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21 de mayo de 2023

El libro del medio


Desde que el año pasado se cumplieron cien años de la publicación de Ulises de James Joyce por parte de Sylvia Beach en París, los estudios y análisis de toda la obra del escritor irlandés han proliferado por libros, revistas, cursos universitarios o podcasts. Aunque mayoritariamente centrados en su obra mayor, resulta difícil obviar, al estudiar un escritor apegado tanto a la experiencia como al símbolo, sus otros libros principales: Dublineses, Retrato del artista adolescente, (ambos previos al Ulises) y Finnegans Wake (posterior). En cierto modo, por eje angular y obra maestra que sea Ulises del conjunto de la obra joyceana, el “Retrato” es probablemente el texto en que mejor podemos leer personalidad, intereses, formación y decisión del autor del Odiseo moderno.

El “Retrato” (lo decimos mal, el título original es "A" Portrait of the Artist as a Young Man, es decir, "Un" retrato del artista adolescente) es tradicionalmente saludado como un libro puente entre el naturalismo costumbrista y realista de Dublineses y el simbolismo complejo de Ulises. Entre un estilo narrativo acorde con el clasicismo y la irrupción del flujo de conciencia y los formatos narrativos alejados de la literatura clásica (diario de prensa, un diálogo teatral, preguntas y respuestas como en un catecismo). Y esto no es falso, se tiene esa sensación, pues el libro atesora momentos estéticos reconocibles de sus dos libros vecinos: el viaje a Cork con su padre que hace Stephen Dedalus o la cena familiar arruinada por una discusión política con una mujer altamente politizada, frente a las constantes revelaciones de religiosidad y vida procaz enfrentadas en el cuerpo físico y la mente filosófica del protagonista.

Dedalus. En efecto, el símbolo empieza desde el mismo nombre de un protagonista que tiene en su identidad el germen del vuelo poético. Retrato del artista adolescente cuenta la adolescencia de Stephen Dedalus, desde su entrada en el internado jesuita siendo prácticamente un niño a su salida del país una vez terminados sus estudios superiores. En ese período en que pasa de niño a adulto joven, Dedalus crea su conciencia artística, encuentra su propia voz y la capacidad de decidir su propia vida, peca gravemente, pero se arrepiente casi de manera mística, y crece construyendo un pensamiento afectado por los omnipresentes catolicismo y nacionalismo irlandés, de los que acaba abjurando.

Estos cuatro libros de Joyce mencionados forman un conjunto que, en su total, presentan una progresión innegable que curiosamente encuentra también un reflejo en el arco temporal y sentido simbólico de lo vital de cada libro. Dublineses es un libro de cuentos autónomos sobre habitantes varios de la ciudad, que empieza con relatos protagonizados por niños, pasa después a jóvenes, sigue con personajes maduros, y termina con Los muertos, cuyo título avanza un tema que oscila entre los personajes a los que no les queda mucho tiempo y el peso que los que ya murieron ejercen sobre los vivos. El estilo es realista, el formato es el relato breve, al que injustamente no se suele considerar el formato mayor de la ficción sino su prólogo, su infancia. El “Retrato” abandona el relato y es ya una novela corta, con un estilo mixto que por probablemente sorprendería en su época pues como Bildungsroman en la práctica desprecia aventura, acción y amor romántico, y se centra en la adolescencia y primera juventud. Llegamos a Ulises: novelón largo y simbolista, de lectura compleja en todos los sentidos, que sucede en un único día en el que Leopold Bloom vaga por la ciudad mientras en elipsis sucede un adulterio de la edad madura consumado por su mujer, para acabar en Finnegans Wake, novela inasible, relato casi para la lectura única posible del propio autor, al que acechan la ceguera y la muerte, probablemente la senilidad.

La decisión, definición, y necesidades de lo que Joyce considera que es un artista se proyectan en las decisiones epifánicas de Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente. La principal es liberarse de las diferentes cadenas que le impedirían tener una carrera o vida de artista. Esas cadenas son varias y todas arraigan en la tradición: la familia, la nación irlandesa (aún no formada, pero a punto del alzamiento de Semana Santa), y la religión. Las tres están profundamente imbricadas, y en ellas Dedalus responde con la soledad y el exilio, en las que Joyce vivirá en efecto gran parte de su vida (no así Dedalus, que volverá a Dublín tras fracasar en París, y poder ser así el Telémaco de Leopold Bloom en Ulises). No obstante, este ensimismamiento autoral es también en sí mismo una condena, pues esas tres obsesiones llenarán su obra, de modo que no existe probablemente escritor más asociado al reflejo de Irlanda, su vida y sus valores que precisamente Joyce. Ese reflejo es indesligable del catolicismo y la vida familiar.

