La
filósofa alemana Svenja Flasspöhler ha publicado hace poco un libro titulado Sensible.
Sobre la sensibilidad moderna y los límites de lo tolerable. Por este motivo concedió una entrevista en el nº 6 de la
Revista Filosofía & Co, publicado en septiembre de 2023, y realizada por
Irene Gómez-Olano. La filósofa focaliza su pensamiento en un tema que atañe
a toda la sociedad, que está constantemente presente en los medios de
comunicación y en declaraciones de muchas personas, y que se relaciona
directamente con la libertad de expresión. Lo formula así: no hay ninguna duda
de que la sensibilidad ajena se debe tener en cuenta hoy más que nunca en la
relación entre seres humanos.
¿Por
qué ha sucedido esto? ¿Es bueno o malo, o, al menos mejor o peor que cuando la
sensibilidad ajena no era tan relevante en los discursos público o privado?
Parece
existir cierto consenso en que la causa inmediata de este hecho es la defensa
de la diversidad de identidades que han sido y se han sentido históricamente
maltratadas. Las personas representadas por esas identidades se han hecho
fuertes en la reivindicación de sus derechos civiles, incluidos el honor y el
respeto, y, al apelar a la mejora moral de la sociedad también en el lenguaje -como
creación de discurso y de ejercicio de poder-, ponen a la sociedad frente a un
espejo contradictorio: el de la dignidad igualitaria de todos los ciudadanos
frente al uso del lenguaje en libertad completa.
Hablaré ahora de experiencias personales: en dos episodios
públicos recientes me he sentido molesto e incluso ofendido por un uso
deshumanizador del lenguaje en entornos digamos protegidos como son las
presentaciones de libros. Las expongo para entender cómo vive este tema un
hombre de mis circunstancias, y cómo puede cambiar según su crecimiento personal y
el contexto de su educación. Se trata, como decía, de la presentación de dos
libros de análisis político y social.
El
primero versaba sobre la historia del populismo desde los años treinta del
siglo pasado, estableciendo una línea de estudio de paralelismos y diferencias
entre estas tendencias en la política europea de hace cien años, y la situación
política mundial actual en la que el populismo vuelve a estar presente. Durante
el coloquio un asistente preguntó al autor por las razones específicas del
populismo hoy. El autor respondió mencionando el neoliberalismo, la cultura
individualista potenciada por las nuevas tecnologías, y una categoría a la que
llamó el “encierro identitario”. Fue específico, hizo una pausa grave, miró con
seriedad, y deletreó, separando las letras: L G T B I, como si mencionara un
horror definitivo. Informó que al adscribirse a este tipo de identidades los
individuos se aislaban en sí mismos, eran incapaces de entender otras
realidades, eran claramente carne de cañón del nuevo populismo.
En
mi cabeza surgieron entonces varias contradicciones que tal vez debiera haber
respondido en público. Que por ejemplo hay más votantes de los populismos que
población LGTBI, que ésta es políticamente muy heterogénea, o que fenómenos
como los hombres incel se acercaban más al perfil que dibujaba que los de la comunidad
LGTBI. Esto dice Wikipedia de estos hombres:
“incel (acrónimo de la
expresión inglesa involuntary celibate, 'celibato involuntario') es una
subcultura que se manifiesta como comunidades virtuales de hombres que dicen
ser incapaces de tener relaciones románticas y relaciones sexuales con mujeres,
como sería su deseo. Las discusiones que se producen en los foros inceles se
caracterizan por el resentimiento, la misantropía, la misoginia y la apología
de la violencia contra las mujeres y contra los hombres que se suponen
sexualmente activos. El Southern Poverty Law Center describió la subcultura
como "parte del ecosistema de la supremacía masculina presente en
internet" que se incluye en su lista de grupos de odio.”
Curiosamente,
este primer libro hablaba del nazismo, cuya violencia se inició con la deshumanización
del otro mediante el lenguaje, según describió Klemperer. A mucha gente le
disgusta el acrónimo LGTBI, también dentro del propio colectivo. Les parece
frío, excesivamente político, y, en efecto, compartimentalizador, incluso algo
en lo que no se reconocen, que no apela a su historia, a sus sentimientos, a su
posición en su entorno. Pero su sencillez y accesibilidad son fehacientes
instrumentos políticos. Las personas representadas por las letras T e I lo
dicen: su visibilización política antidiscriminatoria en todo el mundo empieza
con su mención continuada dentro del acrónimo y la mayor dificultad para
dirigirse a elles por términos o palabras que consideraban despreciativos. Que
cuando un político se enfrenta al acrónimo se ve obligado a mirarles (por
cierto: este “mirarles” no es leísmo, aunque al
corrector insiste en corregirlo). Lógicamente, a este autor, por debajo
de un análisis sociopolítico fácil, le asoma un orgullo: no está seguramente en
contra de los derechos de nadie, pero cree que no tienen por qué usar
estrategias de visibilización que le molestan, ni denominarse de un modo que a
él le disgusta.
