los prejuicios sociales de los que partía y lo elaborado de su lucha en los matices más machistas del momento, sus visiones de hombre victoriano y colonial (ya apuntadas) casi son disculpables en el camino de la consecución de derechos. Mill, en un momento determinado, hace una mención muy interesante a la necesidad de complicidad y apoyo de los varones justos, aquellos que tampoco aceptan la realidad impuesta. Lógicamente es el terreno al que puede aspirar y en el que jugar, y no era poco.

John Stuart Mill, en la foto de su entrada en Wikipedia