16 de julio de 2010

Rojo y Gris

Un autor anciano y consagrado muere, sus obras se reeditan, y los lectores nos entristecemos por lo primero y alegramos por lo segundo. No haber leído a Delibes, no haber leído El camino, era casi imposible para mi generación, pues era lectura obligada en el bachillerato. Pero de ahí a conocer toda su larga obra hay un trecho. Muchas veces fue trecho salvado por el teatro, o por el cine, pero, a decir verdad, tengo grandes lagunas en la lectura de un autor que siempre me ha parecido irreprochable.

La primera laguna que vadeo tras la muerte de Miguel Delibes es Señora de rojo sobre fondo gris. A Delibes, como a muchos escritores, le pasa que aunque no sean protagonistas aparentes de sus novelas, sus afinidades/simpatías son claras con los protagonistas. Y que los intereses de sus protagonistas cambian con el tiempo. En el caso de Delibes Señora de rojo sobre fondo gris es un título de clara madurez, inspirado por la figura de su mujer muerta antes de tiempo (a mediados de los setenta), a la que retrata y homenajea desde el título. Un título obvio, metafórico y muy cumplidor.

La novela toma la forma de una única carta que un padre escribe a una hija después de que esta le visitara. La mujer de él y madre de ella ha muerto recientemente de enfermedad inesperada, sumiendo al hombre en una profunda crisis. La carta es sobre todo una evocación de la figura de esta mujer, realizada desde el sentimiento de pérdida y la necesidad de reconocimiento propio de la dependencia hacia ella. Es una señora de rojo, actividad y compromiso, acción y pasión, entrega y generosidad. La hija, por su parte, ha estado presa del franquismo, por motivos que se desconocen, y que movilizaron a toda la familia. Es un fondo gris que resalta la vulgaridad de un medio social infectado por un poder injusto y mediocre, contra el que la señora de rojo actúa con dignidad pero sin éxito. Exactamente igual que el cáncer contra el que su cuerpo no puede hacer nada.

La maestría de Delibes se subraya sobre todo en la sencillez de la ejecución. Su lenguaje está extremadamente cuidado, y nos vendrá bien para recuperar vocablos como estiaje o atrabiliario, pero la sintaxis es simple (que no poco trabajada), el discurso es claro y emocional sin subrayado y la duración es breve, concreta y concisa. El uso de los recuerdos, de los objetos sentimentales, de las relaciones profesionales, o de las casas de la familia como símbolos de una mujer que convertía en arte su vida y su convivencia (frente al artista profesional que es el marido, pintor en la novela) es magistral. Delibes escribía novelas más bien cortas, pero dado que Señora de rojo sobre fondo gris se publicó en 1991, quince años después de que Delibes enviudara, no cabe duda que se trata de un libro exquisitamente pensado, que, obviamente, me invita a continuar con más.

El joven Delibes, vía que.es


4 de julio de 2010

Creacionismo ilustrado


No es precisamente la primera vez que vemos la Biblia en cómic. Pero de los interesados dibujos con que amenizaban la lectura de los libros sagrados en las catequesis y escuelas católicas a una adaptación a imágenes fiel al contenido completo del texto hay un salto importante. Y este salto, en una sorpresa inicial, lo da Robert Crumb, quien durante 5 años ha dedicado sus esfuerzos a esta ilustración literal del primer libro de la Biblia, el Génesis, que se ha publicado en castellano en gran formato (290 x 220 x 35 mm, ca. 1000 g), y que incluso ha utilizado la traducción directa de la Biblia de la Biblioteca de Autores Cristianos en lugar de traducir del inglés los textos que acompañaban a las imágenes de Crumb.

Este Génesis de Robert Crumb es, como producto, muy irónico. Robert Crumb es el padre más reconocido del cómic underground. El hombre que sacó a la historieta del público casi exclusivamente adolescente y postadolescente de los cincuenta, y puso el centro de atención en el lumpen, el sexo, la violencia y las drogas, en una realidad que el cómic no trataba hasta entonces (o, al menos, no lo hacía de una manera suciorrealista), y que encontró su reflejo en la contracultura de los 60 y los 70. Todo ello le dio éxito y reputación a Crumb. ¿Qué hace ilustrando el Génesis, de manera realista, con cuidada ambientación y un trabajo detallado y estudiadísimo? Esa es la primera ironía, la sorpresa que mencionaba más arriba, pero que visto el libro se disipa enseguida: el Génesis está lleno de sexo, de violencia, de mujeres voluptuosas, además de otros temas, claro.


Una segunda ironía se produce al reflexionar sobre el público natural de un libro así, nada comparable con las ilustraciones religiosas habituales. Si el texto dice que Caín mata a Abel, que los animales que no entraron en el arca murieron ahogados, o que en Sodoma llovió fuego, Crumb nos lo muestra en planos realistas rigurosos, con su feísmo característico. Y a la Iglesia no suele gustarle del todo esto, lo cual afirmo aunque La Pasión, la película dirigida por Mel Gibson, pueda parecer un ejemplo en contra: sin duda en esa adaptación el sexo no tenía demasiada importancia, mientras que en el Génesis es un motor fundamental de la narración.

El Génesis de Robert Crumb recoge episodios que muchos conocemos por nuestra educación, o que se recuerdan bien al ir leyéndolos. Hay momentos espectacularmente ilustrados, gracias también a su grandilocuencia (el diluvio, Sodoma y Gomorra) y otros que no pueden evitar las partes más áridas, como los listados de reyes y herederos que eran necesarios para apuntalar la tradición judaica. Pero a mí me impresiona mucho en este libro la capacidad para el retrato psicológico por parte de un autor como Crumb. Pero, de nuevo, se puede entrever una lectura paralela. Sus personajes pueden llegar a estar alucinados o poseídos, pero no por una sustancia psicotrópica, sino por la expeciencia de lo divino. Supongo que pocas cosas pueden proporcionar un mayor viaje que ver ciertamente a Dios, aunque en el Génesis sea algo natural y no necesariamente místico.

