¡Don DeLillo! ¡Mi primer Don DeLillo! Sinceramente, he leído
la novela porque David Cronenberg ha basado su última película en ella. La película se ha estrenado en el Festival de Cannes y tiene reseñas
enfrentadas (lo cual es estupendo, por supuesto). DeLillo tiene fama de autor
primordial y en la cumbre de las letras norteamericanas. También de retratista
acerado de la postmodernidad, y, por lo que veo en Cosmópolis, de forma merecida.
Cosmópolis es la
odisea absurda de Eric Packer, joven millonario inversor que decide un buen día
ir a cortarse el pelo al otro extremo de Nueva York en su limusina proustificada.
En su coche va siguiendo la cotización del yen, en el que está invirtiendo
fuertemente a pesar de su descenso continuado en el mercado de divisas,
mientras diferentes episodios entre lo lisérgico y lo onírico se suceden: de
una visita inesperada a su amante a sus conversaciones con su directora de
estrategia, pasando por una manifestación antiglobalización en la ciudad.
En la tradición judeocristiana el corte de pelo acaba simbólicamente con la fuerza del macho (vía)
DeLillo dibuja el caos obvio de la modernidad en un tono
libre y despegado de la crónica realista; en su experiencia en este libro no
aparecen las drogas o el alcohol como motor de acción o conocimiento (aunque
pensar en Burroughs o Thompson como influencias es posible). Estos motores son
el puro desmán (y avaricia) socioeconómico en un entorno incomprensible para
los personajes que lo habitan, y el sexo, siempre de satisfacción
exclusivamente inmediata y paradigma de la falta de placer en el mundo, aunque
esto no sea presentado como drama ya que tampoco hay tiempo para ello.
Frente a un narrador más desatado como Palahniuk (no sé si
mirarme el ver al bueno de Chuck por todas partes), de cuya influencia sobre Cosmópolis (2003) es lícito dudar ya
que para cuando apareció Fight Club (1996)
DeLillo ya llevaba mucho tiempo en la literatura, Cosmópolis se centra en la peripecia aparentemente única de un
personaje central que vive con intensidad un desorden físico y mental asociado
a estructuras que fueron creadas por individuos que ahora no las entienden.
Para Packer no hay salida, sino un destino claro ya desde el primer tercio del
libro, que avanza extrañando al protagonista tanto como al lector, retorciendo
el hilo argumental y rompiendo la continuidad. No es por ello una lectura
sencilla, pues apela con facilidad al subconsciente con que también podemos
interpretar el mundo, y propone al lector una dimensión en la lectura distinta
a una narración convencional.
Quiero hoy destacar dos textos, dado el sentido que
adquieren en el contexto en que estamos. En el primero, Packer habla con su
ideóloga, que es crítica con el sistema. En el segundo, la juzga. Lo hace
lanzando un dardo a los movimientos antiglobalización, cuyo paralelismo en esta
década serían los indignados. Al leerlo, dan ganas de repensar mucho.
-Queremos pensar en el
arte de hacer dinero –dijo ella. Estaba sentada en el asiento de atrás, el suyo,
el sillón del fondo. Él la miró y siguió a la espera
-Los griegos tienen un
término para designarlo.
Siguió esperando
-Crematística –dijo
ella-. Pero es un término al que debemos dar cierto margen, adaptarlo a la
situación actual. Porque el dinero ha dado un vuelco. Toda la riqueza ha pasado
a ser riqueza por y para sí. No existe otra clase de riqueza si de veras es
inmensa. El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal como le sucediera
a la pintura hace ya tiempo. El dinero habla sólo para sí mismo.
-La cultura del
mercado es total. Genera a esos hombres y mujeres. Son necesarios para el
sistema que desprecian. Lo dotan de energía y concreción. El impulso que los
mueve pertenece al mercado. Son producto de cambio en los distintos mercados
del mundo. Por eso mismo existen, para refortalecer y perpetuar el sistema.
Don DeLillo, fotografiado por Shoona Valeska (vía)