Retrato de un artista adolescente va progresando lentamente en la construcción de un protagonista y su voz. Es muy conocido que el final de la novela, cuando Stephen se ha despedido de sus amigos, que le reclaman para una vida intensa de lucha nacional, olvida la narración y la tercera persona, y pasa al diario; en unas breves páginas, Joyce usa su asombrosa precisión descriptiva (desprovista de la ternura, o comprensión, que abundaba más en Dublineses) para reescribir los últimos episodios de la "ficción" previa, y acaba invocando al mito que le da el apellido al personaje para permanecer siempre en un estado creativo y solitario. Había empezado como un niño apocado y temeroso, había sido un esclavo del deseo sexual y una arrepentido del mismo mediante un impulso místico, había rechazado ser sacerdote jesuita (a pesar de la fascinación confesa que el autor permite tener al protagonista por las figuras señeras de la Compañía de Jesús), y había discutido con sus amigos sobre el futuro de cada uno y el sentido de la estética y el arte. La progresión presenta varias tomas de conciencia, y un poder cada vez mayor de decidir como individuo, además de la creación paulatina de un carácter arisco. La ruptura de la voz narradora y la disrupción de un diario avanzan el modernismo estilístico de Ulises. La novela de introspección juvenil preludia el angst existencialista adolescente. La infinita cantidad de referencias tanto culturales como populares (canciones, poemas, latiguillos) y su reflejo habitual desde el pensamiento y devenir del protagonista se utiliza con maestría: añadidos de forma muy natural, pero con la obviedad de que el conjunto de todos ellos apela a la personalidad única y unívoca y solipsista del personaje y probablemente del autor.

Como buena adolescencia, Retrato del artista adolescente se sitúa en la obra de Joyce entre dos intensidades mayores. Dublineses es una joya absoluta, un libro de una elegancia, observación y comprensión del mundo enormes. Escrito por un hombre joven capaz de transmitir el desamparo y la decadencia de personajes décadas mayores que él con una precisión esclarecedora y ajustadísima, revela ciertamente el genio que encerraba James Joyce. En cuanto a Ulises, es innegable su influencia en toda la literatura posterior, a la que parece prologar con toda su innovación literaria; una influencia sólo comparable a la de Marcel Proust. El “Retrato” se sitúa en medio de esos soles con dignidad, pero tal vez resultados menores. Atesora no obstante una serie de momentos memorables en su escritura. Particularmente me gustan mucho dos de ellos, probablemente también por ser parte ineludible del desarrollo filosófico del protagonista: la escena en que ofrecen a Stephen entrar en la Orden (que tiene un ineludible tono fáustico mediante una oferta de ventajas o poderes, y que parece inspiración directa de la escena en que Mefistófeles consigue el alma de Alexander Leverkuhn en el Doktor Faustus de Thomas Mann: he had heard the handle of the door turning and the swish of a soutaine), y la fascinante reflexión estética basada en los principios de Tomás de Aquino sobre el sentido del arte y la estética, con su arte impropio por dinámico producido por asco o por deseo versus el arte estático (de stasis) producido por el arte verdadero y elevado -no estamos lejos de las categorías semiaristocráticas que defiende Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, aunque yo creo que el genio de Joyce superará estos elitismos. Probablemente este interés se deba a que en estos capítulos se está empezando a entender Ulises. Sin embargo, el costumbrismo más usual (siempre dotado de una exactitud asombrosa y nada de complacencia literaria) que proporcionan la cena familiar o el viaje a Cork, o incluso los castigos corporales de los jesuitas, remiten mucho al mundo ya visto en el libro de relatos.

¿He dicho Marcel?

