22 de marzo de 2020

Violeta es un color



Hace unos meses, esta novela gráfica tuvo cierta repercusión en el mundo del cómic por ser la primera vez que se representaba visualmente el universo de los campos de concentración de personas LGTBI durante el franquismo, amparados por la legislación sobre vagos y maleantes. La acción de El Violeta transcurre sobre todo en Valencia, donde un chico trabajador de una fábrica de turrones es víctima de una trampa por parte de un policía en el cine Rufaza, lugar de citas de homosexuales de la ciudad. La tortura para confesar nombres de otros violetas, la deriva a cárceles o al campo de Tefía en Fuerteventura, son resultado de la confianza del muchacho, Bruno, en su tía Julia, quien de buena fe usa contactos que cree buenos para reconvertirle, con resultados obviamente nefastos. Un giro de guion a no revelar impide que Bruno no acabe en Tefía y le obliga a caminar por la vía correcta de la vida, hasta que su pasado le alcanza cuando llega la transición a España.

La turronería (vía)

En El Violeta el aire autobiográfico parece relevante. Es un tono que se adivina porque el medio es desde hace años refugio de la autoficción, y porque el cómic de temática LGTBI dispone de enormes clásicos al respecto, como Stuck Rubber Baby ó Fun Home. Sin embargo, uno de los autores del guion (el escritor y editor Juan Sepúlveda) menciona al final del texto que todos los personajes son ficticios excepto la bondadosa tía Julia, a la que rinde homenaje obvio a pesar de su tremendo error; la fábrica de turrones es también un lugar real, del que el volumen recoge antiguas fotografías. La expectativa de identificación del lector LGTBI se diluye relativamente, pero la existencia de la misma es ineludible en una crítica o reseña emocional (la emoción es también una buena razón para reseñar).

La cárcel, en Valencia (vía)

A pesar de transcurrir en lugares donde la luz no falta, El Violeta opta por un tono sombrío, en gran parte derivado de una acción en interiores: el cine, la comisaría, las diferentes casas de Bruno, etc… acorde también con el carácter moralmente inaceptable de la homosexualidad en aquellos tiempos: es por ello algo que ocurre a oscuras. Los pasajes que suceden en Tefía, a pesar de ser exteriores, transmiten también tenebrismo. El libro no llega al miserabilismo imperante en parte de la literatura que se practicaba en España en los mismos años en que se sitúa la acción, pero las situaciones reflejadas bordean un justificado dramatismo. Si no llega al tremendismo es obviamente porque el punto de vista tiene sesenta años más, y porque no necesita refugiarse en el analfabetismo y el retraso de la sociedad para construir una crítica al régimen, que ya no necesita ser velada. Pero, tal vez resultado de esta tendencia, no existe prácticamente posibilidad de sensualidad en la armarización social y familiar a la que obliga el contexto, y Bruno es alejado decididamente de cualquier atisbo no ya de felicidad, sino de alegría, por momentánea que esta pudiera ser, y, en ese sentido, El Violeta es canónico en una de las representaciones culturales mayoritarias del mundo LGTBI: todo es dureza, no hay pareja feliz posible, no hay una construcción antitética de la realidad ficcional mayoritaria, con una imposición del realismo oficial, y cierta negación de la intimidad sexual, convertida siempre en tema público: objeto de análisis social, laboral, etc…

El campo de concentración de Tefía (vía)

Sin duda España representa uno de los mayores saltos en legislación igualitaria del mundo. De la situación realista y creíble (y probablemente suavizada) de El Violeta a la legislación del matrimonio igualitario y las leyes (de momento autonómicas) de igualdad LGTBI apenas ha pasado medio siglo: de una situación verdaderamente lamentable a una de las mejores del mundo para el colectivo LGTBI, sin que esto no suponga que existan aún severos problemas de acoso y discriminación. El Violeta nos recuerda, casi nos abofetea con ello, la ausencia de una memoria histórica LGTBI. O, si se prefiere así, el ninguneo de la realidad LGTBI y su inserción en la Historia no ya de las libertades civiles, sino de la propia especie humana. Es, en ese sentido, un libro ilustrador y pionero a considerare con seriedad.

Juan Sepúlveda Sanchís (en la foto), Marina Cochet, y Antonio Santos Mercero, son los autores de El Violeta

13 de marzo de 2020

ABC de arte



En 2018, el Museo de Bellas Artes de Bilbao celebró su 110 Aniversario. Para celebrarlo organizó una exposición que comisionó el escritor Kirmen Uribe, organizándolo mediante un abecedario de diferentes conceptos. ABC. El alfabeto del museo de Bilbao es el libro publicado con motivo de aquella exposición, que compré porque la misma me había entusiasmado.

Aurelio Arteta - Regatas de traineras en San Sebastián

Como la exposición, el libro es también un trabajo excelente. No goza, claro está, del alto impacto estético de una visita al museo, pero además de ser un objeto bello, útil como recordatorio de la exposición, pero también como repositorio de obras imprescindibles de este museo, Kirmen Uribe ha escrito unos textos para cada entrada de su abecedario particular que son breves, poéticos y altamente evocadores por connotativos. Uribe no pretende competir en la liga de los expertos en arte ni de los comisarios de exposiciones. Es más bien un aficionado asiduo de gran cultura y artista de otra disciplina, que aplica a una selección de obras fundamentalmente pictóricas (también hay escultura o fotografía), con varias de las cuales tiene además una relación emocional por haber visitado desde niño el museo con frecuencia.

