14 de octubre de 2018

Octubre

 


Octubre es la narración apasionada y apasionante de China Miéville, escritor británico de novelas de ciencia ficción, sobre los hechos de 1917 en Rusia. Publicada con el impulso del centenario del año pasado, dedica un capítulo a los abundantes y sorprendentes acontecimientos sucedidos cada mes desde febrero a octubre de 1917, especialmente en Petrogrado, capital entonces del país y centro de todos los movimientos políticos esenciales del momento.

Lenin (vía)

La Historia de la Revolución Rusa es sin duda imposible de contar en apenas 400 páginas, pero Miéville triunfa especialmente en el ritmo narrativo impecable que aplica, que entiendo pueda proceder de su dominio narrativo en novela, y que se ajusta excelentemente al acelerón de la Historia que las revoluciones representan y de las que la Revolución Rusa es ejemplo fundamental en el siglo XX. Cierto es que el periodo histórico que escoge es deliberadamente corto: apenas un capítulo prólogo que resume los movimientos previos a febrero, con lógico foco en el intento revolucionario fallido de 1905, y un epílogo necesario ya que desde el asalto al poder de los bolcheviques en octubre hasta la consolidación del mismo todavía pasarán años en que la Revolución no estuvo totalmente asentada.

Soviet de Petrogrado (vía)

Por espacio, es obvio que Miéville no entra en dos de los puntos centrales a estudiar en un libro histórico con este tema. Por un lado, una mayor profundización en los perfiles psicológicos de los protagonistas principales. Los apuntes son escasos para varios protagonistas esenciales hoy olvidados, breves respecto a Stalin, Trotski o Kerenski, y algo más abundantes para Lenin, pero más por el peso de sus apariciones, sus ausencias, y sus textos con sus argumentos volubles en el devenir de los hechos que por interés en su perfil. No hay excesiva objeción a ello dado que la acción se impone a la psicología en la narración en sí. El otro punto central es el ideológico: la distinción entre el rosario de movimientos que florecieron en 1917, algunos de formación anterior, y sus facciones internas, junto con sus consideraciones ideológicas, forma parte de una serie de decisiones esenciales en el relato. De nuevo no son imprescindibles en la narración directa: se entrevén las diferencias entre mencheviques y bolcheviques –Miéville tiene a bien explicar el significado de los nombres, literalmente ‘minoritario’ y ‘mayoritario’, en referencia a un congreso primigenio que dentro del marxismo ruso venció la fracción mayoritaria de Lenin, que se dio ese nombre-, entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, algo menos las de los eseristas, y, en todos los casos, las fronteras entre los partidos cuando sus facciones son de derechas o de izquierdas parecen relativamente asimilables al eje Revolución-Contrarrevolución. Pero, procediendo de un escritor que se define como trotskista, este simplismo en el campo de las ideas es un poco desilusionante y es superado ampliamente por el de la justificación del acceso al poder y su ejercicio.

 
Aleksander Fiodorovich Kerenski (vía)

Es curioso que algunos de los dramas principales de la Historia de la Revolución Rusa que incluso yo estudié en el bachillerato siguen ahí como temas: la escasa preparación de la sociedad principalmente campesina y la imposibilidad (dentro de las mecánicas marxistas) de desatar una revolución proletaria antes que una revolución burguesa o liberal como las francesas de los siglos XVIII y XIX; el conflicto entre el internacionalismo bolchevique y la situación de la I Guerra Mundial con la consiguiente adscripción del ejército a la primera línea de la Revolución. Otros sí son distintos: ni aparece el término comunismo (aún no acuñado), se afronta aunque sin solución si la Revolución es por su propio carácter germen de injusticias incluso mayores que las que denuncia (o, como se lo pregunta Miéville: ¿Lenin lleva necesariamente a Stalin? Él piensa que no, pero cree más que legítima la duda), y se explican procesos creados de alto interés para el devenir social del siglo XX, desde el sufragio femenino a las estrategias políticas de izquierda. Es imposible para cualquier seguidor de la realidad política actual no observar ya en la Revolución de 1917 los procesos con que los partidos políticos se mueven en su lucha por alcanzar sus objetivos. No creo que Miéville sea desconocedor de este aspecto de inmenso valor (que en la Revolución fue convulso por factores que iban de la novedad a la falta de ley y legitimidad claves en los poderes que realmente tenían el Gobierno, los Soviets, o los partidos), y probablemente forme parte de su interés dado el minucioso relato de varios episodios en este sentido.