Sí, he dicho Marcel. En su cómic Dublinés, Alfonso Zapico dibuja una secuencia sobre una visita de Joyce a París en que Proust y él coinciden en una fiesta en honor de Stravinsky y Diághilev en 1922, seis meses antes de la muerte de Marcel y cuando probablemente era difícil que Proust abandonara su cama, mucho menos para socializar. Zapico dibuja un Joyce bromista, travieso, borracho y arruinado, atormentado por continuas enfermedades oculares, que intenta irse de juerga con Proust, quien lo rechaza. Ninguno de los dos ha leído la obra del otro, o eso dicen. Y sin embargo y a pesar de las diferencias, los paralelismos son variados. Son muy interesantes las comparaciones que Ernesto Castro les dedica en su curso "Yo es Joyce" (colgado en YouTube) sobre el carácter antagónico del uso por parte de ambos de dos mecanismos de sus literaturas, como el flujo de conciencia y su traslación tan diferente a la sintaxis (corta y afilada en el Ulises de Joyce, como luces de pensamiento que a modo de ocurrencia mental del personaje plasman en el texto su devenir; larga en el desarrollo, con frases encadenadas e interminables en Proust, como si el pensamiento fuera una madeja que se va desenrollando), o el sentido de las epifanías (constructivas y positivas en Proust, negativas o dolorosas en Joyce). Pero es inevitable pensar en cómo la obra de ambos es reflejo directísimo de su vida, como ambos escriben desde cierto exilio interior -inducido por la enfermedad y soledad en Proust, y por el alcohol y la ceguera en progresión en Joyce-, potenciado por ejemplo por el gusto artístico, que convierte la experiencia estética pasada en motivo de construcción personal de vida y pensamiento. Además, no se trata de un ensalzamiento de los antiguos sino de un reconocimiento de la influencia del arte y lo cultural en la cotidianidad de la vida intelectual; tiene que ver con las epifanías, por supuesto: son también fogonazos de recuerdo que inevitablemente llevan al pasado a una existencia con frecuencia solo mental. Ambos son especialmente hábiles en el retrato social local como reflejo de lo universal. Tal vez mucho de todo ello proceda del contexto modernista, por otro lado.

Y, finalmente, frente al conjunto de estudios de Ulises que han recogido valores literarios y polémicas editoriales, es de destacar una lectura peculiarísima: la de Joyce como influenciado directa y decisivamente por la obra y sentido del arte de Richard Wagner. Para Alex Ross, la influencia de Wagner en la cultura de su tiempo y posterior, hoy día incluso, es insoslayable, y a eso dedicó las casi ochocientas páginas de Wagnerismo, en las que Joyce disfruta de un buen espacio. Ross da crédito a un autor anterior, Timothy Martin, autor de Joyce and Wagner: A study of influence, quien ya recoge que el periplo dublinés de Leopold Bloom aúna dos analogías del holandés errante que Wagner había dejado por escrito al afrontar su ópera: el viaje de Odiseo en busca de su casa y su mujer, y el judío errante condenado a una vida agotada hace tiempo. Bloom, recordemos era de ascendencia judía. Joyce había leído y subrayado ese texto de Wagner. Parece no obstante que a Joyce no le gustaba admitir que admiraba a Wagner, o que al menos su obra le atraía. Tal vez por placer culpable, pues no hay duda de que el romanticismo nacionalista a Joyce no le resultaba de interés. Pero Joyce tenía dotes y talentos musicales, y con frecuencia estudia en sus ensayos universitarios las obras de Wagner que llegaban a Dublín. Entre algunos de los elementos que emparentan a ambos autores, o que muestran al menos el peso de Wagner en Joyce, está la conexión entre las epifanías y los leitmotiv musicales de Wagner, utilizados con recurrencia en su obra para no ya subrayar la presencia de un personaje definido anteriormente con su música en un pasaje anterior, sino para representar un recuerdo o emoción repentinos. Al Dedalus del “Retrato”, Ross le reconoce la actitud heroica de Siegfried al decidir salir de su país y vida para alcanzar el arte puro. Unas páginas antes de ese final, Stephen ha mencionado la ópera del anillo wagneriano. Pero el juicio de más interés literario que hace Ross sobre ambos autores es entender la inversión que Joyce realiza en Ulises sobre el diseño de su historia: utilizar una arquitectura mítica e introducir sus correspondencias en medio del realismo de un día concreto de la vida de un hombre en Dublín en 1904. Wagner, dice Ross, hizo de alguna manera lo contrario en el anillo: insertar las cuestiones sociales modernas en los héroes míticos usados como personajes. No es Joyce el único que hace esto, pero la maduración enormemente larga de un texto como Ulises no parece ajena, dado su carácter, a esta posibilidad de enmendar la propuesta wagneriana. No significa que Joyce rinda pleitesía a Wagner, dado el trato que da a Dedalus en Ulises como personaje frustrado y héroe caído y necesitado. Para muchos autores y críticos (de T. S. Eliott a Harold Bloom), Joyce destruye el arte del siglo XIX y desde luego a Wagner con él.

