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9 de septiembre de 2010

Un Nobel ante el espejo (ii/ii)


Si en Diario de un mal año, Coetzee reinventaba el ensayo a su manera, el género que retuerce en Summertime (Verano) es la autobiografía. Para empezar, Coetzee se da por muerto, y escribe a través de un supuesto biógrafo póstumo. Coetzee ya había escrito dos volúmenes autobiográficos, Infancia y Juventud, en los que, incapaz de escribir en primera persona, habla de sí mismo en una fría e impersonal tercera persona, y va describiendo su infancia desarraigada en la triste Sudáfrica afrikaner del apartheid y su juventud gris en el sólo teóricamente alegre Londres de los setenta.

En Summertime este distanciamiento llega al máximo. Además de matar al narrador (algo no tan extraño en el cine, aunque no sé si alguna vez es el mismo director el que se da por muerto), Coetzee utiliza con impudicia –no puede ser de otro modo en una autobiografía- las voces de cinco personas (cuatro mujeres y un hombre) que le conocieron en los setenta, época en que el escritor tenía más de treinta años, y que pasó cuidando de su padre enfermo. Su retrato, el que Coetzee pone en voz de gente que le trató, no es que no sea positivo, sino que resulta directamente terrible. Acusado de mil vergüenzas, su incapacidad para la emoción física es algo que a nadie se le escapa y que le define casi por completo.

Coetzee además, por primera vez (que yo sepa/recuerde), explicita sus opiniones sobre el apartheid. Nunca en sus novelas lo ha hecho, allí no son sino un fondo moral siniestro. En Summertime, en coherencia con el conjunto del libro, lo hace usando palabras de sus colegas, a veces de manera directa en el diálogo, pero siendo más potente la propia actitud del escritor durante esos años. Actitud que le empuja a, sin tener ni idea, hacer labores de albañilería, labranza, o mantenimiento sólo para recuperar la capacidad (el poder) de hacer trabajo manual que el régimen despreció y obligó a realizar a los negros, en una peculiar recuperación de la dignidad mediante la humillación. Pero, por otro lado, siendo la palabra su arma mejor, es curioso que hable ahora con claridad, cuando posiblemente es mucho menos necesario y además está viviendo en el extranjero. Puede anotarse este punto como una asunción de cobardía moral, pero resulta fascinante la necesidad no sé si honesta o vanidosa (o mezcla) en que Coetzee desea retratarse en esa vergüenza interior.


Mandela a cuadros, vía yanswerbloges


Summertime, por equivocado que esté su biografiado en su actitud vital, es una biografía brillante en su idea y estupenda en su ejecución, demostrando un dominio del oficio y una capacidad de riesgo estimulantes. Además de reflexionar sobre una vida y un país, lo hace implícitamente sobre la literatura y su incapacidad de acercarse de veras a la realidad, o mejor dicho, a las personas reales. Su opción abre caminos en la literatura, y sólo se me ocurren ejemplos cinematográficos que pudieran acercarse. Un clásico, como Ciudadano Kane, porque también se investiga a un muerto (aunque aquí sea el que además escribe) en una estructura de entrevistas a sus conocidos, o la reciente I’m Not There (Todd Haynes), porque se presentan las caras diferentes de un mismo personaje. Supongo que debiera haber comics que ya hayan investigado este camino, dado que es arte tan dado a lo (auto)biográfico.

Espero que esta muerte en vida que se infringe Coetzee en Summertime no sea el final de esta sorprendente saga autobiográfica. Algo en el libro suena a despedida, un tanto a la francesa, de un novelista que ha encontrado en la ‘no ficción’ un camino sorprendente en el que dar rienda suelta a su pasión por escribir, y una catarsis psicoanalítica. Pero, después de esta época, ya llegó el éxito, y, tal vez considere que se trata de una historia ya conocida.