Por supuesto, las lecturas del Génesis pueden ser múltiples, y, en las notas que Crumb añade al libro, además de explicar los problemas de adaptación que tuvo, proporciona sus propios intereses: la creación de tradiciones (los pactos entre Dios y Abraham o Jacob como justificación de la circuncisión o del dominio y herencia de la Tierra), o la lucha entre patriarcado y matriarcado que sucede a lo largo de la vida de estos padres de la patria judía, Abraham, Isaac, Jacob y José, y sus mujeres y esclavas, Sara, Rebeca, Raquel, etc… La obsesión por la procreación como herramienta para dominar la Tierra es continua. Pero también por la pureza de raza. Las mujeres luchan por la herencia de sus hijos preferidos, y los hijos, como hermanos, se roban, traicionan, cuando no abandonan o asesinan unos a otros. Las mujeres permiten que sus esclavas o incluso sus hermanas tengan hijos con sus maridos, y la procreación en sí, aunque no suceda en el matrimonio, es muchas veces acto de Dios. Todo esto supone una carga sexual importante, que las fuentes que habitualmente interpretan la Biblia suelen cuidarse mucho de ilustrar.


Robert Crumb, vía entrecomics



22 de junio de 2010

Locura, libertad, revolución.


Calígula se viste y pinta de bailarina. Se lanza sin ensayo ni talento algunos a dar pasos de baile ridículos delante de senadores y patricios llamados en medio de la noche a contemplar el espectáculo. Ellos creen que pueden ser ajusticiados sin piedad por el tirano en cualquier momento, y, por ello, aplauden la actuación con fervor. Es un aplauso condicionado por el terror que Calígula ha impuesto. El emperador omnipotente, autoproclamado divinidad, lo sabe, y por eso lo disfruta más. Por eso, el momento es sólo aparentemente patético.

¿O acaso en realidad no lo sabe? El inesperado baile nocturno de Calígula es uno de los detalles de su mandato que han trascendido a la historia popular desde la lejana Roma. Hay otros tan conocidos o más: proclamó senador a su caballo, se presentó a adoración pública por sus nobles al sentirse convertido en Venus, se casó con su hermana y devoró el feto de su vientre…


Por casualidad, en apenas un mes me he topado tres veces con Calígula, y en diferentes medios. Estaba revisitando Yo, Claudio en DVD cuando llegó a Basauri la representación de la obra de Albert Camus por la compañía L’Om-Imprebís. Finalmente, decidí releer el texto de Camus, que recordaba con agrado. Eso sí, no he visto la película de Tinto Brass… a la que supongo (espero que no injustamente) oportunista por el éxito de Yo, Claudio y convenientemente truculenta dado el tema.

Obviamente, la visión de Calígula de Yo, Claudio (cuyos autores deben mencionarse: el novelista Robert Graves, el guionista Jack Pulman, el realizador Herbert Wise) es la previsible: Calígula es un loco, un desequilibrado que desde niño ambiciona ser emperador, ostentar un poder absoluto, aunque para ello tenga que matar incluso a su padre, y que, cuando llega al poder, diezma a su familia, a sus guardias y a los patricios del imperio mientras sus grandilocuentes puestas en escena los ridiculizan y atemorizan a la par. Calígula podría ser el resultado de esa mixtura genética continua de las familias Claudia y Julia, un ejemplo máximo de la crueldad indiferente de la humanidad, y uno de los escollos que Claudio vive en su camino a la sabiduría estoica de su personaje. Nadie que haya visto la serie puede olvidar a John Hurt. Y, la verdad, vista la serie más de veinticinco años después, conserva toda su fuerza y una reputación inmerecida: la de su inspiración teatral. No es cierto sobre todo por el estupendo trabajo de cámara, que no prescinde de magníficos travellings, gusto por el encuadre adecuado, y da una excelente relación entre actores, atribuible toda a Herbert Wise, que hace un trabajo espléndido. Cierto que son actores de la tradición teatral británica, cierto que el presupuesto obligaba a rodar todo en interiores (frente a la cinematográfica Roma, claro), pero eso no es lo definitorio del teatro.


Y, en ese teatro, Camus da una visión más revolucionaria y si se quiere, mucho más inquietante de Calígula, quien resultaría sólo loco por separarse de la supuesta cordura habitual, o por haber adquirido una necesidad de conocimiento superior dada por la revelación del cargo que ocupa. Camus utiliza a Calígula –al que comprende y ayuda un antiguo esclavo- como centro de una paradoja límite que seguro que atormentaría al autor. Al leer el texto, o al ver la representación dirigida por Santiago Sánchez (interpretada por un Calígula fondón y magnífico, Sandro Cordero), los valores del mayo del 68 que Camus no vivió aparecen por todos lados: la libertad absoluta debe ser buscada a toda costa, hay que pedir la luna como buscar la playa debajo del adoquinado, y existe una burguesía patricia acomodada, rancia y cuyos valores éticos están manchados por su necesidad de estabilidad, que lo ensucia todo. Y, sin embargo, el precio de esa libertad es la sangre indiscriminada. La revolución supone muerte, desolación, injusticia en sí misma. Calígula es tan libre que puede ejercer la locura en nombre de su divinidad, pero esta locura liberadora es también tiránica, y le arrastra por una crueldad que no es éticamente (léase no sólo ‘burguesamente’) aprobable. ¿Es la libertad la que en sí misma resulta aterradora y por ello no la afrontamos directamente? ¿Cómo llamarla libertad si no respondemos a nuestros deseos profundos y nos sentimos frenados por la libertad de los demás?


