Una amiga un tanto puñetera me regaló este librito, El arte de
tener siempre razón, en que Arthur Schopenhauer explica hasta 38 estratagemas
para hacer prevalecer la opinión propia en una discusión. Estratagemas para
confundir, para avergonzar, para defenderse o para atacar al rival dialéctico,
considerando tanto nuestra y su capacidad como la de la audiencia que sigue la
discusión, con el único objetivo de triunfar en la discusión, independientemente
de si nos asiste la verdad o no. De hecho, esto es irrelevante para la
dialéctica (frente a la lógica), y es más, se trata también de dar herramientas
a aquellos que teniendo razón son incapaces de defender sus ideas con
argumentos frente a oponentes dialécticamente superiores. A continuación, unos
ejemplos gratuitos:
Hacer muchas preguntas
a la vez y ampliar el contexto para ocultar lo que verdaderamente se quiere
admitir
Hacer enfurecer al
adversario
Si se trata de un
concepto general que no tenga designación propia y que deba ser denominado
alegóricamente con un tropo, escoger de modo que sea favorable a nuestra tesis
[…] Esta es la estratagema que se usa más a menudo, instintivamente.
Proselitismo = fanatismo. Desliz o tontería = adulterio. Equívocos =
obscenidades. En una situación delicada = arruinado. Influencia y relaciones =
corrupción y nepotismo. Sincero agradecimiento = buena remuneración.
En caso de argumento
especioso o sofístico del adversario por el que no nos hemos dejado engañar,
podemos sin duda echarlo por tierra lo que tiene de insidioso y falaz. Pero es
preferible oponerle un contraargumento igual de especioso y sofístico a fin de
ajustarle las cuentas.
Una estrategia
brillante es la retorsio argumenti:
cuando el argumento que el adversario quiere utilizar para sus fines puede ser
aún mejor si se vuelve contra él. Por ejemplo, dice: Es un niño, hay que
ser indulgente con él, retorsio: Precisamente porque es un niño hay que
castigarle, para que no se encierre en sus malos hábitos.
…alegar la propia
autoridad en lugar de dar razones válidas. El contraataque consiste en decir: Permítame,
pero dada su gran capacidad de penetración, debe serle fácil comprenderlo; todo
esto se debe a la mala calidad de mi exposición, y en repetirle machaconamente la cosa de modo que se vea obligado, nolens
volens (de grado o por fuerza), a
comprenderla y resulte claro que antes efectivamente no comprendía nada. Así hemos
replicado. Quería insinuar que decíamos sandeces y le hemos demostrado su
necedad. Todo ello con la cortesía más perfecta.
Si uno se da cuenta de
que el adversario es superior y de que uno no va a ganar, hay que decir cosas
descorteses, ofensivas y groseras. Ser descortés consiste en abandonar el
objeto de la disputa (puesto que se ha perdido la partida) y atacarle de una
manera o de otra en lo que él es: a esto se le podría llamar argumento ad
personam para distinguirlo del argumento ad
hominem. […] Esta regla es muy apreciada,
pues todo el mundo es capaz de aplicarla, y por lo tanto se utiliza a menudo. Ahora
se plantea la cuestión de saber qué respuesta puede usar el adversario. […]
Sería un grave error pensar que basta con no ser uno mismo descortés, pues al
demostrar tranquilamente a alguien que está equivocado y que por consiguiente
juzga y piensa de forma errónea, lo que sucede en toda victoria dialéctica, se
le hiere aún más que con palabras groseras y ofensivas […]. También en eso una
sangre fría puede ser saludable. En cuanto el adversario pasa a los ataques
personales, hay que responder entonces tranquilamente que eso no tiene nada que
ver con el objeto del debate, volver a éste inmediatamente y seguir
demostrándole que se equivoca sin prestar atención a sus palabras ofensivas, o
sea, en cierto modo, como dice Temístocles a Euribíades: golpea, pero escucha.
Pero esto no puede hacerlo todo el mundo.
Este disfrutable librito, lleno de gozosos latinajos y
expresiones ad rem y ad hominem, es lúcido, irónico y francamente revelador,
por no decir que muy útil para quien guste de enredarse en discusiones. Su cinismo
no es tal pues como ensayo científico acota excelentemente su estudio de
objeto, que no es la verdad ni la manera de alcanzarla. Pero obviamente supura
cierto desencanto personal ante la condición humana, centrado en el
pensamiento, nuestra relación con él, y su influencia en los que nos rodean y
su manera de pensar.
Soy consciente de lo que me quería decir mi amiga con el
regalo del libro. A fin de cuentas, desde hace catorce años participamos en
foros de discusión donde peleamos por nuestras posiciones respecto a muy
variopintos temas entre nosotros y con más amigos (aka oponentes dialécticos)
en ocasiones con fervor digno de mejores causas. Este libro recoge estratagemas
que he usado y que he visto usar, posiblemente sin el grado de consciencia que
expone Schopenhauer, pero que, a pesar de todo, creo que nos han ayudado más de
una vez a encontrar las distintas facetas de la verdad de lo que Schopenhauer
sospecha. Tal vez su libro tiene más peligro si se expone junto a las tertulias
gratuitas, políticas o del corazón, con que nos obsequian en los medios,
probablemente por no cumplirse esta regla casi última:
La única respuesta
segura es, pues, la que Aristóteles indicó en el último capítulo de los
Tópicos: no debatir con el primero que llega, sino únicamente con las personas
que uno conoce y de las que sabe que son suficientemente razonables para no
ponerse a soltar absurdidades y a cubrirse de ridículo.
El mayor de los pesimistas, el más libre de los peinados