El
segundo libro a cuya presentación acudí en apenas una semana versaba sobre
Euskadi como realidad sociopolítica “decente” en la actualidad. El tema se
centraba en la batalla del relato del fin del terrorismo y sus afecciones en la
sociedad actual, pero también buscaba analizar lo social y sus problemáticas.
El entorno era muy político, y el autor hizo dos veces, muy preocupado, una
observación sobre lo que le parecía un tema olvidado del debate público; estaba
alarmado porque, inexplicablemente, la gente no habla de ello en los cafés ni
en la calle: “lo trans”. Le resultaba inexplicable que no se estuvieran
discutiendo de continuo las consecuencias de la aprobación de estas leyes.
Visto que en el turno de preguntas nadie parecía coger el guante, subió la
apuesta y añadió: “lo trans” forma parte de un interés legislativo de carácter
leninista con indisimulado anhelo de control de la población. Debo decir que
este autor es un antiguo pope de la política vasca muy conocido hace treinta
años, y se dedica ahora al análisis político.
Así,
para este politólogo, al que no se le conoce activismo ni obra anterior
centrada en los estudios de género o los asuntos de los derechos de las
minorías sexuales, y que presenta un libro sobre el relato del fin del
terrorismo, las personas LGTBI, de repente, se han convertido en un factor
clave en ese marco porque están adquiriendo derechos bajo las formas de una
dictadura comunista. La falta de contexto histórico es enorme: en cincuenta
años de presencia política en las calles y los parlamentos no es que todo haya
sido precisamente colaboración de los gobiernos en los momentos más difíciles,
como fue por ejemplo el estigma que supuso el VIH.
Así
que, en una semana, y simplemente por intentar escuchar algo de teoría y
análisis político, me encontré con que los derechos LGTBI se relacionaban a la
par con el anarcocapitalismo libertario y el totalitarismo soviético.
No
está mal.
Sé
que estas demonizaciones no son nuevas: se trata por ejemplo del mismo mantra
antifeminista de principios del siglo XX, según el cual las mujeres quitaban el
trabajo a los obreros, practicado ahora por escritores varones blancos
supuestamente progresistas, de cierta edad, generacionalmente desnortados y
que, bajo un perfil analista, resultan profundamente iliberales.
Pero
también me miré a mí mismo, porque todas estas palabras me incomodaron
profundamente. No me atreví a responder en vivo, en parte por sorpresa, en
parte por la facilidad del señalamiento como un ofendido “woke”. Lo hice
semanas más tarde en un artículo de opinión que me publicaron en prensa (puede leerse aquí).
Parecía un modo adecuado, responder a escritores con
un texto que probablemente no hayan leído, porque no di oportunidad de
mencionar sus nombres ni sus títulos.
Hasta
ahora he explicado mi estado, pero en realidad yo
nunca he tenido la piel fina a la hora de aguantar excesos verbales que
inevitablemente he vivido como hombre gay, y que no ha sido raro que
respondiera, alguna vez incluso con posible peligro hacia mí. Y en realidad
disfruto entre cisheteros (por supuesto, no delante de cualquiera) de formas y chistes
de mariquitas, que con frecuencia soy yo el que narra (de nuevo, por
supuesto, no delante de cualquiera), y no considero precisamente que traicione
a nadie por ello. Pero, ¿acaso tengo ahora menos paciencia?
¿Por
viejo? ¿Porque estoy más sensible? ¿Porque los tiempos han cambiado y tras las
reivindicaciones tipo #MeToo y #MeQueer no me da la gana mirar todo por alto si
es que acaso veo una intención claramente agresiva? Igual no tenía la piel más
dura antes, igual antes simplemente asumía un rol social no sometido pero
individualista.