Tal vez Camus fue profeta sin quererlo, aunque la revolución que vivió su país años más tarde no fue cruenta (otros países lo llevaron peor), y no hubo Calígula que la liderara. Quien sabe si por ello ese mayo del 68, aquel que Mitterrand criticara por ser (según él) una simple reivindicación de los estudiantes por poder llegar más tarde a casa y tener relaciones sexuales antes del matrimonio, afectó más profundamente a estructuras que no lo esperaban.






12 de mayo de 2010

Música de la Historia

No viviré para oír las nuevas de Inglaterra,
pero adivino que será elegido rey
Fortinbrás. Le doy mi voto agonizante.
díselo, junto con todos los sucesos
que me han llevado… El resto es silencio


The rest is noise es el referencial título de la versión en inglés de este libro de Alex Ross (no confundir con el autor de cómic). En castellano se ha traducido como El ruido eterno, una traducción libre basada en una eufonía mejor que no traicionase ni el sentido del libro ni la cita culta que supone, las últimas palabras de Hamlet. Pero tras la poesía está el tema concreto, en el subtítulo: Escuchar al siglo XX a través de su música. Efectivamente, El ruido eterno es un libro sobre música, y, en concreto, es una historia de la música clásica en el siglo XX. Como mérito principal que resuma los valores del libro, basta decir que produce unas ganas tremendas de escuchar todas las obras mencionadas y estudiadas a lo largo de sus 670 páginas, incluso para alguien de escaso oído como yo. Otra cosa es enfrentarse a las obras en sí, porque en ese momento sí se produce a veces una rebaja del entusiasmo, si bien lo normal es descubrir cosas interesantísimas a las que nuestro oído no está acostumbrado. Nada que no ofrezca el mismo autor a través de su website therestisnoise.com/audio (obsérvese la bonita referencia cinematográfica, un momento que en efecto captaba bien el sentido de la música)


Alex Ross, según foto de su propia web arriba mencionada
Alex Ross ha escrito una historia del siglo XX a través de su música. Resulta inaudito ver cómo un arte en principio espiritual, incapaz en muchas ocasiones de discurso obvio (salvo en las óperas y cantos) como la música clásica, ha formado parte ineludible de los sucesos del siglo, ha respondido a sus cambios políticos, sociales y culturales, ha tenido una historia dramática clara que las notas tal vez no desvelan en una mirada superficial. La opción de Ross es difícil, pero excelentemente resuelta: aunque utiliza la técnica musical que necesita para la descripción de las piezas, de las innovaciones que se van sucediendo, y de los movimientos musicales, no olvida nunca el enfoque histórico, y que está narrando y no sólo describiendo. Así, los melómanos obtienen un disfrute adecuado (creo, no he leído comentario contrario al respecto), y los meros aficionados no llegamos nunca a perdernos irremisiblemente entre octavas, atonalidades, o dodecafonías. Incluso conseguimos situarlas mejor en el siglo de las vanguardias desmedidas. Además, Ross traza certeros perfiles psicológicos de cada protagonista (Strauss, Mahler, Schoenberg, Stockhausen, Stravinsky, Shostakovich, Prokofiev, Debussy, Messaien, Boulez, Britten, Cage, Copland, Adams, Gershwin, Bernstein…), revelando un nivel de documentación elevado, y un dominio excelente de la narración para engarzar lo personal y lo público, lo culto y lo cotidiano, lo íntimo y lo sociopolítico.

No es posible destacar ninguna historia entre las miles que encierra el volumen, si bien las dos primeras partes resultan espectaculares por la trepidante vida que llevaron la música, sus compositores, y sus intérpretes, del siglo de manera descarada hasta 1945. Y, obviamente, los apartados que muestran las relaciones de los músicos con Hitler, Stalin y Roosevelt, resumen en sí mismos el sentido de un siglo y el mismo sentido del libro. Tal vez haya un punto que eleve aún más el libro: la constatación de saberse la historia de una ‘derrota’. La pérdida de influencia del compositor en la vida social y política a lo largo del siglo es muy significativa: el 'novecento' ha derribado muchas barreras, y una de ellas se llevó la música culta de los altares de la fama y ascendió a los mismos a los compositores de música popular.

Si les da miedo, porque no están acostumbrados a la música clásica, o porque esto de la historia política vs música les abrume un tanto, dénse un paseo por la web de Alex Ross. Lean los textos resumidos, escuchen los breves extractos musicales. Dudo sinceramente de que no se interesen más.



14 de abril de 2010

Ciencia y crisis

Mientras andaba dándole vueltas a esta entrada, me hizo sonreir mucho una columna uno diría que ad-hoc a este libro escrita por Iñaki Ezkerra en El Correo el pasado 29 de marzo. Es cierto que los defensores de la idea de la crisis de valores como trasfondo verdadero de la crisis financiera se están poniendo un poquito pesados, aunque la generalización contra ellos no sea buen argumento; pero, obviamente, crisis de valores también la había antes, y los profetas (para Ezkerra) no tenían tanto eco…

En el blog Espiritualidad y Política (cuyo nombre, cierto es, puede escamar un tanto, y que no me cabe duda que sería objeto en muchos casos de las iras de Ezkerra), me he encontrado joyas deslumbrantes como Karen Armstrong, pero parece que Jordi Pigem y su Buena Crisis no van a ser lo mismo; me han dado ‘la de arena’, vaya. Aunque entienda las tesis del libro y las comparta en un fin general, hay una de las fundamentales que me parece algo tramposa, y que me ha molestado. Aquella que asocia al método científico y su supuesta (y falsa en mi opinión) supremacía psicológica la prevalencia de un materialismo económico en nuestros días, derivado, de una manera que Pigem razona bien, del materialismo filosófico del diecinueve que entendió la Historia en términos económicos. Y ello se desarrolló a la vez que el positivismo científico, hijo del cartesianismo, y que la Revolución Industrial, y, claro, la ciencia parece que estaba, artera ella, en el ajo…

A pesar de que esta entrada va a salir kilométrica, me permito citar varios pasajes del autor, sus puntos de partida interesantes, sus ataques a la ciencia como tal, y su aparente vuelta al redil, y luego comentarlos.

