La vida y obra de los científicos de principios del siglo XX es en general apasionante. Yo empecé a degustarlo como subgénero en la universidad, mientras sus descubrimientos aparecían en diferentes asignaturas de la carrera de Químicas, cuando ideas como el principio de incertidumbre o la dualidad onda-partícula me fascinaban; me parecía obvio que trascendían la ciencia y se acercaban a la filosofía y al arte, y, como deducciones de hombres cuya dedicación y profundidad superaban la falta de medios y tecnología con brillantez teórica y pasión experimental, los creía entre las cumbres del desarrollo humano. Súmenle la aparición de las vanguardias, o la edad de oro de la literatura internacional, y díganme si aquellos años no fueron un descomunal Renacimiento.
Marie Curie era una de aquellas personas, prácticamente la única mujer, y aunque su nombre no se encontraba detrás de ninguna de esas grandes teorías, su aura mítica era indiscutible: era pobre, inmigrante, abnegada, y como mujer no hubiera podido posiblemente desarrollar carrera alguna de no ser por su matrimonio con Pierre Curie, un físico experimental que ejercía de profesor en una escuela mediocre de París en la que los Curie llevaron a cabo sus trabajos principales. Y en esas condiciones, sin permitirle ser académica en Francia, enviudando joven y con dos hijas, ganó dos Premios Nobel, nunca dejó de estudiar y aprender, ayudó personalmente en la Primera Guerra Mundial a la causa francesa con una incipiente unidad móvil de radiología, y viajó por medio mundo, incluyendo una España republicana a la que deseó lo mejor. Su mito superó sin duda a la mujer, y parece ser -y esto decepciona algo-, a la científica.
Una foto casi fantasmal de Albert Einstein y Marie Curie, extraída del magnífico archivo de Emilio Segré
Este libro se titula Marie Curie y su tiempo y está escrito por José Manuel Sánchez Ron, cuyos artículos de literatura de ciencia y divulgación suelo leer. Es académico de la RAE (que suele ningunear de siempre a la ciencia y tecnología, algo coherente con el país pero absurdo en estos tiempos, que sólo remedia actualmente con Sánchez Ron y Margarita Salas). Hace años leí su apasionante y muy recomendable El poder de la ciencia, una magnífica historia social, económica y política de la ciencia en los siglos XIX y XX. En su libro sobre Marie Curie ha planteado el tema de manera impecable, superando la tentación de una hagiografía imposible dado que la documentación es suficiente para comprobar las zonas grises de Marie Curie (su escasa fuerza teórica, su reivindicación de ideas científicas que en realidad no propuso, la posible exageración de sus méritos para el segundo Nobel), y haciendo un hincapié importante en el su tiempo del título, en el hecho de que los logros de Curie y su familia (descubrimiento de radio y polonio, visión industrial de la radiactividad, desarrollo inmediato de aplicaciones médicas) son indisociables del entorno socio-científico que les rodeaba. Sánchez Ron no tiene además miedo a hablar directa pero comprensiblemente de ciencia, de radiactividad, pues sin entender determinados detalles científicos tampoco es posible entender a quienes ejercen la ciencia.
En algunos de esos detalles se encierran las principales joyas arrancadas por este libro a la historia: la radiactividad, descubierta por estajanovistas como los Curie en un laboratorio lóbrego, pareció condenada siempre a un lugar plebeyo frente al que ocupaba la gran ciencia teórica. O que este campo acercó a la Física y la Química como disciplinas. O como su relación con Paul Langevin se convirtió en un escándalo moral y frenó sus posibilidades de ser académica. O como, en un hecho de ecos proustianos, Marie Curie se dejó la piel en su trabajo, en esos cuadernos de laboratorio que años más tarde, al ser recuperados por sus hijas, enseñaban los rastros de radiactividad donde los dedos de Marie Curie (Sklodowska de soltera) se habían posado décadas atrás…
José Manuel Sánchez Ron, en fotografía de Carlos Múñoz, extraída del Heraldo