Julián Zugazagoitia, "Zuga": Militante del PSOE, concejal de Bilbao en el único gobierno de alcaldía socialista de su historia (el de Rufino Laiseca, entre 1920 y 1922), periodista, escritor, director de La Lucha de Clases, coetáneo de Tomás Meabe, Facundo Perezagua o Indalecio Prieto, diputado a Cortes, ministro de la Gobernación -es decir, Interior- en la Guerra Civil, exiliado en Francia, arrestado en París por la Gestapo, entregado a Franco por el puente de Irún en la misma operación que Companys, fusilado.
Zuga publicó Una vida anónima en 1927. Había escrito
biografías noveladas de Tomás Meabe y Pablo Iglesias, pero en Una vida
anónima escogió a un obrero de la fundición, en principio ficticio, oficial
reconocido, también sindicalista, recién padre. La novela cuenta la vida en la
margen izquierda, tanto en la fábrica como en los pueblos; el protagonista, por
su mala relación con su mujer, acaba mudándose a vivir a París. En ambos sitios
el tono es costumbrista en la descripción (que puede ser realista pero no llega
al miserabilismo), que se inicia con cierto vitalismo militante que adorna al
protagonista en su reciente paternidad y su compromiso por el sindicato, además
de su concepción propositiva del trabajo como oficio y acto casi moral. Su anonimato desde el título indica generalidad, por supuesto, pero probablemente también cierta modestia orgullosa.
Zuga era también deudor de Unamuno, cuyo humanismo se filtra
en las páginas, pero también en el dibujo psicológico del protagonista, un
tanto juez y un tanto parte de lo que pasa a su alrededor, y con frecuencia
oscilando entre pesimismo y vitalidad. Nuestro oficial de fundición además
adora leer, mantener su pequeña colección de veinte volúmenes, y la biblioteca
donde descubrir autores. La novela no tiene ninguna intención cultista, pero
tiene cien años, y ahí se escapan convivios, numen, azacanear, vacar, álalo...
Palabras hoy olvidadas que dan un encanto inesperado a la lectura tardía.
Es obvio que este fundidor anónimo traslada al papel las
experiencias escuchadas y en parte dramatizadas por Zuga en la margen
izquierda. Su reivindicación de una vida mejor, sin formularlo como “derechos”
tiene cierta poética idealista hoy trasnochada, pero transmite una sinceridad
roja entusiasta. No todo es ideal: su idea del socialismo feminista encerrado
no tiene hoy cabida. Y probablemente entonces tampoco, como demuestra
la historia. Pero, sin embargo, es muy estimulante su férrea y adelantada
defensa de la no violencia, su convicción de que la represión es un fracaso y
su defensa activa del diálogo constructivo. En ese particular estado mental veo
el mayor valor de la novela, que a fin de cuentas transcurre también mucho en
el pensamiento paradójico del protagonista. Pero algo corta reconozco que se me
ha hecho, lo que me lleva a considerar que realmente no existe una épica del
obrerismo vizcaíno del cambio de siglo a pesar de sus obvios valores
dramáticos. Posiblemente esté ahí la verdadera gran novela vasca por escribir,
más que en la orilla de enfrente.
Unas palabras para la edición de la editorial berez haziku: resulta audaz
rescatar a un socialista y su visión del movimiento obrero en Vizcaya cien años
después, porque es inesperado y porque no es precisamente tendencia en la
edición vasca, ni siquiera en la recuperación democrática donde estas figuras
en ocasiones están olvidadas frente a la tradición nacionalista. Esta edición
se completa con un prólogo sobre la existencia (o no) de la novela socialista y
un curioso relato final de carácter ucrónico sobre la base de que Zuga no
hubiera sido ministro ni carne de paredón, y con esa portada reveladora de El puente de
Burceña pintado por Aurelio Arteta.
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