Según datos recogidos por la New Economics Foundation, en 2004 el Reino Unido importó de Alemania 1,5 millones de kilos de patatas, a la vez que exportó a Alemania precisamente también 1,5 millones de kilos de patatas. Importó de Francia 10,2 millones de kilos de leche y nata –y exportó a Francia 9,9 millones de kilos de leche y nata. (…) Cinco años antes, en el trágico accidente en el túnel del Mont Blanc coincidieron camiones que transportaban agua embotellada de Francia a Italia y camiones que llevaban agua embotellada de Italia a Francia. Estos datos pueden ser buenos para el comercio, pero no lo son necesariamente para las personas ni, desde luego, para el planeta.

Es cierto y hasta está bien planteado. Me habría gustado más análisis histórico del asunto, porque, claro, el libre comercio y su preservación puede ser un valor que nos haya conducido a una situación esquizofrénica e insostenible para el planeta, pero sin él muchos pueblos no conocerían un desarrollo mínimo. La respuesta natural de una política populista (¿hay otra?) a este planteamiento es una cosa de nombre tan feo como proteccionismo. Bueno, feo cuando nos lo practican, que no al revés… Y el proteccionismo como lo conocemos no entiende bien de calidades. O todo o nada. E importa poco que tu producto sea producido mejor, medioambientalmente de manera más amigable, o sin explotar a nadie: simplemente no entrará en el país en que todas esas leyes que tú cumples no se cumplen. Y entonces volvemos a otra paradoja, claro.

El consumo pretende ser una vía hacia la felicidad, pero es una droga que requiere cada vez dosis mayores. Desde 2006 existe un Happy Planet Index, indicador que clasifica los países del mundo según un índice de felicidad establecido a partir de la esperanza de vida, la satisfacción vital y la huella ecológica. En su primera edición, este indicador dio una clasificación de 178 países en la que Vanuatu, archipiélago tropical económicamente ‘pobre’, aparecía como el país más feliz, seguido de diversos países caribeños. En 2009 se ha elaborado una nueva edición (…) con una lista más restringida a fin de homogeneizar los datos (…). Esta nueva clasificación de países felices está encabezada por Costa Rica , con Holanda como el primer país de Europa Occidental. España ocupa el lugar 76, justo detrás del Reino Unido y Japón. Los doce países menos felices son todos del África subsahariana (…) Estados Unidos queda en la posición 114, entre Madagascar y Nigeria.

A mí me gusta esto, pero me hace preguntarme por qué lo llamaron Índice de Felicidad Planetaria, que es un nombre algo precisamente infeliz, un tanto arrogante incluso. Supongo que era necesario separarse de la terminología económica demonizada en la tesis del libro, pero, francamente, países donde la gente deja menos huella ecológica, o donde está más sana y acude menos al médico, son, necesariamente, países más ‘rentables’, ¿no? Bueno, tal vez sea cosa de no despertar la liebre a los tiburones económicos del piso 114, que si leen eso de rentabilidad lo mismo sacan a bolsa al país en cuestión.

Descartes vive en medio de aquella época de incertidumbre. De hecho, Descartes es uno de los autores de todos los tiempos que más rotundamente ha expresado la desesperación ante la incertidumbre (…).
En Galileo y Descartes la sed de certeza también se expresa en su convicción de que sólo es verdaderamente real lo cuantificable, medible. (…)
Nuestra cultura, de manera implícita, ha seguido sus pasos. Por ejemplo, hoy la ciencia da a entender que los colores que vemos ahora mismo en realidad no existen: lo que existe realmente serían determinadas ondas del espectro electromagnético de tantos o cuantos nanómetros. Esta convicción, a menudo inconsciente, ha contribuido sin duda a desarrollar nuestra tecnología y nuestro poder. Pero también ha contribuido a devaluar nuestra experiencia directa y nos ha hecho creer que lo que es cualitativo y cambiante es menos real que lo que es cuantificable y constante. Ello nos invita a exiliarnos de nuestra naturaleza a favor de un mundo de abstracciones.


Aquí me temo que empiezan mis discrepancias serias. La ciencia no es culpable per se de haber llegado al materialismo. El razonamiento del autor me parece sofista, y bien puede invertirse: es la misma ciencia la que nos llevaría al postmaterialismo al ser precisamente capaz de medir que existe degradación planetaria, cambio climático, etc. La ciencia es un instrumento humano, un método que por haber sido usado con malas intenciones no queda invalidado en sí mismo, y que por sí mismo no ha impuesto una psicología del ‘dato concreto’. Sin tan siquiera mencionar que los métodos cualitativo también existen y se usan en ciencia, o la cantidad de ciencia con datos no medibles con un instrumento sino basados en estadísticas de experimentos u opiniones, el método científico se puede basar exclusivamente en la experimentación, en el llamado precisamente trabajo de campo, y no veo nada menos abstracto que eso. Es decir, en lugar de ver como Pigem en el método científico una necesidad de fuga ontológica de la naturaleza, veo lo contrario: una contribución en su descripción a su belleza y equilibrio, al describirla, conocer su construcción, conocerla y examinarla. Finalmente, me parece injusto que al decir los valores a los que nos ha llevado la ciencia Pigem subraye la tecnología y el poder. Cosas como la medicina, la democracia, o la educación modernas están muy relacionadas con la ciencia. Y no serán perfectas, pero me temo que en un mundo sin ciencia no serían mejores…

Si toda una cultura se dedica durante generaciones a contemplar el mundo como algo material y objetivo, ese mundo (el mundo de dicha cultura) se manifestará efectivamente como material y objetivo, hasta que un día sea forma de observar empiece a topa con contradicciones (…)
Nuestra mente ha concebido un mundo material, objetivo, mecánico e independiente de nuestra conciencia. En él, nuestra conciencia y nuestra subjetividad aparecen como anomalías.


