
Hace 17 años, cuando aún estudiaba ciencia y me fascinaba cómo describir el mundo mediante ecuaciones, bien exclusivamente empíricas, bien ajustadas a modelos teóricos, un compañero de doctorado me pasó una edición del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein. Aunque tenía en mi maleta muchos menos libros que a estas alturas del viaje (o tal vez por eso), fui capaz de entender bastante bien el libro, e incluso recuerdo haber escrito varios folios sobre las ideas en él recogidas. Se produjo en cierto modo uno de esos momentos mágicos respecto a la comprensión del mundo que a veces depara la ciencia, o, en este caso, la lógica.
Ahora, al recuperar el libro al adquirir una nueva edición, he vuelto a leer el Tractatus, en parte por la lectura reciente de Logicomix), donde Wittgenstein es personaje importante y el Tractatus una obra esencial, y en parte por comprobar el engranaje de mi cerebro ante un reto intelectual que en el pasado creí superar con éxito. Desgraciadamente, no he encontrado aquellas páginas en las que podía haber comparado cómo ha pasado el tiempo por mis neuronas. O si mi lectura e interpretación del texto fueron resultado más del entusiasmo juvenil que de la reflexión serena. A fin de cuentas, el loco Wittgenstein también era febrilmente joven al escribirlo, y tal vez sin fiebre juvenil el libro es otro. Él mismo acabó rechazándolo por dogmático e incompleto en su madurez.

¿Cuál ha sido el resultado del experimento? Una lectura menos febril, aunque más rápida. Menos febril porque decidí no pararme en cada afirmación del autor, que organiza el texto siguiendo un desarrollo de sentencias que va relacionando mediante indexación, pero más rápida por la misma razón. Menos atenta al detalle de la noción lógica en la descripción del mundo, por tenerla más olvidada, pero menos militante en sentencias y artes más gratuitas, como toda la referida al misterioso mundo místicorreligioso del que no podemos hablar.
Pero, por raro que parezca, lo peculiarmente atractivo que he encontrado en las dos lecturas de este libro es un inesperado aliento poético. Inesperado porque esto es lenguaje de la ciencia, descripción de la matemática con que explicar el mundo. Pero explicable en cuanto Wittgenstein proclama que es el lenguaje y su obligada imperfección el origen de los males de las discusiones filosóficas, conjunto de tautologías que enredan a los sabios por no disponer de un modelo de comunicación mejor estructurado. Ese modelo debiera ser la lógica, pero al no poder aplicarlo a lo que está fuera del mundo, a lo no describible, deja sin soporte a las disciplinas no enmarcables en la lógica. Las creativas, por ejemplo.
Que las imperfecciones lingüísticas nos lleven a la confusión de pensamientos es, perdonen la boutade, una idea que comparte perfectamente el aliento poético del hombre, o, por extensión, el hecho de que la vida sea, como decía Oscar Wilde, deseo de expresión. Wittgenstein sufriría al saber que su idea porporciona felicidad por la belleza que supone, la de la connotación, la de la metáfora. Dudo por ello que el Tractatus proponga realmente el mejor modelo para comprender al hombre y al mundo, pero sin embargo, en toda su lógica, lo intuye mejor que nadie.