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17 de enero de 2020

El verano junto al mar



El mar es la segunda novela que leo de John  Banville, y la tercera si consideramos Pecado, que reseñé hace poco, pero que está escrita por Benjamin Black, su heterónimo utilizado para novelas de género negro. El mar, como Antigua luz, es un drama relacionado con la memoria y su ejercicio. Todas ellas transcurren, eso sí, en los años 50, y tanto en Antigua luz como en El mar, los recuerdos de juventud e infancia son protagonistas principales. También las estaciones parecen obsesionar a este escritor, y el recuerdo del verano, aparentemente mágico y seductor pero profundamente desasosegante e incluso trágico, parece que le interesa especialmente.

En El mar, el protagonista es un historiador del arte llamado con aire premonitorio Max Morden, cuya mujer acaba de fallecer por cáncer. Decide tras ello volver al pueblecito de la costa irlandesa donde pasaba los veranos y alquilar una habitación en la cas que se encontraba enfrente de la que tenían sus padres, y donde, cuarenta o cincuenta años atrás, se alojaba una familia que se le antojaba fascinante, por aparentemente bella –como el verano-, poco rutinaria, cosmopolita incluso. A sus once años cae rendidamente enamorado de la madre, más tarde de la hija, y también fascinado por el hermano mellizo de ésta, un chico travieso que no habla nunca y que está dotado de membranas interdigitales en los pies. Banville no narra este verano como el del amanecer a los disgustos pero también placeres de la vida adulta o del amor (que además no se consuman: la edad del protagonista es demasiado poca), sino como el del reconocimiento de una amargura existencial, procedente del dolor inherente de la vida y su final siempre traumático. Max no es un niño envidioso, pero sí anhela saber por qué existen vidas mejores que las suyas, y por qué se ha visto obligado a la mediocridad. Un juicio que el lector puede también considerar que se realiza desde cierta conmiseración o desde un carácter agrio, dado que en realidad su drama no resulta tan excesivo.

Otra cosa es cómo Banville expresa este vaivén emocional, y en este punto creo que El mar es una obra mayor, y no me extraña que ganara el Man Booker en su día, en 2005. El relato escrito desde la madurez actual de Morden es una reflexión de la pérdida continua que supone la vida, y aunque el libro no llega a adquirir una estructura paralela, sí tiene un juego de espejos entre presente y pasado. Con su actividad actual de escritor, Morden juega a la incapacidad literaria para explicar el sentimiento trágico de la vida o, en su caso, para proporcionarse una mínima felicidad, y se sirve para ello de la cotidianeidad de los actos (como echar una siesta en la playa y evocar los sentimientos encontrados que le produce), del costumbrismo descriptivo (su lúcido momento en que compara la vida en pensiones del presente y del pasado y cómo eso le convierte en un ser desarraigado), o de los fenómenos del paisaje (con la ominosa marea física y metafórica del final y su momento cercano al fantástico). A esta genialidad que alude sutilmente a la propia (eso cree él) incapacidad artística de Banville, se añade una riqueza lingüística bellísima, el uso de palabras de definición exacta pero un tanto olvidadas, que ya se observaba en Antigua luz, y que, una vez más, debe haber dado un trabajo gratificante al traductor, Damián Alou, que ambas novelas comparten. Todo el libro, aparentemente las memorias de un hombre agotado por la vida y deprimido por las experiencias, muestra una gran inteligencia observadora y una gran capacidad de análisis, que desborda al personaje y a la situación concreta y alcanza con precisión una estética de la melancolía y de la tragedia cotidiana que resulta sublime navegando en su mar de profunda amargura.

Qué gran escritor es John Banville. Cómo nos gusta a los que mantenemos nuestro pozo de existencialismo aunque esté ahí, escondido, en su negritud absoluta.