La ciencia nunca diría eso, me parece falso. Ese materialismo tan feo de la ciencia aún no habrá conseguido explicar cómo funcionan sistemas complejos, pero por defecto ni rechaza ni desprecia un objeto de estudio, y mucho menos si el reto es que no es ‘medible’. La ciencia además podrá ser fría, pero es el hombre, el científico o quien usa los resultados del científico, el que dice ‘anomalía’. Son los hombres que la aplican los que tendrán que poner los límites éticos a la ciencia.

Sin duda medir es muy útil, pero…

No sé yo si este hombre no le ha cogido manía a las medidas por algo que le ha pasado en el sastre o así, pero insiste mucho en esto. Seguro que estaría de acuerdo en que lo que es muy útil es ‘saber’, no ‘medir’. La ciencia interpreta los datos recogidos de la experimentación, e interpreta la validez de esa medida, y de ahí extrae conocimiento. Medir no es un fin para la ciencia, pero saber sí lo es.

Hoy necesitamos una nueva relación con la naturaleza y con el mundo: una nueva experiencia de quiénes somos y dónde estamos.

A mí sin embargo me da la sensación de que aún siendo esto verdad, parece una involución. Si esta nueva relación se despega de la ciencia, si por ello se despega del conocimiento de la naturaleza (el mismo que nos ha permitido saber que está enferma), el mundo y sus ciudadanos pueden ser sometidos por otras fuerzas que tal vez no sean ni tan claras, ni tan democráticas como las del conocimiento científico publicado accesible. Yo no creo que la solución del mundo pase por estar como antes del materialismo científico. De hecho, supongo que eso también sería insostenible…

Por el contrario, si nuestra emoción básica es positiva y nos sentimos a gusto con nosotros mismos y con el mundo, tenderemos a fluir, gozosa y relajadamente. Cuando nos aislamos y solidificamos nuestra actitud vemos el mundo como algo compuesto básicamente de elementos aislados y sólidos. En cambio, cuando fluimos con el mundo tendemos a percibirlo como algo dinámico, interrelacionado y sutil, llenos de sincronicidades y prodigios, más allá del materialismo.

Soy algo malévolo extrayendo este párrafo de su texto, con la descontextualización que supone, pero mientras lo leía no podía obviar el acordarme de Avatar, su dulce panteísmo azul, su ecología de garrafón, su sentimentalismo imposible (una película donde por cierto los científicos son los que en realidad buscan esta ‘liquidez’ y no el cash…). También me he acordado de otra cosa más política, cuya relación intentaré explicar. La izquierda progresista, la izquierda ecologista, suele argumentar con imágenes que en ocasiones no les hacen ningún favor. Mi ejemplo preferido es el de la campaña por el referéndum sobre la entrada española en la OTAN, en 1986, cuando Antonio Gala, presidente de la plataforma por el No, pretendía convencer a la prensa y al pueblo con imágenes poéticas o románticas. No funcionó, el enemigo se rió de ellos, el enemigo fue más práctico. En lo que nos concierne ahora, el enemigo se lo cargará todo antes de que se den cuenta de que ya nada ‘fluye’.

¿Es posible una ciencia intuitiva, una ciencia en que lo racional no esté reñido con lo intuitivo ni con lo sensual?¿Una ciencia que en vez de intentar someter a la naturaleza nos ayude a integrarnos en ella? ¿Una ciencia que en vez de desencantar el mundo lo reencante, conmoviéndonos e inspirándonos como hacen las buenas obras de arte?
(…) La mejor ciencia siempre es intuitiva. Desde el ‘¡eureka!’ de Arquímedes en la bañera, la ciencia siempre ha progresado a través de saltos que la lógica no sabría dar. Esos momentos de inspiración e intuición salpican las biografías de los grandes científicos y matemáticos: Kepler, Newton, Gauss, Poincaré, Einstein, Heisenberg, Bohm, Lovelock…

Aquí ya empieza el autor con algo que anunciaba al inicio de esta entrada: cierta vuelta atrás, cierto ver que no es posible vivir sin ciencia. Pero lo hace de una manera que también me disgusta. ¿Y por qué? Porque yo también creo en la intuición en la ciencia, pero también creo que sin el resto del edificio que tiene la ciencia, la intuición se revela escasa. Einstein o Newton tendrían epifanías intuitivas que redefinieran su trabajo, pero era porque éste existía, porque vivían una obsesión, porque estaban en medio de una pasión. ¿Y qué hacían mientras no tenían excelsos momentos de inspiración mística? Trabajar. ¿Y en qué? En el método científico, provocando a la naturaleza para que respondiera con datos que medían. Sin todo eso, sin el trabajo de muchos colegas anteriores, sin el trabajo de muchos investigadores medios que nunca tendrán esa inspiración, no habría habido resultados. O, si se prefiere un término menos materialista, no habría habido conocimiento ni sabiduría, ni intuitiva ni deductiva.

Esta nueva ciencia, que nos invita a participar en la realidad en vez de intentar controlarla, abre brecha en los muros que hemos levantado entre el sujeto y el objeto, la cultura y la naturaleza, lo racional y lo intuitivo, y permite así que la ciencia pueda reconciliarse con el arte y con la naturaleza.

Supongo que mi diferente punto de vista con respecto al autor se cristaliza aquí. Esta ciencia que dice Pigem no es ‘nueva’. Esta es la ciencia de siempre, al servicio del hombre y de la humanidad. Esta es la ciencia que ha sido usada indebidamente como muchas otras metodologías y disciplinas. La ciencia no está reñida con el arte ni con la naturaleza. A veces parece más bien que son las disciplinas no científicas las que odian a la ciencia por el papel preponderante que ésta toma en la superficie de sus vidas. Pero ese es otro problema, y no es de la ciencia.