 
El no tan heroico ni sangriento como se cuenta asalto al Palacio de Invierno (vía)

Octubre transmite como libro una gran fuerza. Miéville tiene simpatía por los revolucionarios, como es lógico, y piensa que no existe fatalismo por definición en la resolución que como proceso histórico tuvo décadas más tarde. Que hay un valor incluso mayor en su impacto histórico: la Historia puede cambiarse, los hombres pueden hacerse dueños de su destino frente a la explotación y vejación continuadas, y ni una monarquía imperial de siglos está a salvo. Siempre he pensado que las revoluciones tienen mejores resultados para quienes no las viven de manera directa, pues sobrevivir a ellas es complejo y los excesos que por naturaleza cometen no se restauran fácilmente. Es probable que sin la Revolución Rusa la relación entre el capitalismo y los avances de la socialdemocracia hubieran sido diferentes. Este es un juicio ambiguo que obvia muchos movimientos históricos habidos en cien años, pero sin la presencia del oso soviético el estado de derecho occidental seguramente habría tenido una formulación diferente tras la II Guerra Mundial. Y si miro hoy a Rusia, lo poco que en verdad sé de ella, lo que escriben aquí y allá, parece que en efecto los rusos aún no han podido realmente beneficiarse de lo mejor que dieron aquellos diez meses de 1917 y aquellos diez días de octubre que conmovieron al mundo.

China Miéville (vía)


3 de octubre de 2018

Dos hombres y un destino


 

Supongo que una de las motivaciones de Sebastian Barry para escribir Días sin final sería explicar o narrar cómo podría ser la vida de dos homosexuales norteamericanos en el siglo XIX. Y tal vez tuvo su idea a partir del conocimiento de los espectáculos de transformismo que se celebraban en los pueblos de las fronteras, donde chicos jóvenes se vestían de mujeres para bailar, cantar y amenizar las tardes de los mineros.

La representación del amor homosexual en épocas pasadas ha existido, pero hacía falta interpretar las imágenes

Dos chicos irlandeses hijos de la pobreza y llegados a los EE.UU. se conocen, participan en uno de estos espectáculos durante un tiempo, se enamoran, y se alistan juntos en las guerras contra las tribus indias. Consiguen apañárselas para seguir juntos y sobrevivir, incluso a su alistamiento posterior en el bando federal de la Guerra de Secesión, a pesar de las batallas cruentas, los asaltos de bandidos, las persecuciones por deserción, la prisión y el hambre. Thomas McNulty, narrador que ya fuera de los espectáculos de transformismo se viste de mujer tanto por supervivencia de la familia en primer lugar como por gusto, es la voz que combina los horrores del siglo con una envidiable libertad psicológica, a la que probablemente se puede achacar demasiada modernidad, pero cuya clarividente visión del horror humano acercan al autor a la visión de Cormac McCarthy (e imagino que a otros autores que cultivarán actualmente el realismo crudo ambientado en el oeste y que no conozco), si bien el amor y la tesis política tejida a su alrededor en Días sin final salvan al libro del pesimismo escéptico de McCarthy. Sí, la novela es política, porque reivindica las familias que se salen de la norma (dos hombres, una hija india adoptada, hombres libres negros) y porque reivindica la felicidad del amor imposible en tiempos difíciles, y esa reivindicación, esa ficcionalización de una memoria histórica LGTBI que nos ha sido negada es, sobre todo, una cuestión política.

 
Brokeback Mountain es la referencia moderna del amor gay entre vaqueros. Aunque su ambientación es posterior, casi contemporánea, su tesis narrativa es canónica: el amor gay es trágico y acaba necesariamente con la pareja desmembrada. Barry, sin embargo, no se ha esforzado ni ha esforzado tanto a sus personajes para un final así.

Días sin final no es una ñoñería psicológica imposible ni una visión dulcificada de la Historia del oeste, cuyo realismo desgarrador recoge sin estar exento de visión poética (geográfica, telúrica, humanista), ni de una sutil referencialidad literaria que además mira alto en algunos apuntes excelentes. La novela recoge además unas vidas y circunstancias posibles y creíbles, que usan clichés y modismos de su tiempo para ello, y que es consciente a la par de la época que refleja y la época en que se está escribiendo. En fin, una joya.

 
Sebastian Barry (vía)