John Banville (vía)


18 de octubre de 2019

Pecado o Nieve



No entiendo bien el motivo por el que Snow, esta novela de Benjamin Black, se ha traducido y publicado en castellano bajo el título Pecado. La novela, de género negro, transcurre en Irlanda en los años cincuenta, donde, en un país ultracatólico y dominado por la curia, un sacerdote es asesinado en la casa de una familia protestante a la que visitaba con frecuencia. El inspector Strafford, también de familia protestante, es el encargado de investigar el caso. Benjamin Black es un heterónimo de John Banville, y lo utiliza para publicar sus novelas de género. Parece que Banville da cierto carácter de divertimento a estas novelas, por la facilidad con que las escribe, frente al esfuerzo que le supone la ficción dramática, como en Antigua Luz, único libro que hasta la fecha he leído de él. Pecado podría ser la primera de una serie protagonizada por el inspector Strafford.

Pecado se lee muy rápidamente. Es un caso que Black deja además que se resuelva con facilidad: el autor no engaña nunca al lector, no le dosifica interesadamente la información. Black es estricto con el punto de vista del inspector como único posible de la trama, pero lo obvia dos veces, en dos capítulos clave lo suficientemente significativos para que el lector ate los cabos que a Strafford le cuestan más. Así las cosas, aunque Black construye con ritmo y la impensable autoría del horrendo crimen (al cura le castran después de muerto, pero esto se sabe desde el principio) se va desvelando, es obvio que su interés radica en la descripción de personajes y del duro entorno y circunstancias en que se desenvuelven. Por eso Nieve parece mejor título que Pecado, o eso creo: la nieve que cubre Irlanda es un estado de ánimo general, es una capa que borra las huellas, es el frío en casi todos los personajes y caracteres, es la falta de progreso y visión social de un país que no puede salir de casa ni física ni moralmente, es en definitiva una metáfora más funcional que el Pecado del título en castellano, que es una palabra moral que podría incluso malinterpretarse, puesto que ni se menciona como hecho distintivo en la trama. No hace un descubrimiento enorme que digamos Black con el invierno o la nieve (y hasta la Navidad, puesto que en esa semana sucede todo) como parábolas, pero transmite un fondo continuado de desazón y dificultades.

Al lector actual la perspectiva moderna le va a llevar fácilmente al abuso de menores como trasfondo de la novela. Está escrita en la actualidad, cuando ya conocemos los desmanes de la Iglesia en Irlanda –pero no son novedad: Las hermanas de la Magdalena, por ejemplo, se estrenó en 2002-. El determinismo de la sospecha inicial del lector que al final se cumple y el dejar detalles conscientemente sin resolver llevan a reflexionar que Black tiene un interés menor en seguir el canon, pero, por otro lado, tampoco parece tener un prurito renovador. No todo funciona, incluso varios escarceos sexuales son algo incomprensibles, pero sí el tono seco y duro. En cierto modo, veo una oportunidad perdida de poder observar cómo la sociedad de los cincuenta gestionaba psicológicamente el descubrimiento, o la confirmación, de estos hechos. Banville, probablemente, siendo un autor crítico con su obra, tiene razón cuando dice que apenas trabaja las obras que escribe Black, que salen solas. Si es así, tal vez no necesitan más pensamiento, se entiende su buena factura dado el talento del autor, pero también que no se depuren los flecos y queden al arbitrio del lector. Al menos, el ánimo queda tan dolido como el de los personajes.

Benjamin Black (vía)




19 de septiembre de 2014

Servidumbres de luz


Hay dos momentos importantes en Antigua luz, la última novela del último Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en las que el autor, John Banville, habla de sí mismo y de su escritura a través de un pequeño artificio literario. En el primero, el narrador (un actor sesentón de teatro que va a interpretar una película por primera vez) lee un libro titulado La invención del pasado, cuya prosa le parece afectada, retórica, antinatural, sintética y densa, ecléctica y de falsa erudición, aunque le reconoce un ingenio esporádico y mordaz. El párrafo es chocante, pues el estilo de Banville en su libro encaja con precisión en estas características, y, además, el ataque resulta algo gratuito en un personaje en general taciturno y por realizarse contra un escritor –el de ese libro citado- sin apenas peso como personaje en la trama. El segundo momento sucede casi al final: el protagonista visita a la hija de su antigua amante, que