Leonardo tenía, como señaló Gombrich, un ‘apetito voraz de detalles’. Dominaba y admiraba la geometría, pero para él la complejidad de la naturaleza no podía reducirse a cifras y análisis mecánicos. Un siglo más tarde, sin embargo, Galileo y Descartes afirmarán que sólo es real lo que puede ser medido. Ello ha permitido hacer avanzar el tipo de análisis preciso que asociamos con la ciencia moderna, pero también ha creado un vacío: todo aquello que es cualitativo no existe para la ciencia, y queda reducido a epifenómenos de elementos cuantificables. (…) En este sentido, la ciencia postmaterialista podría estar más en la órbita de Leonardo que en la de Galileo.

Me parece falso de nuevo el rechazo por lo cualitativo que Pigem asocia a la ciencia. Sobre todo después de haber estudiado una carrera científica en la que los métodos cualitativos eran importantes y formaban parte del temario. También entiendo que Galileo, prácticamente creador del ‘método científico’, es un tanto víctima de Pigem en su texto frente a otros genios que aparecen en sus páginas, cuando su impresionante contribución a la ciencia no está exenta de intuición. Supongo que Pigem dirá que si las ideas de Leonardo no trascendieron se debe precisamente a que se impuso la necesidad cartesiana de medir en la que Leonardo no encajaba. Pero son muchos los estudios que hablan de que el genio italiano era visionario y adelantado a su tiempo, pero errático e inconstante, y, ay, falto de método. En el postmaterialismo de Pigem puede que esta sea la ciencia que prefiera, pero es una ciencia temible: sometida a interpretación por ausencia de datos y condiciones de controno, falta de un asiento matemático y metódico en que poder enseñarse, tiene el riesgo de no ser explicable, demostrable, y, lo que es peor, aplicable. Sé que ‘aplicabilidad’ es un concepto materialista, y también lo es el hecho de que la ciencia suponga gastos, pero para poder hacer la transición sin que esta sea traumática, hay que (¿unamunianamente?) convencer. Leonardo, por fascinante que sea, no es la mejor figura para ello.

El caso es que tanto nuestra salud interior como exterior dejan mucho que desear. James Hillman (entre cuyos títulos hay uno muy expresivo: ‘Llevamos cien años de psicoterapia y el mundo está cada vez peor’) atribuye parte de nuestros males al excesivo mirarse al ombligo que la pisocología ha impulsado. (…)
(…) Años atrás, Joanna Macy había explicado a una piscoterapeuta su desolación ante la irreversible destrucción de bosques primigenios, y la respuesta que obtuvo fue que las excavadoras de sus pesadillas representaban su libido y que su angustia procedía del miedo ante su propia sexualidad. Joanna no tardó en darse cuenta de que la psicoterapia convencional, como la mayor parte de nuestra sociedad, vive en una especie de autismo ante el estado del mundo.


Reconducir el actual antropocentrismo de la ciencia sí me parece un camino formulado justamente en el que se debe trabajar. Pigem lo subraya a lo largo del libro y este ejemplo me parece adecuado. Cierto es que como disciplinas científicas, la psicología, la psiquiatría, y los derivados que conllevan, son jóvenes y sus modos de interpretar los datos pueden llevar a malinterpretaciones y diagnósticos indebidos. Son disciplinas cercanas a teorías filosóficas y en las que se produce el mejor ejemplo científico para el control de las personas, y posiblemente su método sea aún un reto para la ciencia. La ecopsicología de la que Pigem habla es un buen ejemplo de cómo no se trata necesariamente de disciplinas antropocéntricas.

Afirmar hoy que el universo es acogedor suena ingenuo. Pero no era así para las culturas tradicionales (…)

Personalmente creo que esto es una idea algo mitificadora del pasado, y creo que poco realista. No creo que el mundo anterior al racionalismo fuera más acogedor. Supongo que Pigem en realidad se refiere a un mundo primigenio de comunión total con la naturaleza, pero… ¿la vida en la Edad Media acogedora? ¿la vida de plebeyo, no digamos de esclavo, en Roma acogedora? Etc…


El universo que heredamos a partir de Newton era una especie de burocracia cósmica en la que cada acontecimiento tenía una ley fija y su código identificador. Era un simple mecanismo, al principio comparado con un gran reloj y más recientemente con una gran computadora. Este universo mecánico ha entrado en crisis: el cosmos que ahora descubrimos parece cada vez algo más vivo. En el horizonte emerge un universo libre y orgánico, centrado en el aquí-y-ahora del observador, en el que todo acontecimiento es participativo, en el que sujeto y objeto se pueden distinguir, pero no se pueden separar, y en el que no somos espectadores pasivos de una realidad preexistente.

Que el universo newtoniano entrara en crisis no quiere decir que la ciencia lo estuviera. La ciencia sabe desde un principio que sus leyes lo son mientras nueva experimentación (medible, claro) y comprobable no las contradiga, perdiendo inmediatamente ese status de ley, que posiblemente es término poco agraciado en el contexto. Pensar que los científicos llaman leyes a los resultados deducidos de su experimentación para imponer un pensamiento me parece una generalización inadecuada. O, por así decir, no serán realmente científicos, sino otra cosa, si ‘creen’ en las leyes. Por su lado, es la propia ciencia (medible, claro) la que da lugar a esa interacción sujeto-objeto. Y para mí este párrafo ejemplifica toda la contradicción interna del libro, aquello que quiere decir y aquello que realmente dice: que es en realidad fruto de la ciencia el saber que debemos ir al postmaterialismo (económico), y que sin ella nunca hubiéramos podido saberlo de veras.

Héroe llamaré a quien hasta aquí haya llegado. Gracias en cualquier caso.