En fin, basta. Pues es hora de salir, de beber unas cervezas, que escribo esto el día tras San Patricio.

Tengo la impresión de que es difícil atraer atención sobre el “Retrato”. Leí Dublineses en 1992 (traducido por Cabrera Infante en la edición de Alianza) y en 2003 (en inglés). Al Ulises traducido por Salas Subirats le dediqué cuatro meses en 1999. Veinte años he tardado en interesarme de una vez por el “Retrato”, y ha sido empujado por el centenario de Ulises. Por significativo que sea esto, mi impresión es que el propio Joyce no gusta de su sinceramiento en el “Retrato”, que prefiere en realidad mostrarse bajo las diferentes "formas de creación" (de personajes, de estilo, de símbolos), que desarrolla en Dublineses y Ulises. Tal vez por ello sea su libro más descompensado, como creado por yuxtaposiciones que revelan su conexión y egolatría artística, pero a la par permite esta madeja de interpretaciones literarias y vitales que dan juego a la obra del genio.

 James Joyce


28 de enero de 2014

Marcel en el gulag



Proust contra la decadencia recoge en un breve volumen las conferencias que el pintor polaco Józef Czapski dictó en el comedor del campo de prisioneros de Griazo Wietz, en la URSS, en 1940 y 1941, a los prisioneros polacos del mismo. Es uno de esos libros en los que el peso épico de su elaboración es tal que cualquier juicio queda ensombrecido si es que se atreve a cuestionar la heroicidad del autor.


Obviamente, Czapski no tenía acceso a los libros en el campo, ni a otros textos que hablaran e la obra de Marcel Proust. En 1940 no habían pasado ni quince años desde la publicación completa de En busca del tiempo perdido, y la obra de Proust, aunque famosa y expandida en círculos literarios occidentales (sin ir más lejos, en España se traduce por Pedro Salinas, el primer volumen, en 1920), no podía ser el referente icónico que es hoy, con su  momento magdalena incorporado al pop. Pero es indudable que el peso que tiene En busca del tiempo perdido (que en 2013 ha cumplido 100 años desde la primera edición del primer volumen) se construía ya entonces. ¿Ejemplos? Hace un mes vi la película italiana La gran belleza (Paolo Sorrentino), donde Proust planea desde lo banal (personajes que lo usan para ligar) a lo fundamental (la nostalgia de tiempos mejores que apenas existieron como excusa emocional), todo ello en un entorno de belleza abigarrada, como los que enfermaban al pequeño Marcel sólo de pensar en viajar a ellos. Y hace una semana fue la película noruega Oslo, 31 de agosto, donde se usa –adecuadamente- una bella cita de Proust sobre el amor y los relojes. Y esto no para nunca.

(vía)

En el campo de prisioneros soviético, los internos seguían con gusto, según Czapski, las peripecias de los personajes.

Czapski es un analista hábil e incisivo. Entre sus notas y las del traductor encontramos calves biográficas de interés para adentrarse en el París proustiano, y en las relaciones familiares reales que se traspasan al libro. Inscribe a Proust dentro de los movimientos artísticos de su época, explica su lúcido análisis psicológico de personas y clases, y pincela las traducciones que ya existían para obra de sintaxis tan compleja. Reivindica completamente al autor y su obra, claro. Su ejercicio de memoria es sorprendente, siempre que sea fiel a lo que sucedió en el campo y no haya habido explicaciones adicionales en el momento de la edición. En su análisis toca lateralmente y sin entrar en profundidad (igual para bien) en la asunción personal y sociale de la homosexualidad como uno de los temas principales del libro, coherente con la visión general que el mundo crítico y literario ha preferido dar, oficialmente, de Proust.

El libro incluye los entiendo que originales esquemas en polaco de Czapski y una breve biografía de su (interesante) vida. Es un volumen muy curioso para cualquier Madame Lectora de Proust, por supuesto.