Ahora
bien, ¿tan fuerte es el poder de la palabra, de la expresión, de la
denominación? ¿Cuál es el límite entre la libertad de expresión, la
incorrección política, la mala educación, y la ofensa? Las propias leyes de
nuestro país demuestran que no es un debate cerrado. Me propuse buscar las fuentes originarias, y acudí a John Stuart Mill, autor
de Sobre la libertad. Y, ¿qué dice el filósofo liberal, hace 175
años? Pues estoy tentado de decir que casi lo
resuelve todo…
“Imponer silencio a la expresión de
una opinión constituye un robo a la especie humana, a la posteridad tanto como
a la generación existente, a los que se apartan de esa opinión aún más que a
los que la sostienen.”
“La libertad completa de
contradecir y desaprobar nuestra opinión es la condición necesaria para que
podamos afirmar su certeza en la práctica de la vida; el hombre no puede por
ningún otro procedimiento tener la seguridad racional de que posee la verdad”.
Es
decir, sin una opinión contraria o al menos discordante no encontrarás modo de
confrontar tus ideas. A pesar de aparentar una clasificación dicotómica que
pudiera llevar a una gramática de identidad por oposición, no deja de ser
cierto que en un mundo ideal en que todo el mundo piense lo mismo probablemente
no habrá libertad de expresión.
“El hombre es capaz de rectificar
sus equivocaciones por la discusión y la experiencia. No por la experiencia
solamente: Es necesaria la discusión para mostrar cómo debe interpretarse la
experiencia”.
O,
dicho de otro modo, no aprenderás sin un sentido crítico aplicado a lo que son
tus postulados.
“Que la verdad triunfa siempre de
la persecución es una de esas mentiras que se alegan y que los hombres se
repiten los unos a los otros hasta llegar a convertirse en lugares comunes que
rechaza toda experiencia. La historia nos muestra a la verdad constantemente
reducida al silencio por la persecución, y si no desaparece del todo puede
retrasarse cuando menos algunos siglos”.
Es
decir, desengáñate, la verdad no prevalece por sí misma. Si no la defiendes,
tienes una responsabilidad. Esto contiene un prurito moral, pero al modo del
imperativo kantiano, exige sin considerar el conocimiento de las condiciones
del entorno.
“En cuanto a lo que se entiende
comúnmente por discusión sin límite alguno, a saber, las invectivas, los
sarcasmos, los ataques personales, etc... La denuncia de estos procedimientos
sería mejor acogida si se propusiese prohibirlos para siempre y por igual para
ambas partes. La injusta ventaja que puede obtener una opinión discutiendo de
esta manera perjudica casi únicamente a ella más que a sus contrarias. El medio
más reprobado que puede emplearse en una polémica es estigmatizar como hombres
peligrosos e inmorales a los que profesan la opinión contraria.”
Yo
estoy de acuerdo, pero describe un ideal. Mi objeción se refiere a la igualdad
de quienes vierten opiniones y aquellos que son el objeto de las mismas: no
todo el mundo tiene altavoz o micrófono o habilidad para responder a los
ataques. No es lo mismo la invectiva entre políticos en una (posible) situación
de igualdad entre pares, que si una de las partes no es capaz de dar respuesta.
Porque se siente dolido injustamente, porque responder supone un sacrificio que
para el contrario no existe, porque se encuentra en situación de debilidad. El
mundo real es difícil para quien tiene estos recursos. Para el que no los tiene,
esta discusión sin límte es un sueño, un imposible.
John Stuart Mill, uno de los padres del liberalismo moderno
“Por esto el interés de la verdad y
la justicia reclama con urgencia prohibir el uso de un lenguaje insultante; y,
aun si fuese preciso escoger, sería mucho más útil reprobar los ataques
ofensivos contra las creencias libres que contra la religión del Estado. Es
evidente, sin embargo, que ni la ley ni la autoridad tienen que intervenir en
estas prohibiciones, y que el juicio de la opinión debería determinarse, en
cada caso, por las circunstancias de cada momento. Debe condenarse a un hombre,
cualquiera que sea el punto, siempre que en su alegato se trasluzca la falta de
buena fe, la malignidad, la hipocresía o la intolerancia del sentimiento.”
Aquí
la confianza de Mill en la opinión pública es excesiva, y se ha demostrado sólo
parcialmente efectiva. No es que él mismo no viviera la sátira o que la
situación política bajo la aparente estabilidad victoriana no tuviera sus
polarizaciones. Pero también escribe antes del uso indiscriminado y
polarizador, cuando no deshumanizante, de la propaganda del siglo XX y de la
postverdad del siglo XXI: hay entornos en que la buena fe es algo inentendible,
inocuo, una fruslería inútil... ¿Qué más le da a los objetivos espurios de un
mentiroso, un populista o un totalitarista la buena fe de nadie?