27 de marzo de 2010

Experiencia Austeriana

Brooklyn, por SoyIgnatius

Puedo calificar de experiencia austeriana el haber leído a la vez los dos últimos libros de Paul Auster. El experimento no fue premeditado. Estaba a apenas treinta páginas de acabar Man in the Dark (Un hombre en la oscuridad), y tenía que hacer un viaje de un día con unas 4 horas de tiempo libre para leer entre aviones y salas de espera de aeropuertos, con sitio para un libro en mi equipaje de mano. Y me llevé Invisible. De modo que tenía muy avanzadas las aventuras de Adam Walker cuando, a la vuelta, fui a terminar las de August Brill.

Auster es un conocido pesimista temeroso del azar. Si en sus novelas iniciales la orfandad angustiaba a varios de sus protagonistas, y si luego pasó por novelas en que los personajes son padres que viven en el miedo de ver perder a sus hijos, ahora parece vislumbrar el final de su vida a través de personajes terminales que recuerdan su vida con oscuridad: desesperanza, soledad, remordimiento. Si además consideramos que en Auster el momento histórico que viven sus personajes es siempre un telón con influencias significativas, puede decirse que el escritor ha encontrado un filón para su pesimismo en los progresistas norteamericanos destrozados por la ruptura del 11S y la respuesta neocon que su país dio, y está dando aún, a los atentados.

Desde El libro de las ilusiones, Paul Auster parece desbordado por la necesidad de narrar. Casi todas sus novelas desde entonces acumulan alambicadas historias personales surgidas de las obsesiones típicas del autor (la metaficción, las artes como símbolo y representación de la vida, el azar como motor de la acción, el cine, el miedo a la soledad por perder los seres queridos) en una espiral de narraciones hija de una inventiva desmedida y en ocasiones francamente brillante. Todas sus novelas se estructuran como muñecas rusas, con digresiones aparentes que complican necesariamente la trama, pero sus obras más conseguidas (Leviathan, El palacio de la luna, Trilogía de Nueva York) mantenían la intriga alrededor de una historia central delineada. A partir de El libro de las ilusiones, y hasta Invisible, la construcción menos trabajada dificulta al autor salir airoso de la concatenación de parábolas metaficcionales en que se encierra (La noche del oráculo es el mejor ejemplo si además hablamos de encierro, a pesar de lo sublime de su inicio), y eso le obliga a dar carpetazo a subtramas paralelas, en un ejercicio que se puede mirar positivamente como la liberetad suprema de un autor-que-manda-sobre-sus-personajes, o negativamente como un origen de desconcierto o falta de habilidad novelesca.

Esta es la circunstancia de Un hombre en la oscuridad, que es August Brill, un anciano que imagina y escribe historias en sus noches de insomnio mientras se recupera de un accidente y de su viudez reciente en casa de su hija divorciada y en compañía de su nieta, que acaba de perder a su novio en Irak. Brill imagina uns historia en que una América paralela que no ha sufrido el 11S está en guerra civil surgida del fruade electoral Bsuh/Gore de 2000. En la historia que escribe Brill, un soldado debe buscar al escritor que imagina esta demente guerra civil, para matarlo y acabar así con el drama.

Aunque esta historia de nuevo metaliteraria sobre el poder autodestructivo de la escritura contra su autor no es novedosa, su interacción con la vivencia socioemocional de los EE.UU. respecto a los hechos más dramáticos de su último cuarto de siglo de historia es una idea demoledora, apabullante, de gran valor metafórico (¿quién escribe la historia con minúscula, quién escribe la Historia con mayúscula?), brillantísima. Pero Auster, de todos modos, da uno de sus giros argumentales y termina el libro reflexionando sobre los azares d ela vida de Brill, en un nihilismo emocional que si encuentra alguna esperanza es escasa y centrada en una familia muy cercana. Afortunadamente, evita el tono hipercalóricamente sentimental de The Brooklyn Follies.

August Brill es un hombre que ya está mirando a la parce, como lo eran los personajes de The Brooklyn Follies y, en cierto modo, el encerrado personaje cíclico de Viajes en el Sriptorium. Por eso, para los austerianos de pro, es casi un soplo de aire fresco que Invisible empiece con la voz ligera, bañada de esperanza de vida, de un protagonista de 20 años, el aspirante a poeta y estudiante de Columbia de metafórico nombre Adam Walker, aunque narre sus vivencias del año 1967 muchos años después, tras haber sido ‘invisible’ durante décadas.


Walker, un personaje que obviamente comparte rasgos autobiográficos con Auster (y cuyas filias culturales por ejemplo cinéfilas son las del autor), cae rendido a los encantos de una pareja francesa que vive en Nueva York. El hombre es un personaje mefistofélico que le ofrece trabajo y mujer entre accesos temperamentales y opiniones fascistoides, y acaba viviendo con él un giro argumental austeriano (que no voy a contar), con el que la novela cambia repentinamente de género, despoja a la historia de las expectativas y referencias que ha construido con aparente buenos mimbres, y, al empezar el segundo capítulo de la novela, cambia de narrador y de tiempo, soltando tal bofetada narrativa al lector canónico que si no fuera porque vivimos en los tiempos de Lost, quedaría patidifuso.

Empieza así la algo habitual construcción metaliteraria, menos circular y menos intelectual que las de las muy oscuras Viajes en el Scriptorium y Un hombre en la oscuridad, y en comparación, se antoja menos metaficcional. Y al no narrar decenas de historias y centrarse en una sola, resulta un texto más intrigante en el sentido convencional, y aparentemente más equilibrada que Un hombre en la oscuridad, pero de premisa menos brillante y en cierto modo de menor interés. Invisible es una desnaturalización de las tramas del Auster juvenil mediante la introducción de sus necesidades actuales. Vuelve el narrador joven lleno de sueños, culturas y hormonas, pero introduce sus ancianos enfermos de vidas llenas de pérdidas y renuncias. La densidad de las acciones y los personajes es menor, su poder casi hipnótico más superficial. Por así decir, la aventura literaria de Walker es editar una revista literaria, algo de escaso fuste cuando uno lo compara con la realidad captada cada día a las ocho de la mañana mediante una fotografía a la puerta de un estanco de Brooklyn.

