John Maxwell Coetzee me había fastidiado un tanto en los últimos libros que había leído de él. Frente a Desgracia, Esperando a los bárbaros, o Vida y tiempo de Michael K, los escritos en que Coetzee hacía aparecer a la extraña Elizabeth Costello me parecieron literatura cansina. Parece que Coetzee reconoce que se le ha acabado la capacidad para la ficción. Su personaje de Diario de un mal año lo menciona directamente, que tiene que escribir opiniones (supuestamente ‘fuertes’) porque ya no puede conseguir la concentración necesaria para una historia ajena completa y compleja, a pesar de seguir teniendo la necesidad de escribir. Y Elizabeth Costello o Slow Man ya mostraban esto. Un cierto camino agotado en que Coetzee parecía tender a acabar como el típico escritor engreído y enfadado de la Nueva Inglaterra que invariablemente encuentra el amor –o al menos la satisfacción- de jovencitas… Pero estoy seguro que una comparación con Updike o Roth no sería de su agrado.
Coetzee no ha abandonado el hemisferio sur aunque haya viajado de Sudáfrica a Australia para establecerse. Pero parece que sí ha abandonado la novela como tal, o, mejor dicho, está retorciendo otros géneros para ficcionarlos como novelas, dando giros inhabituales a las posibilidades del cambio de punto de vista. En Diario de un mal año se trata de la forma más fácil de ensayo: el simple vertido de opiniones sobre temas digamos serios de la actualidad. Con una profundidad variable según los temas, con una documentación poco exhaustiva, como lo que cualquier opinador semiinformado podría dar hoy en un blog (modelo actualmente más extendido e interesante antropológicamente que el tertuliano de radio, al que empiezo a considerar superado). Coetzee, o su alter ego, dice con frecuencia cosas hermosas o suelta opiniones interesantes y muy lúcidas, pero también se pone demagogo y a veces dice tonterías.
Todo ello no es lo importante o realmente interesante en el libro -aunque a quien no haya leído a Coetzee con anterioridad le pueden llegar muy bien-, sino que esas opiniones están dadas por un octogenario que las dicta a una cinta para que una joven y atractiva vecina las transcriba. El hombre sufre un (predecible) interés por la muchacha, que no le corresponde aunque le respeta, y que tiene un novio tiburón de las finanzas que se ríe de la situación y planea aprovecharse del anciano. Y a la vez que leemos las opiniones de este, en la misma página Coetzee escribe una pequeña ficción sobre cómo vive la pareja la relación con el anciano, de modo que puede verse la evolución de este triángulo de manual de folletín desde tres puntos de vista. Puede escogerse leer cada una de las partes en solitario, pero curiosamente se vuelve aburrido. Sin embargo, comprobar la evolución de las opiniones en las personas, su modo de ver la vida y de comportarse, y al revés, es peculiar y atractivo, y fluye bien. La sensación de leer tres textos a la vez es grande, y, aunque existen, los paralelismos e influencias directas entre las opiniones y la historia de las tres personas son sutiles y no obvios, lo cual es muestra de buen oficio. Queda como idea del propio Coetzee en contra de sí mismo que no es posible opinar sin el mundo alrededor (o lo que es lo mismo, que todas sus opiniones descreídas e importantes cambiarían seguramente si pudiera consumar con la muchacha). Y al revés, claro, aunque esta ya no es una ‘miseria’: la vida está influenciada por las opiniones de intelectuales y demás teóricos de por dónde debe ir el mundo. Es una buena idea, fascinante por momentos, de ejecución arriesgada, y de resultados apetecibles. La simplicidad de la historia y su escasa profundidad es la que permite que el libro sea así, y es coherente con los personajes, y puede considerarse que no hace al libro grande; sin embargo, precisamente el contraste de esta humana frivolidad con la seriedad de las opiniones del autor es lo que puede argumentarse como especialmente conseguido. Un Nobel que se sitúa al borde, sí señor…