Mill
ahora se baja del anterior imperativo sobre la verdad: la respuesta global es
imposible y la ética del acto debe considerar las circunstancias en que el acto
se ejecuta. Probablemente y dado lo general de su discurso, Mill tiene en mente
la consideración a la afección de la libertad individual, pero, por otro lado,
tiene un matiz relativista y lógico, dado que el relativismo permite seguir
adelante ante las condiciones cambiantes del mundo.
Termino
con dos puntos:
Hace
poco escribí un texto sobre un libro que trataba de la discapacidad (aquí). Lo compartí
en mis redes y grupos y en este caso lo hice con personas que sé que trabajan
en este tema con cierto grado de involucración. A pesar de que cómo llamar a
las personas con discapacidad es un tema de actualidad debido a la modificación
que se ha realizado en la Constitución Española para eliminar el término
‘disminuidos’, en el texto se coló un ‘mujeres discapacitadas’. Bueno, éste es
el mensaje que recibí por parte de una lectora del texto:
“Por fa GoioBorge cambia mujer discapacitada
por mujer CON discapacidad!!!! Como mujer con discapacidad me flagela y me hace
estremecer”
Cuando
se recibe un mensaje de este dolor, pienso que la única actitud posible es la
disculpa, el admitir el desconocimiento o el error, y la modificación. Y que
eso no atenta contra la libertad de expresión, sino que ayuda a una mejor
integración de quienes, por sus características o por sus recursos, tienen
menos acceso a poder expresarse. Creo que el ejemplo vivido en mis propias
palabras es útil para entender que esto es una cadena que involucra a toda la
sociedad, y que ante la presencia y la queja de la persona discriminada que
alza la voz debe prevalecer el reconocimiento de la dignidad, y la admisión de
que el lenguaje, sí, es modificable en favor de un mejor reparto de su poder.
Mi
punto final quiere volver a la autora que mencionaba al principio de este texto.
Flasspöhler habla del dolor de las heridas que tenemos y que nos conmocionan,
como aquellas que hacen que el lenguaje nos haga daño. Transmito aquí las
palabras de la autora en la entrevista:
“En mi libro se desarrolla un diálogo ficticio
entre Nietzsche y Emmanuel Lévinas. Lo importante para mí era, entre otras
cosas, dar la importancia de la ubicación desde la que se habla. Nietzsche, que
no pertenecía a ningún grupo marginado y no sufrió persecuciones ni amenazas,
abogaba por tolerar las experiencias dolorosas y crecer con las crisis. Pero el
pensamiento de Lévinas tiene otro punto de partida. Lévinas era judío. Su
familia fue asesinada en el Holocausto. Con un trauma así no podía desarrollar
una filosofía como la de Nietzsche, de modo que también la herida tenía para él
un sentido totalmente distinto: hay que dejarla abierta en aras del recuerdo,
que tal crimen contra la humanidad no vuelva a repetirse jamás. ¿Qué se
desprende de ello para nuestra época actual? Evidentemente, nosotros, como
sociedad y como comunidad internacional, debemos procurar que un crimen como el
Holocausto nunca vuelva a producirse. Y, por supuesto, también hemos de
intentar que las personas no sufran discriminaciones racistas o sexistas.
Lévinas nos puede servir aquí como referencia. Pero, por otro lado, y aquí es
donde entra Nietzsche, no podemos preservar a las personas de todos los
sentimientos desagradables. Tal y como expongo en mi libro, la noción de trauma
se ha vuelto muy amplia y también se ha subjetivado. Se considera traumático lo
que daña la integridad personal. Pueden ser palabras, una mirada
malintencionada, un indeseado roce en la rodilla en el bar de un hotel... ¿Cómo
va a proteger la sociedad a las personas de todas las experiencias
desagradables sin privarlas de su libertad? Por tanto, la cuestión central es: ¿cuándo
debemos cambiar las estructuras sociales, según Lévinas, y cuándo debemos
trabajar en nosotros mismos, según Nietzsche?”
Hay
métodos para ello, hay que saber buscarlos.
Svenja Flasspöhler en la revista Filosofía&Co, no. 6