Józef Czapski (vía)




18 de febrero de 2013

Todo




Aunque En busca del tiempo perdido tiene varias epifanías, alguna ultrafamosa como la de la magdalena, la más significativa literariamente puede ser la que recorre varias decenas de páginas de El tiempo recobrado, que cierra la serie de siete volúmenes en que se dividió la larguísima novela sobre la vida y los recuerdos del propio autor.  En ese momento de lucidez completa, ante el panorama desolador de una vejez cercana y enfermiza, y siendo consciente del pasado alcanzable mediante una memoria a perderse, Marcel Proust decide encerrarse, renunciar a los amigos y al gran mundo, para escribir y conseguir obtener la verdad de los hechos que le sucedieron y dieron sentido a su tiempo. Es la forma en la que consigue recobrarlo, inmortalizando sus caprichos y los vaivenes que va dejando en la memoria.


Las percepciones sensoriales de En busca del tiempo perdido son esenciales (y, algunas, decididamente maravillosas): sirven como instrumento de la memoria para relacionar diferentes tiempos y hechos a través de un sabor un olor, la luz de una iglesia, o una flor. Proust mira extasiado el corazón de las cosas (como dice de él Umberto Eco en Historia de labelleza)  y con una capacidad metafórica inigualable las hace viajar en el tiempo a lo largo de los volúmenes, sea en forma de viajes en tren, descripción de una iglesia, o antesalas de una fiesta del gran mundo.


En busca del tiempo perdido cuenta una historia, la de la vida del propio Marcel Proust, de niño débil a joven invitado en todas las fiestas, a maduro solitario que decide comprender el mundo con la literatura. En su búsqueda del arte y el amor, Proust sufre el inesperado avatar de las orientaciones sexuales de sus amantes y de sus amigos, y de su análisis psicológico y social, diferente a lo que hasta entonces se escribía, surge una conciencia primitiva de lo gay como comportamiento, y un retrato descarnado de una vida reprimida que se intenta disfrazar de continuo (el personaje de la novela es un cristiano heterosexual, justo lo contrario del autor al que representa). La otra pata principal de la novela es la social, en la que Marcel intenta encontrar sin conseguirlo el calor intelectual de las clases altas (Guermantes), que se le revelan insulsas y estultas, y las burguesas (Verdurin), presuntuosas e intrigantes. Aunque ambos caminos se unan tras una brillante y continuada vivisección sociopolítica (que incluye el dreyfusismo y el nacionalismo de cambio de siglo), Marcel sólo puede recluirse para crear, una vez que los individuos disonantes de ambos mundos que le interesaron (Saint-Loup o Swann, por ejemplo) desaparecen.



Proust es un poeta capaz de conseguir imágenes espléndidas. Sin duda debe ser uno de los autores más citados de la historia. Su prosa se detiene en descripciones y pensamientos en flujo de conciencia de manera consciente y continuada. Sus frases tienen estructuras imbricadas, con frases relativas, paréntesis y extensión larga, que a veces resultan imposibles, pero que fluyen con extraña ligereza en el sentimiento del lector, cuyo disfrute estético es a veces inconmensurable. Además, para mi sorpresa, resulta ser por momentos un autor divertido, que parece mirar el envaramiento de su sociedad, e incluso el de varias personas que la habitan (incluido él mismo) con una ironía directa que en general llevan consigo los personajes aparentemente más simples.


Hace 22 años hice una foto a la tumba de Marcel Proust en Père Lachaise; sobre su mármol negro había una solitaria rosa roja fresca. Sólo conocía pasajes de Un amor de Swann por aquel entonces, que es el extracto más conocido de Por el camino de Swann, el primer volumen de la novela, pero que no es nada comparado con el torrente de sensaciones que el libro completo deja. Lo he completado en dos años y medio, intercalado con otras lecturas, e incluso lo seguí en un blog que desde un punto de vista irónico pretendía explicar a la madre de Proust lo que la novela de su hijo le parecía a un club de lectura de señoras: Querida Madame. No diré que mi pensamiento o mi visión del mundo hayan cambiado en lo esencial tras la experiencia (de hecho, recuerdo mayor impacto emocional y/o vital con otras lecturas a lo largo de mi vida como lector), pero, aunque sólo sea por el Tiempo transcurrido, que se ha retorcido como en la dimensión proustiana del mismo, mi vida sí que ha cambiado.


Este año se cumplen cien años de la publicación del primer volumen de la novela.


Merci, Marcel.