Auster puede acabar como Roth o Updike y llenar novelas consigo mismo y sus fantasmas hasta que llegue a los noventa (Dios le guarde). Tal vez éste sea el destino del ‘gran novelista norteamericano’ de éxito y reconocimiento mundiales. No parece, eso sí, que vaya a aburrirnos con rijosas historias de amor de ancianos vigoréxicos con jovencitas, pero tal vez le queden mil maneras de narrar cómo ver morir trágicamente a un familiar, deprimirse y encerrarse, y recuperarse gracias a una película, real o inventada. Sí parece que los años no le vuelven amable. Más allá de su desprecio por las nuevas tecnologías, qué decir de este final de entrevista que veo en ‘Qué leer’:

- Quizás la idea de vivir una ‘experiencia austeriana’ continuará circulando en el futuro con tanta frecuencia como ahora nos referimos a una ‘experiencia kafkiana’ ¿Qué le parecería?
- Como no sé qué tipo de experiencia es esa, no puedo responderle

Paul, cariño, tampoco hace falta ponerse borde...

Paul Auster, por Lotte Henson, vía Village Voice




25 de febrero de 2010

Esta soy yo cuando tenía 10 años

Me queda seguramente muy poco que aportar a lo que ya se ha dicho en foros que leen antes (mucho antes) que yo sobre Persépolis, una de las cumbres del cómic autobiográfico.

He llegado tan tarde a Persépolis que no sólo vi su adaptación cinematográfica antes, sino que encima leí una edición en tamaño bolsillo y en inglés, comprada en un aeropuerto de la aldea global. En su día consideré la película un trabajo muy bueno, que aparentemente recogía bien la estética gráfica (blanco y negro, contrastes cara/ropa, habilidad en el dibujo de masas) y la dramática del cómic (incluida la estructura episódica), aunque no puede esperarse otra cosa dado que la autora del cómic, Marjane Satrapi, es codirectora del film. Era sorprendente su sentido del humor al describir situaciones dramáticas sin por ello caer en la astracanada o la exageración. De todos modos, los lectores anteriores del cómic no parecen poder evitar que sus expectativas no se cumplan bien, y sin embargo son aquellos críticos que no han leído el libro los que disfrutan más la película; fíjense si ha pasado tiempo: Boyero aún escribía en El Mundo)

Leído el cómic lo entiendo, y veo claros los parabienes que hacen de él un libro magnífico, y eso siempre acaba suponiendo frustración en quien lo conoce al afrontar su adaptación. Persépolis, la historia de una niña iraní nacida bajo el régimen del Sha en una familia progresista de la oposición, que se ve obligada después a vivir la revolución islamista, la dictadura de los ayatollahs, la guerra con Irak, el exilio a Europa y el retorno a su país, no es sólo una crónica personal de crecimiento y descubrimiento llevada con lucidez y ternura, ni se queda simplemente en una denuncia sociopolítica de una cadena de sistemas políticos lamentables, sino que es sobre todo una ‘aventura’ excelentemente narrada, con personajes estupendamente definidos y diseñados, secundarios dosificados excelentemente alrededor de la niña y adolescente protagonista, y con soluciones narrativas que muestran con perfecta ejecución de sus dosis de rabia, realismo y (sin embargo) contención, cómo son los efectos de una guerra sobre la población civil, o cómo es la vida de un inmigrante en Europa.
La familia de Persépolis atiende a la revolución en casa, vía El Norte de Castilla
Leyendo Persépolis me notaba peculiarmente sereno. Conocer cómo terminaría la historia, descubrir aquellos elementos que no están en el libro y sí en la película no dejaron de influirme sobre mi visión de los personajes más justos que tiene (la abuela y el padre de Marjane). Su madurez y serenidad vitales, su convencimiento de la bondad de la lucha por las causas justas, su esfuerzo por dejar un mundo más ecuánime en las peores circuntancias… Perdonen ustedes tanta ñoñería, pues el cómic no lo es, pero la historia no me indignaba en realidad por la confianza extrema en los valores de la familia de Marjane, y porque pensaba que por grandes que fueran los contratiempos, no era posible que su pensamiento no sobreviviera y se reflejara en la propia Marjane. Parte de esa serenidad se rompía en la película (de idéntica estética, codirigida por Vincent Parannaud, también autor de cómics) con el uso obvio del sonido, la música y los diálogos… Parece muy obvio, una película tiene estas cosas a pesar de tener imágenes muy parecidas y una narración que se asemeja mucho a la de una novela gráfica. Sin embargo, Persépolis la película es más ligera y divertida que el cómic gracias a que los diálogos tienen mayor relevancia al ser escuchados con una voz que les inyecta drama, ironía, o sutileza (dado el caso). ¿Puede eso frivolizar el drama de fondo? ¿O resulta inevitable que suceda? Un efecto más extraño me sucede con el uso de las canciones que se mencionan en el cómic, que Marjane escucha, algo que inevitablemente debemos pensar que es un ‘recurso’ adecuado a usar en la película. Pero no es lo mismo que Marjane escuche Eye of the Tiger en el tranquilo silencio de la página que en un sistema dolby a volumen completo.
Punk is not ded, vía Juan Pablo Andrade
No sé si esta emoción se repite en otros lectores del cómic y espectadores de la película. Pero, francamente, esto me ha dado por pensar en las tecnologías que avanzan hoy tanto, y por si en un futuro será inevitable leer cosas como Persépolis en un ebook o un iPad que incorporen directamente la música que se menciona mediante una descarga, o un streaming. No sé si la opción me agrada.
Marjane Satrapi, vía thinkspire