El Coetzee (vía leyendo) que ya empezaba a despuntar es el siguiente al de la época retratada en Summertime


31 de agosto de 2010

Un Nobel ante el espejo (i/ii)


John Maxwell Coetzee me había fastidiado un tanto en los últimos libros que había leído de él. Frente a Desgracia, Esperando a los bárbaros, o Vida y tiempo de Michael K, los escritos en que Coetzee hacía aparecer a la extraña Elizabeth Costello me parecieron literatura cansina. Parece que Coetzee reconoce que se le ha acabado la capacidad para la ficción. Su personaje de Diario de un mal año lo menciona directamente, que tiene que escribir opiniones (supuestamente ‘fuertes’) porque ya no puede conseguir la concentración necesaria para una historia ajena completa y compleja, a pesar de seguir teniendo la necesidad de escribir. Y Elizabeth Costello o Slow Man ya mostraban esto. Un cierto camino agotado en que Coetzee parecía tender a acabar como el típico escritor engreído y enfadado de la Nueva Inglaterra que invariablemente encuentra el amor –o al menos la satisfacción- de jovencitas… Pero estoy seguro que una comparación con Updike o Roth no sería de su agrado.

Coetzee no ha abandonado el hemisferio sur aunque haya viajado de Sudáfrica a Australia para establecerse. Pero parece que sí ha abandonado la novela como tal, o, mejor dicho, está retorciendo otros géneros para ficcionarlos como novelas, dando giros inhabituales a las posibilidades del cambio de punto de vista. En Diario de un mal año se trata de la forma más fácil de ensayo: el simple vertido de opiniones sobre temas digamos serios de la actualidad. Con una profundidad variable según los temas, con una documentación poco exhaustiva, como lo que cualquier opinador semiinformado podría dar hoy en un blog (modelo actualmente más extendido e interesante antropológicamente que el tertuliano de radio, al que empiezo a considerar superado). Coetzee, o su alter ego, dice con frecuencia cosas hermosas o suelta opiniones interesantes y muy lúcidas, pero también se pone demagogo y a veces dice tonterías.



Todo ello no es lo importante o realmente interesante en el libro -aunque a quien no haya leído a Coetzee con anterioridad le pueden llegar muy bien-, sino que esas opiniones están dadas por un octogenario que las dicta a una cinta para que una joven y atractiva vecina las transcriba. El hombre sufre un (predecible) interés por la muchacha, que no le corresponde aunque le respeta, y que tiene un novio tiburón de las finanzas que se ríe de la situación y planea aprovecharse del anciano. Y a la vez que leemos las opiniones de este, en la misma página Coetzee escribe una pequeña ficción sobre cómo vive la pareja la relación con el anciano, de modo que puede verse la evolución de este triángulo de manual de folletín desde tres puntos de vista. Puede escogerse leer cada una de las partes en solitario, pero curiosamente se vuelve aburrido. Sin embargo, comprobar la evolución de las opiniones en las personas, su modo de ver la vida y de comportarse, y al revés, es peculiar y atractivo, y fluye bien. La sensación de leer tres textos a la vez es grande, y, aunque existen, los paralelismos e influencias directas entre las opiniones y la historia de las tres personas son sutiles y no obvios, lo cual es muestra de buen oficio. Queda como idea del propio Coetzee en contra de sí mismo que no es posible opinar sin el mundo alrededor (o lo que es lo mismo, que todas sus opiniones descreídas e importantes cambiarían seguramente si pudiera consumar con la muchacha). Y al revés, claro, aunque esta ya no es una ‘miseria’: la vida está influenciada por las opiniones de intelectuales y demás teóricos de por dónde debe ir el mundo. Es una buena idea, fascinante por momentos, de ejecución arriesgada, y de resultados apetecibles. La simplicidad de la historia y su escasa profundidad es la que permite que el libro sea así, y es coherente con los personajes, y puede considerarse que no hace al libro grande; sin embargo, precisamente el contraste de esta humana frivolidad con la seriedad de las opiniones del autor es lo que puede argumentarse como especialmente conseguido. Un Nobel que se sitúa al borde, sí señor…


Coetzee frente a sí mismo (vía Lector Malherido)