Rogelio de Egusquiza - Tristán e Isolda

El resultado es inesperadamente inspirador. Cada entrada correspondiente a una letra del alfabeto (incluyendo dígrafos vascos como ts, tx y tz) se relaciona con un concepto determinado; el autor no describe necesariamente cada obra de las que configuraba la sala de esa letra en la exposición (aunque están todas recogidas en el correspondiente capítulo del libro), sino que se detiene en algunas, trabaja el concepto a veces en términos estéticos, otras en históricos y otras en filosóficos, aportando también especificidades vascas y bilbaínas, pero sin aparataje identitario al respecto, y con uso también habitual de un foco literario. Así, Uribe muestra una sensibilidad receptiva holística, que transmite con sencillez y eficacia un profundo amor por el museo y sus obras, y un respeto consciente por el valor del arte y su capacidad de otorgar significado al hombre y a la historia.

Joaquín Sorolla - Retrato de Unamuno

Aunque el recurso al alfabeto no es nuevo, y es probable que se haya usado antes en museística, lo cierto es que para quienes conocemos el museo y sus obras por haber pasado tantas veces por sus salas, el impacto es grande: el descubrimiento de otras lecturas no académicas, y el espejo de la mirada evocadora a otras artes, otras realidades y otras posibilidades que alcanzan tanto la exposición como el libro me parecen de un valor difícil de calcular, y, en cierto modo, me reafirman –recordando también a Jorge Wagensberg y el método artístico para alcanzar el conocimiento que proponía- en que el arte, por inútil que sea, es parte ineludible de la vida incluso para quien no lo mira.

Kirmen Uribe en foto de Santos Cirilo (vía)

3 de marzo de 2020

Galán



Hace pocos años y gracias a la biografía de Eduardo Haro Ibars, supe que Diego Galán había tenido una vida más peculiar de lo que parecía. En casa tenía un ejemplar de Jack Lemmon nunca cenó aquí, una crónica de sus años al frente del ZInemaldia en los años 80 y 90, cuando consiguió relanzarlo internacionalmente, asegurarle la categoría A, y luchar contra la endemoniada situación política del momento. Lo consiguió más por la vía del estrellato –con la instauración del Premio Donostia como hito principal- que por la calidad artística, y siempre me pareció que el libro, y su título, irían por ahí. A mi cinefilia poco mitómana se le antojaba sospechable que el libro me interesaría poco. Fue un regalo, que me hicieron por haber sido durante una década visitante del Festival, a veces acreditado gracias a Aux o BiFM. Pero esa referencia a una juventud cinéfila no acabó de animarme a la lectura. En 2019, sin embargo, murió Diego Galán en Madrid, y dado que su paso por Donostia sigue siendo su legado más reconocible, me convencí de que no habría mejor oportunidad.

Bette Davis (vía)

Desafortunadamente, mi previsión se ha cumplido y el libro me ha gustado poco. Creo que Galán adopta una escritura demasiado correcta que a veces resulta gazmoña e incluso rancia (en cierto modo, que Pérez Reverte escribiera la introducción y la terminara con diciendo que íbamos a tener una ‘feliz proyeción’ ya lo anticipaba). Esta corrección evita que el autor caiga en el cotilleo, pero la contrapartida es un texto insulso y sin carga alguna de profundidad, donde las contradicciones entre la cinefilia dura y las concesiones a la industria norteamericana y sus imposiciones se resuelven con cierto punto de arrogancia, que se muestra cuando se es displicente con el gran mundo que a veces se les aparece a los mortales, entre los que obviamente se incluye. Todas las posibles aristas de estas situaciones quedan sepultadas bajo una bonhomía que pretende ser señorial y que acaba convirtiendo el libro en un catálogo de famosos haciendo tonterías por los escenarios de la heroica ciudad. Que si uno baja las escaleras, que si la otra tiene una asistenta astuta, que si alguien hizo un chiste sobre el Cristo del Urgell… El caos inherente a la organización de un festival es sólo un elemento resignado, y las vicisitudes de los jurados, la crítica y al organización siempre hacen un guiño de complicidad ramplona al lector, un ‘ya nos entendemos’ impostado y que no comparto ni el fondo ni en la forma. En fin. Incluso la discreción puede ser literaria, supongo que con herramientas como la ironía o la connotación, pero no. La escasa reflexión sobre el placer perdido del espectador que Galán tenía con el cine antes de dirigir el festival apenas alivia este sabor.

Gregory Peck (vía)

No obstante, concedo a este estilo un valor notable, probablemente inesperado, en algo que su autor preferiría no haber tenido que reseñar: el inagotable impacto de las acciones políticas que el Zinemaldia tuvo que soportar como escaparate de Donosti y del País Vasco al mundo que era. La cotidianeidad que Galán y blandura dan a diferentes sucesos (manifestaciones en las sedes, personas que subían con pancartas a las presentaciones, avisos de bomba, altercados que encerraban a organizadores y estrellas en un teatro, un restaurante o un coche, peticiones de suspensión del festival, cortes de calles, quema de contenedores, etc…) es casi la misma que da a sus desfiles de estrellas, jurados y películas: un amalgama de aburrimiento, repetición y resignación. ¿Cómo pudimos vivir así? Bueno, porque se puede, con pereza, miedo y aceptación se traga todo. A Galán la situación política le condicionaba de continuo y la solventó negociando con sus posibilidades. Lo explica de nuevo sin pasión, sin profundidad, con unos términos algo olvidados ya, sin interés verdadero: el paisaje era así y ahí estaba, tan inamovible como ese Cristo del Urgell. Amarga foto, proyección no tan feliz.

Bueno. Descanse en paz Diego Galán. Creo, por las películas reseñadas, que estuve en las tres últimas ediciones que dirigió. Y sin duda dejó el Zinemaldi preparado para el futuro. Este último es un juicio anodino, realista, e intencionado.

Diego Galán (vía)