Me despidió en una esquina del claustro, a través de una poterna… Ah, cómo me gustan las palabras antiguas, cómo me consuelan…
En efecto, poterna no es la única palabra que hace tirar de diccionario en esta novela ahíta de espléndidos vocablos como sufusión, cauro, motacila, giróvago, fetor, fermata, etc… palabras castellanas surgidas de la pluma del traductor (Damián Alou) que habrá bregado tanto con estos cultismos en dos idiomas como con ese estilo banvilliano.


Lo antiguo tiene varios niveles en este libro. Está en el título, Antigua luz, o, en el inglés original, Ancient Light, que se traduce por ‘servidumbre de luces’, concepto jurídico que tiene que ver con el espacio obligado entre casas y lo que puede verse a través de las ventanas que se abren en las paredes. Ese espacio metafórico se refleja en la luz que la memoria trae al protagonista, que recuerda el verano para él luminoso que pasó a los 15 años, enamorado de y teniendo una aventura con la madre de su mejor amigo, de 35; bajo una memoria caprichosa y una sensualidad de precisión analítica, el narrador recrea escenas, momentos y sensaciones de cuya veracidad duda, y sobre las que la luz de la memoria no consigue brillar por completo. El propio personaje utiliza ese lenguaje de palabras antiguas, y nunca salió del arte antiguo del teatro como profesional; hasta ahora, que le da una oportunidad al cine.

A este recuerdo principal se suman las dos tramas actuales: la película que va a interpretar en compañía de una joven estrella cinematográfica, y el recuerdo del suicidio de su hija Cass, hace 10 años. La red de relaciones paterno-filiales y amorosas en los tiempos de la novela es un edificio subyugante, aunque a veces parezca algo artificial, o que pueda buscar un final más adscrito al género puro, creando expectativas algo confusas en la lectura.

John Banville como escritor parece todo un personaje: usa un heterónimo, Benjamin Black, para sus novelas negras. Una novela de Banville cuesta años de trabajo, pero una de Black apenas unos meses. Confiesa que su personalidad como autor cambia radicalmente. Dice odiar sus novelas, su estilo imperfecto, y no leer críticas porque ya conoce antes de que nadie se lo diga dónde están sus errores. Le gusta escribir series de novelas, y de hecho Antigua luz es la tercera protagonizada por ese actor desmemoriado. Es aspirante al Nobel y cuando le analizan surgen los nombres de Joyce, James, Nabokov o incluso Proust.

Calor británico (vía)

En vez de recordarme a esos autores, el universo de relaciones prohibidas en pueblos británicos durante el verano me recordó a otros autores de personalidad fuerte como William Trevor o Ian McEwan, aunque las diferencias con las tramas en Verano y amor, o Chesil Beach son abundantes. El paralelismo es mayor con la trama de Verano del 42, aunque no he leído la novela. En Antigua luz sin duda se impone el peso de la prosa elaborada de Banville, cuyos defectos que él mismo subraya se manifiestan también y a menudo como disfrutables virtudes por la potencia metafórica, la ironía profunda que alcanza, y la lucidez psicológica. Esta precisión poética, de lenguaje culto y mirada al pasado, es buscadamente elaborada y define perfectamente a su protagonista, cuya falta propia de ternura por los personajes que fueron él y su amante salta a la luz de los múltiples espejos en que se mira. Aun así, esa historia, que tiene un final espléndido en la continua reflexión (proustiana,sí) sobre el papel de la Memoria, supera en fuerza y definición a las ambientadas en la actualidad, algo alargadas y con personajes y situaciones más obvios, aunque en cierto modo lo exige la construcción global de un libro con momentos de intensidad casi aterradora.

John Banville (vía)