Ardalén es el
nombre de un viento ficticio que sopla del mar hacia la tierra y es capaz de llevar
su olor hasta varios kilómetros tierra adentro. La historia de Ardalén tiene mucho que ver con esta confusión
de elementos: una mujer cuarentona, Sabela, llega a un pequeño pueblo del
interior de Galicia donde busca noticias sobre su abuelo, inmigrante
desaparecido hace años en Sudamérica. Habla con un anciano, Félix, al que
llaman El Náufrago, aunque en
realidad nunca embarcó. Sin embargo, en su cabeza confundida se acumulan
recuerdos de viajes, aventuras por los mares del mundo y naufragios, que poco a
poco van resultando verdaderos, como si Félix fuera depositario de memorias y recuerdos
de otros hombres.
Un dibujo muy pictórico y las visiones que Félix sufre nos
acercan a las historias mágicas de un pasado no vivido. Félix tiene visiones y
recibe visitas, siempre personajes
del pasado que el lector, o el personaje principal con que se identifica,
Sabela, debe ordenar. Miguelanxo Prado, no
obstante, nunca abandona la realidad de los personajes e historias, ni olvida
el infierno grande que son los pueblos pequeños.
El dibujo se interrumpe con textos y documentos (artículos
científicos, testamentos, informes diplomáticos, o pasajes de barco a La Habana)
que cortan el disfrute visual máximo que supone el libro, pero certifican la
realidad de la memoria, cuya validez es el punto crucial de la historia, y
economizan lo más prosaico del relato, y ello ayuda a subrayar lo más poético. Prado
es un autor experimentado que se decanta por el mundo mágico de la nebulosa de
recuerdos, en perjuicio de la cotidianeidad triste de un villorrio lleno de
rencillas, una realidad que al final resulta incluso innecesaria para la vida.
Mantiene su habilidad en el retrato físico y psicológico y en la descripción de
costumbres, y maneja encuadre y relación entre interiores y exteriores en una
narración visual desbordante, nostálgica de una aventura ahora imposible, y de
un mundo mejor.